martes, 27 de agosto de 2019

EL CREDO DE YAGO

Creo en un Dios cruel

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Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.
Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.
Quince años después de dejar de componer ópera, Verdi estrenó Otello. Su editor, Giulio Ricordi, se había ocupado de ello, confabulando con un director de orquesta y un libretista, y aportando una descabellada suma de dinero. La ocasión propicia fue una comida a finales del verano de 1879 y la ligazón fue Shakespeare: Verdi había estrenado ya Macbeth y se había quedado a medio camino con el Rey LearBoito, el libretista de esta conjura, había escrito para Franco Faccio, el director de este contubernio, un Hamlet. Así, con la excusa shakesperiana, Verdi y Boito comenzaron a trabajar en la historia del moro de Venecia. O, como se refirieron a los preparativos en la correspondencia que cruzaron, a «preparar el chocolate».
La ópera cuenta la historia de cómo Otelo, el moro, el militar victorioso y el esposo de Desdémona, es destruido por Yago. O más bien explica cómo Yago, hombre envidioso, astuto y enredador, destruye a Otelo, a Desdémona, a Cassio, a Roderigo, a Emilia, al prestigio y la paz de Chipre. Resumamos el argumento: durante una enorme tempestad —presagio de lo que está por venir— el pueblo de Chipre mira intranquilo el mar aguardando el regreso victorioso de las tropas comandadas por Otelo, que han ido a combatir a los enemigos de la fe de Cristo. El libreto obvia el primer acto de la tragedia de Shakespeare, , expurgando así buena parte del contenido racista del texto («Ahora, ahora, ahora mismo un viejo carnero negro está montando a vuestra blanca ovejita. ¡Arriba!»). Entra Otelo victorioso, vencedor de los otomanos: «Esultate! L’orgoglio musulmano sepolto è in mar» (alegraos, el orgullo musulmán está sepultado en el mar). Otelo ha ascendido a Cassio al rango de capitán, lo que enfurece a Yago, que sigue siendo un triste alférez. Para vengarse, se servirá de Roderigo, que está secretamente enamorado de Desdémona, la mujer de Otelo. Primero hará que Roderigo emborrache a Cassio, que tiene mal beber, para que monte un tumulto y lo degraden. Después, irá a consolar a Cassio y le sugerirá que pida a Desdémona que interceda por él, a la vez que se ocupará de que Otelo entienda que los ruegos de su esposa por la causa su subordinado son los de una amante por el bien de su amado. Para asegurarse el éxito de su empresa, Yago robará un pañuelo de Desdémona para dejarlo convenientemente a la vista en la casa de Cassio. Otelo, convencido e iracundo, se arrojará sobre Desdémona, que solo puede decir que lo ama, y la estrangulará. Después, dándose cuenta de su error, Otelo se suicida («Es el fin de mi viaje… ¡Oh, gloria! ¡Otelo fui!»). La tragedia exige un número adecuado de muertos. Es interesante reparar en que la música que Verdi escribió para esta ópera no funciona armónicamente mediante números cerrados, sino que atraviesa actos completos, fluyendo y mutando continuamente, arrastrando al espectador a través de la trama, como si fuera la misma fuerza del destino.
Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.
Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.
La habilidad de Yago es admirable. Lo siento, no puedo resistirme a un buen villano cuando se me presenta. Para mostrarnos con precisión su maldad, Boito introdujo, en el segundo acto, un añadido al texto de Shakespeare que se ha dado en llamar el «credo de la maldad». Lo cierto es que el título no decepciona: «Creo en un Dios cruel que me creó a su semejanza y que nombro con ira. […] Creo que el justo es un histrión burlón, tanto su rostro como su corazón, son falsos: lágrimas, besos, miradas, sacrificios y honor. Y creo al hombre juguete de una inicua suerte desde el germen de la cuna hasta el gusano de la tumba». Verdi le compuso una música suficientemente despiadada, adecuada a su iniquidad, para este momento de sinceridad que Yago nos tiene reservado. Porque Yago, que es a la vez actor y espectador, solo es honesto con nosotros, de alguna manera sus cómplices, que desde la platea y los palcos disfrutamos de la música que Verdi le puso al espectáculo de su maldad.
Yago es eficiente porque localiza con precisión el punto débil de sus víctimas. Otelo, el militar victorioso, pero también el moro, se sabe indigno de la noble y hermosa Desdémona. Esto nos lo ha explicado Shakespeare prolijamente en el primer acto de la tragedia, por boca del senador padre de Desdémona. Por tanto, Otelo siempre temerá que otro mejor le quite a su esposa: Yago solo tiene que sembrar una pequeña duda para que la inseguridad de su general haga el resto. «Temed, señor, los celos. Es una hidra hosca, lívida y ciega, con su veneno ella misma se emponzoña, una llaga viva le desgarra el seno». Y desde ese momento Otelo está perdido. Lo vemos descender por un torbellino de brutalidad y de estupidez que culminará con la escena llena de cadáveres. Pero Verdi se ha ocupado de mostrarnos que Otelo es capaz de la ternura: ha vuelto de la guerra por Desdémona («¡Que truene la guerra y se abra el mundo si después de la ira inmensa viene este inmenso amor!»). Al final del primer acto, después de la pelea de Cassio, Otelo y Desdémona se arrullan en un hermoso dueto. «Y tú me amabas por mis desventuras y yo te amaba por tu piedad». Solo después de verlo besando a su amada bajo las Pléyades —esto es literal— podemos hacernos cargo de la medida justa de su degradación.
Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.
Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.
Yago va a afanarse en interpretar todos los papeles necesarios para conseguir la destrucción que pretende. Así, finge ser el fiel confidente de su general (Otelo va a pedirle a él que le busque pruebas claras y distintas de la traición de Desdémona, ¡y vaya si se las va a dar!), consejero del degradado Cassio, celestino de Roderigo. La única persona a quien no frecuenta es a Desdémona, que es el sujeto paciente de todas sus acciones. Desdémona es un arquetipo de la pureza: la esposa entregada y fiel que asiste atónita al envilecimiento de su marido, convertido en un muñeco simplón e iracundo, a su maltrato y finalmente a su ira homicida. Verdi y Boito le van a proporcionar un final dignísimo, adecuado a su tragedia. Al final del cuarto acto, Desdémona va a despedirse de su criada —y de la existencia— con la «canción del sauce», que se sigue de un avemaría. Después de las oraciones le llegará la muerte. Yago le había recomendado a Otelo que le diese muerte en el lecho sobre el que había cometido su traición. Un buen malvado no deja los detalles al azar.
Sabemos que en el estreno en la Scala, en 1887, fue un éxito arrollador. Tenemos constancia de la exactitud de este hecho porque Ricordi tenía por costumbre anotar en los márgenes del libreto dónde aplaudía el público, qué números se bisaban y otros sucesos de la representación. También sabemos con pelos y señales cómo fue aquella función, porque se editó, para futuras representaciones en otros teatros, un manual bastante prolijo sobre cómo debían hacerse las cosas. Por ejemplo, en la escena del avemaría, dice: «La actriz debe colocarse para orar mirando un poco hacia el ángulo derecho y adoptando una posición un tanto oblicua. De este modo, mientras da la impresión de estar totalmente encarada a la imagen, puede ver al director siempre que sea necesario».
Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.
Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.
Sobre el libreto de Boito se han dicho cosas extraordinarias. Bernard Shaw, que ejercía de crítico musical, escribió «Otello, en lugar de ser una ópera italiana escrita en el estilo de Shakespeare, es una obra de Shakespeare escrita en el estilo de una ópera italiana. Con tal libreto, Verdi estaba en su propia casa. Su éxito no demuestra que podría ocupar el lugar de Shakespeare, sino que Shakespeare podría ocupar el lugar de Verdi». Pero también es cierto que contiene algunos excesos dramáticos difícilmente comprensibles. Por ejemplo, el cabreo monumental que se agarra Otelo tras la pelea de borrachos del comienzo no es por la refriega, ni porque haya un soldado con un tajo en el suelo, sino porque le han despertado a su mujer. Y es que Desdémona tiene unos encajes un tanto difíciles. A la mitad del segundo acto, por ejemplo, hay un extraño acto de consagración en el que marineros empiezan a ofrecerle flores, le tocan la mandolina, aparecen niños y uno se pregunta por qué está pasando eso. Luego está el asombroso momento en el que después de ser estrangulada aún puede, como agonizando, cantar. Pero dejé de extrañarme por estas cosas hace años, tras ver cómo Gilda, la hija de Rigoletto, tiene aún fuerzas para despedirse dulcemente de su padre después de que un sicario la haya cosido a puñaladas.
El Teatro Real ha abierto su temporada, aprovechando la efeméride de la muerte de Shakespeare, con un Otello dirigido por Renato Palumbo y puesto en escena por David Alden, quien ha compendiado toda la acción en una plaza chipriota, gris y descascarillada. Arrastrar toda la acción hasta ahí ha privado a la pobre Desdémona hasta de morir en la intimidad de su cama. Alden, además, propone a un Otelo violentísimo (y con la cara sin embadurnar), que a veces roza el histrionismo persiguiendo a la embajada veneciana como un crío persigue a las palomas o perdiendo los papeles lanzando —literalmente— la documentación de un maletín por los aires. El elenco lo componen Gregory Kunde en el papel de un Otelo lírico y poderoso, George Petean como Yago, a quien debe agradecérsele que ejerza el mal más con habilidad que con exageraciones, y Ermonela Jaho, una Desdémona contenida y sutil. No querría olvidar el notable Cassio de Aleksei Dolgov. La orquesta, poderosa y rotunda en el comienzo, hizo un papel correcto y el coro cantó admirablemente. Juntamente con la ópera, el Real ofrece una pequeña exposición sobre el archivo Ricordi, que puede visitarse durante los días que sigue en cartel esta ópera.
Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.
Foto: Javier del Real / cortesía de Teatro Real.

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