PATRONO Y CONTABLE
o
EL COCHECITO, EL VIOLÍN Y EL TRANVÍA DE CARRERAS
El comendador Mambretti es dueño de una fábrica de sacacorchos en la provincia de Módena. Posee treinta automóviles y treinta cabellos.
–¡Cuántos coches!– dice la gente.
–Qué pocos pelos… –suspira el comendador. No se sabe por qué; al fin y al cabo, treinta son treinta, ¿o no?
Para ir de la mansión a la fábrica, el comendador Mambretti coge su limusina de doce metros: el vehículo más grande, más lujoso y más amarillo de toda la región de Emilia-Romaña. Todas las mañanas, mientras conduce (el comendador tiene cosas mejores en que gastar su dinero que en al menos un chófer), le pregunta al espejo retrovisor:
—Espejito retrovisor, dime una cosa:
¿quién tiene de la región la máquina más hermosa?
–Usted, comendador Mambretti –responde el espejo con voz de saxofón tenor.
Satisfecho con la respuesta, el más importante productor de sacacorchos del Valle del Po pisa el acelerador hasta el fondo y la limusina se desliza hacia adelante como toda una reina de la carretera.
Un lunes por la mañana, como siempre, el comendador, guiñando un ojo, lanza la pregunta de costumbre al espejo retrovisor:
—Espejito retrovisor, dime una cosa:
¿quién tiene de la región la máquina más hermosa?
Y se prepara para saborear la respuesta como un bombón de coñac Napoleón con doce años de envejecimiento, cuando el espejo responde con voz profunda de tuba:
–El contable Giovanni.
–Maldición… –dice el comendador Mambretti dándole un buen pisotón al pedal de freno. Ha aprendido la expresión de las películas.
–No es posible… –grita, sin perder la calma. –¡Que te dé una conjuntivitis! El contable Giovanni es un muerto de hambre; ¡no tiene más que una bici de niña sin la bomba para llenar las ruedas!
Pero, cuantas más veces el espejito es interrogado, más lo remacha con firmeza. Bajo las amenazas de ser roto en mil pedazos, vendido como esclavo, recubierto con papel de estraza y plástico de burbujas… no cambia de sentencia.
El comendador estalla en llanto, y un guardia le pone una multa porque la limusina bloquea el tráfico. Paga, acelera, corre a la fábrica. En su oficina, el contable Giovanni está repasando al violín el concierto de Max Bruch.
El contable Giovanni es un chaval enjuto, tan rubio que parece tener el pelo blanco. Ya presentaba este color desde niño, tanto que los compañeros de clase le dieron el sobrenombre de “Blancanieves”.
Hace de chico para todo: lustra los sacacorchos, sirve de escritorio humano al gerente cuando el comendador inspecciona la fábrica y ha de tomar notas (las toma reposando el cuaderno contra la espalda de Giovanni), e incluso interpreta la música de fondo. El comendador no quiere ser menos que los villanos de las películas, que por regla general no hablan si no hay música de fondo: incluso durante las persecuciones, sean de día o de noche, tienen siempre detrás a una orquesta entera (tal vez oculta en un camión) que les toca tremendas sinfonías. En el despacho del comendador hay un biombo. Cuando viene un cliente a hablar de negocios, el contable Giovanni se pone detrás del biombo con su violín; por el tono de voz del gerente, entiende si ha de tocar un adagio, un andantino o un presto molto.
–Buenos días, comendador –dice Giovanni, apartando el arco de las cuerdas.
El comendador le mira durante un buen rato, con una mirada pesimista, y, cuando habla, lo hace con una voz tan triste, que el contable Giovanni se siente obligado a iniciar el tema de la muerte de Isolda.
–No hay manera, no hay manera, Giovanni –dice el comendador– y deje en paz a Wagner. Todas estas novedades… y todos estos vehículos…
–¿Ah, ya se ha enterado?
–Cosas que se saben. Rumores. La gente murmura…
–Pero, ¿qué hay de malo en ello? Mi tía Giuditta ha muerto y me ha dejado unos cuantos euros, así que me decidí a comprar este cochecito.
–“Cochecito”, ¿eh? Ande, ande…
–Pero ¿qué me dice, comendador? Véalo con sus propios ojos.
Allá, en un rincón del aparcamiento, se distingue con algún esfuerzo un Mini rojo cereza con tres ruedas, de la altura de un taburete. Parece un Volkswagen Escarabajo que sufre de raquitismo por falta de vitaminas.
–¿Y se supone que eso es “de la región la máquina más hermosa?” –reflexiona el comendador Mambretti– Está claro que mi espejo es un retrasado mental. ¡Que le venga la urticaria!
Mientras tanto, se ve llenarse el aparcamiento de empleados que atraviesan el recinto para volver cada uno a su hogar. Y todos se paran para ver el cochecito del contable Giovanni. Uno lo acaricia, otro le desempolva los guardabarros con el pañuelo, un tercero está tan distraído que se enciende dos cigarrillos a la vez. Ninguno parece acordarse de que, esta misma mañana, la limusina del comendador tiene una antena nueva para la radio, toda de lapislázuli, y un cuadro nuevo de Goya en el sector artístico.
–Subversivos –rezonga el empresario– Basta que vean algo rojo izquierda…
Más tarde, de regreso al garaje de la mansión, el comendador vuelve a lanzar la pregunta de siempre al espejo retrovisor:
–Dímelo, pero esta vez sin mentir…
Espejito retrovisor, dime una cosa:
¿quién tiene de la región la máquina más hermosa?
–El contable Giovanni.
–¿Pero por qué?
–El contable Giovanni.
— ¡Si su escuerzo ni siquiera tiene ducha caliente y fría, jacuzzi, samovar o reproductor MP7!
–El contable Giovanni.
–¡Que te salga un uñero! –exclama el comendador Mambretti.
El espejo calla muy digno, reflejando de paso un tráiler con remolque lleno de cerdos enjaulados, dirigidos al matadero y a la próxima fábrica de embutidos.
Esa misma tarde tirando a noche, el comendador decide ir al cine para ahogar sus penas en la pantalla. En el aparcamiento del Cine Star, encuentra coches parados tan juntos y tan abundantes como los pinos en el pinar, las encinas en el encinar y las guindas en el tarro de las guindas. Mientras busca un lugar donde aparcar su superlimusina, él descubre exactamente allí mismo, a dos metros de su parachoques delantero, al bichito, al miniescuerzo, al nanoescarabajo del contable Giovanni. El aparcamiento está desierto: los conductores que no han entrado en el cine están mirando la tele en casa o jugando al mus en el bar de la esquina. No hay un alma viva, no hay abusones de la pasma en la costa. Incluso la Luna tiene su ausencia justificada, pues se trata de una noche de luna nueva.
–Ahora o nunca –decide el comendador Mambretti.
Basta con un golpecito al acelerador. El potente morro de la supercilindrada se abalanza cual ariete sobre el cochecito rojo, que además, al ser de noche, parece negro. Lo aplasta como un acordeón plegado. Freno. Marcha atrás. Primera marcha, segunda. Largo a todo gas. Nadie ha visto nada, ni siquiera el espejo retrovisor, que miraba hacia otro lado y en la práctica hacía de comparsa.
Al salir del cine, el contable Giovanni ve su vehículo reducido a algo intermedio entre un colador y una pizza sin queso… y se desmaya. Muchos transeúntes le asisten amorosamente, le hacen aspirar sales y tabaco de mascar para que vuelva en sí.
–¡Ay mísero de mí, ay infelice! –se lamenta el joven contable.
–Ánimo, no se lo tome tan a pecho –dice la gente– Lo arreglará Sietemanitas.
–¿Quién?
–El mecánico, ¿no? Ese al que llaman “Sietemanitas” porque es tan hábil como siete manitas juntos.
–Ah, ese Sietemanitas…
–¿Me llamaba alguien? –dice un hombretón cachas que sale el último del Cine Star.
–Hablando de Roma… He aquí al señor Malagodi, alias Sietemanitas. Mire usté qué marimorena.
–Eh, que he visto casos peores. Lo arreglaré. ¿Puedo llevármela, contable Giovanni?
–Sí, muchísimas gracias.
Con una sola mano, Sietemanitas levanta el carrucho, se lo mete bajo el brazo y se dirige al taller entre dos hileras de gente.
Esa noche, Giovanni duerme en el pavimento del taller, abrazado a la chatarra de su Mini. La mañana siguiente, Sietemanitas se pone manos a la obra y el contable no va ni siquiera a la fábrica, sino que se queda mirándolo quejumbrosamente, suspirando una y otra vez.
El comendador Mambretti tiene una reunión de negocios con su socio de Leipzig; echan mucho de menos la música de fondo, pero el comendador finge que no pasa nada. Durante la sobremesa, envía a una espía a espiar lo que sucede en el taller de Sietemanitas. La espía regresa casi ipso facto.
–¿Y qué?
–El tal Sietemanitas es un fenómeno, comendador, eso es lo que es. El vehículo ha quedado como nuevo. Sietemanitas lo está pintando, y el contable Giovanni lo acompaña al violín.
El comendador Mambretti da tal puñetazo que rompe la mesa. Y cuán difícil resulta hoy en día encontrar un buen carpintero. Luego envía a la espía a cumplir otra misión. Hace falta decir que el comendador Mambretti es, en secreto, el cabecilla de una banda de ladrones de vehículos. A sus órdenes, la banda va a entrar en acción. Primer paso: lanzar una llamada al despacho de Sietemanitas. “Llama su mujer… dice que vuelva usted a casa, que le acaban de robar el talco”.
–¿Otra vez? –estalla el mecánico– Ya es la tercera vez esta semana. Sí, vengo enseguida a verlo. Tú, Giovanni, espérame aquí.
Y Sietemanitas corre a su casa. Entonces pasa por el taller otro miembro de la banda e invita al contable Giovanni a un helado de nata con tropezones de manzana. El contable lo acepta como señal de solidaridad por sus desgracias, pero en el helado hay un somnífero. Apenas le ha hecho efecto, llegan los demás ladrones y hacen desaparecer el vehículo. Llega más tarde Sietemanitas, todo contento porque lo del hurto de talco era un bulo; ve al contable Giovanni dormido en el suelo. No ve el coche, que ha desaparecido; ata todos los cabos y rompe a llorar: ni siquiera les va a mandar la factura a los ladrones…
Más tarde se oye un “pling” desde el ordenador del taller: ¡Giovanni tiene un correo!
–¡Pobre diablo! Apenas le han robado el coche, ahora le toca un correo electrónico. No le despierto fijo. También a mí me gustaría dormir así…
Y ocurre que es el sonido de alerta del ordenador lo que despierta a Giovanni. El correo que ha recibido dice que ha muerto su tía Pascualina, y ha de presentarse en el funeral para recoger la herencia.
–¡Menos mal! –suspira Sietemanitas– Tal vez con la nueva herencia se compre un vehículo con cuatro ruedas…
Al día siguiente, camino de la fábrica, el comendador Mambretti pregunta malignmente al espejito retrovisor:
–Espejito retrovisor, dime una cosa:
¿quién tiene de la región la máquina más hermosa?
Y el espejo, con voz de balalaika:
–El contable Giovanni.
El comendador Mambretti, del patatús, se salta un semáforo y se lleva otra multa. Corre a la fábrica y hace llamar al contable Giovanni, a quien encuentra todo allegro, listo para tocar el Moto perpetuo de Paganini.
–No hay manera, Giovanni. Todas estas novedades… y todos estos vehículos…
–¿Pero qué vehículo, comendador? Véalo usted mismo con sus propios ojos.
El comendador Mambretti mira por la ventana. En un rincón del aparcamiento, rodeado de la admiración de empleados y empleadas, con el hocico metido en un saquito de avena, hay un blanco corcel que golpea el suelo con un casco delantero y hace “toc, toc, toc…” como diciendo “sírvase usted mismo”.
–Me lo ha dejado tía Pascualina en su lecho de muerte.
“Quién me iba a decir…” piensa el comendador, “que iba a contratar a un contable con tantas tías moribundas. Afortunadamente, también soy el cabecilla de una banda de cuatreros de caballos, y, antes de mañana, también estará solucionada la herencia de tía Pascualina. ¡Pero el espejo tendrá que contarme por qué prefiere este rocinante a mi limusina, que tiene veintisiete caballos!”
El espejo, sin embargo, no explica nada. Continúa repitiendo que el caballo del contable Giovanni es de la región la máquina más hermosa, y el comendador Mambretti se enfada tanto que se tira de los pelos. Ahora solo le quedan veintiocho.
–¡Espejo del demonio! –ruge el comendador.– Eres el peor día de mi vida. ¡Que te vengan paperas!
Cuando le roban también el blanco corcel, Giovanni quiere perder la razón de tanto dolor, pero no lo consigue. Entonces, coge el violín y toca una música de fondo tan bella, tan bella, que llega gente hasta de los confines de la provincia para escucharla. Incluso llega un maestro de la Scala de Milán. Se había detenido a repostar en la Autopista del Sol y había oído aquel violín.
–¿Quién toca tan bien? –pregunta al empleado de la gasolinera.
–Es el contable Giovanni que pone música de fondo.
–Quiero conocerle.
Se lo presentan y le dice:
–Usted es el mejor violinista del mundo. Si viene conmigo, le haremos de oro e incluso más.
El contable Giovanni vacila. A pesar de todo, se ha encariñado con la empresa Mambretti y le gustan los sacacorchos. Pero siente tanto la falta del caballo que acepta la propuesta. Va a Milán. Se convierte en el mejor violinista profesional del mundo. Actúa en la Ópera de Gotemburgo, en la de Sydney, en el Liceu de Barcelona… Gana un montón de billetes de quinientos y, finalmente, puede coronarse cumpliendo su sueño: ¡autorregalarse un tranvía de carreras!
Cuando regresa a la provincia de Módena en su tranvía de carreras, todos corren a su encuentro y aplauden a su paso. Incluso las monjas salen de sus conventos, y el comendador Mambretti se atrinchera en su guardarropa para no ver, para no oír, para que no le entren ganas de arrancarse ni un pelo más.
CUENTO ORIGINAL: GIANNI RODARI (Y EN CIERTO MODO, LOS HNOS. GRIMM)
TRADUCCIÓN DE SANDRA DERMARK
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