LA PALABRA QUE CURE LAS HERIDAS
Iba caminando delante de mí, tomada de la mano de su mamá, con una mediecita caída y la
otra no, las florcitas celestes de su vestidito arracimándose, como pequeños cielos repartidos
sobre la tela, y el pelito de seda, dócil y apenas una lluvia enrulada por el aire.
Cada tanto levantaba la carita para preguntar algo y la mamá sonreía.
Iban tranquilas. Sin apuro.
Eran todas las mamás y todas las nenas, un resumen hermoso en la tarde serena.
Eran, también, mi hija y yo hace unos años cuando yo no tenía todas las respuestas pero las
inventaba. Lo que tenía era la risa. Lo que tenía era el futuro iluminado y el bello cansancio
de las cosas que ahora ya no hago y por eso me cansan… han dejado un vacío en mis
horas.
La niña me necesitaba y me amaba sin condiciones para amarme.
La niña aceptaba todo de mí: mi forma de vestirme, de peinarme, de resolver problemas, de
vivir.
Ella apretaba mi mano fuerte, fuerte, y frotaba sus mejillas redondas en mis mejillas también
redondas.
Acurrucaba su cuerpo contra mi cuerpo, tibiecita y era la rama florecida de mi árbol. Una
prolongación de mí.
No buscaba una doble lectura en mis palabras.
No exigía. No miraba de reojo.
Yo elegía sus zapatitos blancos o de negro charol.
Y todo estaba bien.
Porque la amaba y me amaba y nada entorpecía ese amor.
Ahora… ella mujer y yo tan sola (porque a mí me tocaron los dolores que marcan la soledad
como una cicatriz) – todo ha cambiado.
Ya no soy la que elige sus zapatos, y ella corrige mis elecciones.
He dejado de ser inteligente.
Escondo lo que siento de verdad porque temo su juicio.
Fui una tonta al no sacar mi entrada para ir a ver a Sting.
Desde
casa, por la pantalla del televisor, el espectáculo fue perfecto… Tomé café, sentada
en un sillón… no tuve frío ni temí la lluvia…
Ella se encoge de hombros. “No es lo mismo”, replica. “No es la vida”.
Y a mí me da pereza explicarle que a su edad yo temblaba de frío en el invierno. Que tenía
miedo de llegar tarde al trabajo y me reprendieran. Que los días quince comenzaba a contar
las monedas para llegar a fin de mes. Que si no hubiese tenido éxito con mis libros, nunca
hubiera podido tener la casa propia”.
Soy, para ella, una especie de tonta que no sabe disfrutar de las cosas.
Tal vez tenga razón.
Me costaron tanto, que las cuido.
Y las quiero.
Quiero mi Platerito de madera, todas las chucherías que los amigos y los lectores me
mandan de regalo. Las atesoro. Cada una de ellas posee un significado y un mensaje.
Quiero los libros subrayados, las copas de cristal qué pagué en mensualidades, el mantel de
las grandes ocasiones. No me gusta que revuelva mis papeles ni mis fotografías, porque es
como si hojeara mi vida viendo con ojos críticos o burlones lo que es sagrado para mí.
Ella ha crecido.
Es más grande que yo.
Es más sabia.
Es menos frágil.
Tuvo más posibilidades y más tiempo para seleccionar lo mejor de la vida, mientras yo me
golpeaba, me equivocaba, me quedaba sin aliento armando el difícil rompecabezas del
presente sin vuelo, del futuro sin problemas.
Y estoy aquí, siempre aguardando su llamado o su visita apresurada, porque tiene que hacer
tantas cosas
Y entre su entrada ruidosa y su salida al trotecito (esta niña mía no aprendió nunca a caminar
denuncie), una frase
que me golpea la boca del estómago que le corta la respiración
Mirá mamá, vos hacé lo que quieras, pero a mí me parece que …
Ella lo dice al pasar.
No oye lo que respondo, de modo que no contesto nada. Y se va.
El mundo la aguarda fuera de esta puerta. Es hermosa y es buena. Creo que es más
generosa que yo.
Y que si se ocupara realmente de darle forma a lo que siente, podría ayudar a mejorar el
mundo en que vivimos
Sin duda, sufrirá menos que yo.
Con algún granito de arena habré contribuido para que fuese más fuerte y decidida, menos
temerosa de lo que soy.
Ella sale por esa puerta, deja impregnada la casa con su perfume algo sofisticado, y yo me
quedo sola.
Solemne soledad la mía.
Maravilla, mi perra, se pone como loca cuando lloro. Entonces no lloro, porque me apena
verla acongojada.
Se ovilla a mis pies mientras escribo. Mueve la cola, alborozada, – cuando la llamo mi
compañerita.
Tal vez ella sí sabe que yo tengo miedo.
Que me da vergüenza.
Que me encierro y a veces me paso horas rezando mi rosario y pidiéndole a Dios que me
ayude, que me dé una respuesta, que me muestre el camino, que me tienda una mano con
temperatura humana, que alguien sepa obligarme a vivir lo que me queda de vida, alguien sin
miedo, a quien no pueda discutirle nada, alguien que me entienda y me conmueva y no me
dé tiempo a titubear ni a contradecirlo.
Alguien que me vea. Soy así ni demasiado linda, ni poderosa, ni invencible, con bosquecitos
dentro de los ojos, y todo un cielo estrellado en el torrente de mi sangre. Soy buena
compañera para los silencios y para las charlas amanecidas. Pongo el hombro en la lucha, y
en la paz puedo ser una isla arbolada, una plaza con tilos florecidos.
Oh, iba caminando delante de mí, tomada de la mano de su mamá. Entregada y pequeña!
Ahora yo soy la niña entregada y pequeña que busca la palabra encendida que no queme,
que simplemente alumbre. La palabra que cure las heridas…
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