miércoles, 23 de noviembre de 2016

UN OFICIAL CRISTINO

Hay un lugar en el Norte de España adonde no llegaron nunca ni los romanos ni los moros; y si doña Berta de Rondaliego, propietaria de este escondite verde y silencioso, supiera algo más de historia, juraría que jamás Agripa, ni Augusto, ni Muza, ni Tarik habían puesto la osada planta sobre el suelo, mullido siempre con tupida hierba fresca, jugosa, obscura, aterciopelada y reluciente, de aquel rincón suyo, todo suyo, sordo, como ella, a los rumores del mundo, empaquetado en verdura espesa de árboles infinitos y de lozanos prados, como ella lo está en franela amarilla, por culpa de sus achaques.
Pertenece el rincón de hojas y hierbas de doña Berta a la parroquia de Pie del Oro, concejo de Carreño, partido judicial de Gijón; y dentro de la parroquia se distingue el barrio de doña Berta con el nombre de Zaornín, y dentro del barrio se llama Susacasa la hondonada frondosa, en medio de la cual hay un gran prado que tiene por nombre Aren. Al extremo Noroeste del prado pasa un arroyo orlado de altos álamos, abedules y cónicos humeros de hoja obscura, que comienza a rodear en espiral el tronco desde el suelo, tropezando con la hierba y con las flores de las márgenes del agua.
El arroyo no tiene allí nombre, ni lo merece, ni apenas agua para el bautizo; pero la vanidad geográfica de los dueños de Susacasa lo llamó desde siglos atrás el río, y los vecinos de otros lugares del mismo barrio, por desprecio al señorío de Rondaliego, llaman al tal río el regatu, y lo humillan cuanto pueden, manteniendo incólumes capciosas servidumbres que atraviesan la corriente del cristalino huésped fugitivo del Aren y de la llosa; y la atraviesan ¡oh sarcasmo!, sin necesidad de puentes, no ya romanos, pues queda dicho que por allí los romanos no anduvieron; ni siquiera con puentes que fueran troncos huecos y medio podridos, de verdores redivivos al contacto de la tierra húmeda de las orillas. De estas servidumbres tiranas, de ignorado y sospechoso origen, democráticas victorias sancionadas por el tiempo, se queja amargamente doña Berta, no tanto porque humillen el río, cruzándole sin puente (sin más que una piedra grande en medio del cauce, islote de sílice, gastado por el roce secular de pies desnudos y zapatos con tachuelas), cuanto porque marchitan las más lozanas flores campestres y matan, al brotar, la más fresca hierba del Aren fecundo, señalando su verdura inmaculada con cicatrices que lo cruzan como bandas un pecho; cicatrices hechas a patadas. Pero dejando estas tristezas para luego, seguiré diciendo que más allá y más arriba, pues aquí empieza la cuesta, más allá del río que se salta sin puentes ni vados, está la llosa, nombre genérico de las vegas de maíz que reúnen tales y cuales condiciones, que no hay para qué puntualizar ahora; ello es que cuando las cañas crecen, y sus hojas, lanzas flexibles, se columpian ya sobre el tallo, inclinadas en graciosa curva, parece la llosa verde mar agitado por las brisas. Pues a la otra orilla de ese mar está el palacio, una casa blanca, no muy grande, solariega de los Rondaliegos, y ella y su corral, quintana, y sus dependencias, que son: capilla, pegada al palacio, lagar (hoy convertido en pajar), hórreo de castaño con pies de piedra, pegollos, y un palomar blanco y cuadrado, todo aquello junto, más una cabaña con honores de casa de labranza, que hay en la misma falda de la loma en que se apoya el palacio, a treinta pasos del mismo; todo eso, digo, se llama Posadorio.

Viven solas en el palacio doña Berta y Sabelona. Ellas y el gato, que, como el arroyo del Aren, no tiene nombre porque es único, el gato, su género. En la casa de labor vive el casero, un viejo, sordo como doña Berta, con una hija casi imbécil que, sin embargo, le ayuda en sus faenas como un gañán forzudo, y un criado, zafio siempre, que cada pocos días es otro; porque el viejo sordo es de mal genio, y despide a su gente por culpas leves. La casería la lleva a medias. Aun entera valdría bien poco; el terreno tan verde, tan fresco, no es de primera clase, produce casi nada: doña Berta es pobre, pero limpia, y la dignidad de su señorío casi imaginario consiste en parte en aquella pulcritud que nace del alma. Doña Berta mezcla y confunde en sus adentros la idea de limpieza y la de soledad, de aislamiento; con una cara de pascua hace la vida de un muni... que hilara y lavara la ropa, mucha ropa, blanca, en casa, y que amasara el pan en casa también. Se amasa cada cinco o seis días; y en esta tarea, que pide músculos más fuertes que los suyos y aun los de la decadente Sabel, las ayuda la imbécil hija del casero; pero hilar, ellas solas, las dos viejas: y cuidar de la colada, en cuanto vuelve la ropa del río, ellas solas también. La huerta de arriba se cubre de blanco con la ropa puesta a secar, y desde la caseta del recuesto, que todo lo domina, doña Berta, sorda, callada, contempla risueña, y dando gracias a Dios, la nieve de lino inmaculado que tiene a los pies, y la verdura, que también parece lavada, que sirve de marco a la ropa, extendiéndose por el bosque de casa, y bajando hasta la llosa y hasta el Aren; el cual parece segado por un peluquero muy fino, y casi tiene aires de una persona muy afeitada, muy jabonada y muy olorosa. Sí. Parece que le cortan la hierba con tijeras y luego lo jabonan y lo pulen: no es llano del todo, es algo convexo, se hunde misteriosamente allá hacia los humeros, al besar el arroyo; y doña Berta mil veces deseó tener manos de giganta, de un día de bueyes cada una, para pasárselas por el lomo al Aren, ni más ni menos que se las pasa al gato. Cuando está de mal humor, sus ojos, al contemplar el prado, se detienen en las dos sendas que lo cruzan; manchas infames, huellas de la plebe, de los malditos destripaterrones que, por envidia, por moler, por pura malicia, mantienen sin necesidad, sin por qué ni para qué, aquellas servidumbres públicas, deshonra de los Rondaliegos.
Por aquí no se va a ninguna parte; en Zaornín se acaba el mundo; por Susacasa jamás atravesaron cazadores, ejércitos, bandidos, ni pícaros delincuentes; carreteras y ferrocarriles quédanse allá lejos; hasta los caminos vecinales pasan haciendo respetuosas eses por los confines de aquella mansión embutida en hierba y follaje; el rechino de los carros se oye siempre lejano, doña Berta ni lo oye... y los empecatados vecinos se empeñan en turbar tanta paz, en manchar aquellas alfombras con senderos que parecen la podre de aquella frescura, senderos en que dejan las huellas de los zapatones y de los pies desnudos y sucios, como grosero sello de una usurpación del dominio absoluto de los Rondaliegos. ¿Desde cuándo puede la chusma pasar por allí? «Desde tiempo inmemorial», han dicho cien veces los testigos. «¡Mentira! -replica doña Berta-. ¡Buenos eran los Rondaliegos de antaño para consentir a los sarnosos marchitarles con los calcaños puercos la hierba del Aren!». Los Rondaliegos no querían nada con nadie; se casaban unos con otros, siempre con parientes, y no mezclaban la sangre ni la herencia; no se dejaban manchar el linaje ni los prados. Ella, doña Berta, no podía recordar, es claro, desde cuándo había sendas públicas que cruzaban sus propiedades; pero el corazón le daba que todo aquello debía de ser desde la caída del antiguo régimen, desde que había liberales y cosas así por el mundo.
«Por aquí no se va a ninguna parte, este es el finibusterre del mundo», dice doña Berta, que tiene caprichosas nociones geográficas; un mapa-mundi homérico, por lo soñado; y piensa que la tierra acaba en punta, y que la punta es Zaornín, con Susacasa, el prado Aren y Posadorio.
«Ni los moros ni los romanos pisaron jamás la hierba del Aren», dice ella un día y otro día a su fidelísima Sabelona (Isabel grande), criada de los Rondaliegos desde los diez años, y por la cual tampoco pasaron moros ni cristianos, pues aún es tan virgen como la parió su madre, y hace de esto setenta inviernos.
«¡Ni los moros ni los romanos!» repite por la noche doña Berta, a la luz del candil, junto al rescoldo de la cocina, que tiene el hogar en el suelo; y Sabelona inclina la cabeza, en señal de asentimiento, con la misma credulidad ciega con que poco después repite arrodillada los actos de fe que su ama va recitando delante. Ni doña Berta ni Isabel saben de romanos y moros cosa mayor, fuera de aquella noticia negativa de que nunca pasaron por allí; tal vez no tienen seguridad completa de la total ruina del Imperio de Occidente ni de la toma de Granada, que doña Berta, al fin más versada en ciencias humanas, confunde un poco con la gloriosa guerra de África, y especialmente con la toma de Tetuán: de todas suertes, no creen ni una ni otra tan remotas, como lo son, en efecto, las respectivas dominaciones de agarenos y romanos; y en definitiva, romanos y moros vienen a representar para ambas, como en símbolo, todo lo extraño, todo lo lejano, todo lo enemigo; y así, cuando algún raro interlocutor osó decirles que los franceses tampoco llegaron jamás, ni había para qué, a Susacasa, ellas se encogieron de hombros; como diciendo: «Bueno, todo eso quiere decir lo de moros y romanos». Y es que esta manía, hereditaria en los Rondaliegos, le viene a doña Berta de tradición anterior a la invasión francesa.

Ay, los liberales! Esos sí habían llegado a Posadorio. Se ha hablado antes de la virginidad intacta de Sabelona. El lector habrá supuesto que doña Berta era viuda, o que su virtud se callaba por elipsis. Virtuosa era..., pero virgen no; soltera sí. Si Sabel se hubiera visto en el caso de su ama, no estaría tan entera. Bien lo comprendía, y por eso no mostraba ningún género de superioridad moral respecto de su señora. Había sido una desgracia, y bien cara se había pagado, desgracia y todo. Eran los Rondaliegos cuatro hermanos varones y una hermana, Berta, huérfanos desde niños. El mayorazgo, don Claudio, hacía de padre. La limpieza de la sangre era entre ellos un culto. Todos buenos, afables, como Berta, que era una sonrisa andando, hacían obras de caridad... desde lejos. Temían al vulgo, a quien amaban como hermano en Cristo, no en Rondaliego; su soledad aristocrática tenía tanto de ascetismo risueño y resignado, como de preocupación de linaje. La librería de la casa era símbolo de esas tendencias; apenas había allí más que libros religiosos, de devoción recogida y desengañada, y libros de blasones; por todas partes la cruz; y el oro, y la plata, y los gules de los escudos estampados en vitela. Un Rondaliego, tres o cuatro generaciones atrás, había aparecido muerto en un bosque, en la Matiella, a media legua de Posadorio, asesinado por un vecino, según todas las sospechas. Desde entonces toda la familia guardaba la espalda hasta al repartir limosna. El mayor pecado de los Rondaliegos era pensar mal de la plebe a quien protegían. Por su parte, los villanos, tal vez un día dependientes de Posadorio, recogían con gesto de humillación servil los beneficios, y a solapo se burlaban de la decadencia de aquel señorío, y mostraban, siempre que no hubiese que dar la cara, su falta de respeto en todas las formas posibles. Para esto, los ayudaban un poco las nuevas leyes, y la nueva política especialmente. El símbolo de las libertades públicas (que ellos no llamaban así, por supuesto) era para los vecinos de Pie del Oro el desprecio creciente a los Rondaliegos, y la sanción legal que a tal desprecio los alentaba, mediante recargo de contribución al distribuirse la del concejo, trabajo forzoso y desproporcionado en las sextaferias, abandono de la policía rural en los límites de Zaornín, y singularmente de Susacasa, con otros cien alfilerazos disimulados, que iban siempre a cuenta del Ayuntamiento, de la ley, de los nuevos usos, de los pícaros tiempos.
En cuanto al despojo de fruta, hierba, leña, etc., ya no se podía culpar directamente a la ley, que no llegaba a tanto como autorizar que se robase de noche y con escalamiento a los Rondaliegos; pero si no la ley, sus representantes, el alcalde, el juez, el pedáneo, según los casos, ayudaban al vecindario con su torpeza y apatía, que no les consentían tropezar jamás con los culpables. Todo esto había sido años atrás; la buena suerte de los Rondaliegos fue la esquivez topográfica de su dominio: si su carácter, el de la familia, los alejaba del vulgo, la situación de su casa también parecía una huida del mundo; los pliegues del terreno y las espesuras del contorno, y el no ser aquello camino para ninguna parte, fueron causa del olvido que, con ser un desprecio, era también la paz anhelada. «Bueno -se decían para sus adentros los hermanos de Posadorio-; el siglo, el populacho aldeano, nos desprecia, y nosotros a él; en paz». Sin embargo, siempre que había ocasión, los Rondaliegos ejercían su caridad por aquellos contornos.
Todos los hermanos permanecían solteros; eran fríos, apáticos, aunque bondadosos y risueños. El ídolo era el honor limpio, la sangre noble inmaculada. En Berta, la hermana, debía estar el santuario de aquella pureza. Pero Berta, aunque de la misma apariencia que sus hermanos, blanca, gruesa, dulce, reposada de gestos, voz y andares, tenía dentro ternuras que ellos no tenían. El hermano segundo, algo literato, traía a casa novelas de la época, traducidas del francés. Las leían todos. En los varones no dejaban huella; en Berta hacían estragos interiores. El romanticismo, que en tantos vecinos y vecinas de las grandes villas era pura conversación, a lo más, pretexto para viciucos, en Posadorio tenía una sacerdotisa verdadera, aunque llegaba hasta allí en ecos de ecos, en folletines apelmazados. Jamás pudieron sospechar los hermanos la hoguera de idealidad y puro sentimentalismo que tenían en Posadorio. Ni aun después de la desgracia dieron en la causa de ella, pensando en el romanticismo; la atribuyeron al azar, a la ocasión, a la traición, que culpa tuvieron también; tal vez el peor pensado llegó hasta pensar en la concupiscencia, que por parte de Berta no hubo; sólo no se acordó nadie del amor inocente, de un corazón que se derrite al contacto del fuego que adora. Berta se dejó engañar con todas las veras de su alma. 

La historia fue bien sencilla; como la de los libros románticos: todo pasó lo mismo. Llegó el capitán, un capitán de los cristinos; venía herido; fugitivo; cayó desmayado delante de la portilla de la quinta; vio la sangre, la palidez, el uniforme, y unos ojos dulces, azules, que pedían piedad, tal vez cariño; ella recogió al desgraciado, le escondió en la capilla de la casa, abandonada, hasta pensar si haría bien en avisar a sus hermanos, que eran, como ella, carlistas, y acaso entregarían a los suyos al fugitivo, si los suyos pasaban por allí y le buscaban. Al fin era un liberal, un "negro". Pensó bien, y acertó. Reveló su secreto, los hermanos aprobaron su conducta, el herido pasó de la tarima de la capilla a las plumas del mejor lecho que había en casa; todos callaron. La facción, que pasó por allí, no supo que tenía tan cerca a tal enemigo, que había sido azote de los "blancos". Dos meses cuidó Berta al liberal con sus propias manos, solícita, enamorada ya desde el primer día; los hermanos la dejaban cuidar y enamorarse; la dejaban hacer servicios de amante esposa que tiene al esposo moribundo; y esperaban que ¡naturalmente!, el día en que el enfermo pudiera abandonar a Posadorio, todo afecto se acabaría; la señorita de Rondaliego sería una extraña para el capitán garrido, que todas las noches lloraba de agradecimiento, mientras los hermanos roncaban y la hermana velaba, no lejos del lecho, acompañada de una vieja y de Sabel, entonces lozana doncella. Cuando el capitán pudo levantarse y pasear por la huerta, dos de los hermanos, entonces presentes en Posadorio (los otros dos, el mayor y el último, habían ido a Gijón por algunos días), vieron en el "negro" a un excelente amigo, capaz de distraerlos de su resignado aburrimiento; la simpatía entre los carlistas y el liberal creció de día en día; el capitán era expansivo, tierno, de imaginación viva y fuerte; quería, y se hacía querer; y a más de eso, animaba a los linfáticos Rondaliegos a inocentes diversiones, como asaltos de armas, que él dirigía, sin tomar en ellos parte muy activa, juegos de ajedrez y de naipes, y leía en voz alta, con hermosa entonación, blanda y rítmica, que los adormecía dulcemente, después de la cena, a la luz del velón vetusto del salón de Posadorio, que resonaba con las palabras y con los pasos. 


Llegó el día en que el liberal se creyó obligado por delicadeza a anunciar su marcha, porque las fuerzas, recobradas ya, le permitían volver al campo de batalla en busca de sus compañeros. Dejaba allí el alma, que era Berta; pero debía partir. Los hermanos no se lo consintieron; le dieron a entender con mil rodeos que cuanto más tardara en volver a luchar contra los carlistas, mejor pagaría aquella hospitalidad y aquella vida que decía deber a los Rondaliegos. Además, y sobre todo, ¡les era tan grata su compañía! Vivían unos y otros en una deliciosa interinidad, olvidados de los rencores políticos, de todo lo que estaba más allá de aquellos bosques, marco verde del cuadro idílico de Susacasa. El capitán se dejó vencer; permaneció en Posadorio más tiempo del que debiera; y un día, cuando las fuerzas de su cuerpo y la fuerza de su amor habían llegado a un grado de intensidad que producía en él una armonía deliciosa y de mucho peligro, cayó, sin poder remediarlo, a los pies de Berta, en cuanto la ocasión de verla sola vino a tentarle. Y ella, que no entendía palabra de aquellas cosas, se echó a llorar; y cuando un beso loco vino a quemarle los labios y el alma, no pudo protestar sino llorando, llorando de amor y miedo, todo mezclado y confuso. No fue aquel día cuando perdió el honor, sino más adelante; en la huerta, bajo un laurel real que olía a gloria; fue al anochecer; los hermanos, ciegos, los habían dejado solos en casa, a ella y al capitán; se habían ido a cazar, ejercicio todavía demasiado penoso para el convaleciente que quería ir a la guerra antes de tiempo. 

Cantaba un ruiseñor solitario en la vecina carbayeda; un ruiseñor como el que oía arrobada de amor la sublime santa Dulcelina, la hermana del venerable obispo Hugues de Dignes. «¡Oh; qué canto solitario el de ese pájaro!» dijo la Santa, y en seguida se quedó en éxtasis absorta en Dios por el canto de aquel ave. Así habla Salimbeno. Así se quedó Berta; el ruiseñor la hizo desfallecer, perder las fuerzas con que se resiste, que son desabridas, frías; una infinita poesía que lo llena todo de amor y de indulgencia le inundó el alma; perdió la idea del bien y el mal; no había mal; y absorta por el canto de aquel ave, cayó en los brazos de su capitán, que hizo allí de Tenorio sin trazas de malicia. Tal vez si no hubiese estado presente el liberal, que le debía la vida a ella, Berta, escuchando aquella tarde al solitario ruiseñor, se hubiera jurado ser otra Dulcelina, y amar a Dios, y sólo a Dios, con el dulce nombre de Jesús, en la soledad del claustro, o como Santa Dulcelina, en el mundo secular, pero en aquel siglo de Susacasa, que era más solitario que un convento; de todas suertes, de seguro aquel día, a tal hora, bajo aquel laurel, ante aquel canto, Berta habría llorado de amor infinito, hubiera consagrado su vida a su culto. Cuando las circunstancias permitieron ya al capitán pensar en el aspecto civil de su felicidad suprema, se ofreció a sí mismo, a fuer de amante y caballero, volver cuanto antes a Posadorio, renunciar a sus armas y pedir la mano de su esposa a los hermanos, que a un guerrero liberal no se la darían. Berta, inocente en absoluto, comprendió que había pasado algo grave, pero no lo irreparable. Calló, más por la dulzura del misterio que por terror de las consecuencias de sus revelaciones. El capitán prometió volver a casarse. Estaba bien. No estaba de más eso; pero la dicha ya la tenía ella en el alma. Esperaría cien años. El capitán, como un cobarde, huye el peligro de la muerte; vuelve a sus banderas por ceremonia, por cumplir, dispuesto a salvar el cuerpo y pedir la absoluta; su vida no es suya, piensa él, es del honor de Berta. 

Pero el hombre propone y el héroe dispone. Una tarde, a la misma hora en que cantaba el ruiseñor de Berta y de santa Dulcelina, el capitán liberal oye cantar al bronce el himno de la guerra; como un amor supremo; la muerte gloriosa le llama desde una trinchera; sus soldados esperan el ejemplo, y el capitán lo da; y en un deliquio de santa valentía entrega el cuerpo a las balas, y el alma a Dios, aquel bravo que sólo fue feliz dos veces en la vida, y ambas para causar una desgracia y engendrar un desgraciado. Todo esto, traducido al único lenguaje que quisieron entender los hermanos Rondaliegos, quiso decir que un infame liberal, mancillando la hospitalidad, la gratitud, la amistad, la confianza, la ley, la virtud, todo lo santo, les había robado el honor y había huido.

Jamás supieron de él. Berta tampoco. No supo que el elegido de su alma no había podido volver a buscarla para cumplir con la Iglesia y con el mundo, porque un instinto indomable le había obligado a cumplir antes con su bandera. El capitán había salido de Zaornín al día siguiente de su ventura.

La herencia, que permanecía sin dividir, se partió, y a Berta se le dejó, además de lo poco que le tocaba, el usufructo de todo Susacasa, Posadorio inclusive: ya que había manchado la casa solariega pecando allí, se le dejaba el lugar de su deshonra, donde estaría más escondida que en parte alguna. Bien comprendió ella, cuando renunció a la esperanza de que volviera su capitán, que el mundo debía en adelante ser para la joven deshonrada aquel rincón perdido, oculto por la verdura que lo rodeaba y casi sumergía. Muchos años pasaron antes que los Rondaliegos empezasen, si no a perdonar, a olvidar; dos murieron con sus rencores, uno en la guerra, a la que se arrojó desesperado; ... Ambos habían gastado todo su patrimonio en servicio de la causa que defendían. Los otros dos también contribuyeron con su hacienda en pro de don Carlos, pero no expusieron el cuerpo a las balas; llegaron a viejos, y estos eran los que, de cuando en cuando, volvían a visitar el teatro de su deshonra. Ya no lo llamaban así. El secreto que habían sabido guardar había quitado a la deshonra mucho de su amargura; después, los años, pasando, habían vertido sobre la caída de Berta esa prescripción que el tiempo tiende, como un manto de indulgencia hecho de capas de polvo, sobre todo lo convencional. La muerte, acercándose, traía a los Rondaliegos pensamientos de más positiva seriedad; la vejez perdonaba en silencio a la juventud lejanos extravíos de que ella, por su mal, no era capaz siquiera; Berta se había perdonado a sí propia también, sin pensar apenas en ello; pero seguía en el retiro que le habían impuesto, y que había aceptado por gusto, por costumbre, como el ave del soneto de Lope, aquella que se volvió por no ver llorar a una mujer, Berta llegó a no comprender la vida fuera de Posadorio.

Aquellos hombres buenos, bondadosos, dulces, suaves, caballeros sin tacha, fueron cuatro Herodes contra una sola criatura, que a ellos se les antojó baldón de su linaje. Era el liberal, el traidor, el infame. Los dos últimos Rondaliegos murieron en Posadorio, con dos años de intervalo. Al primero, que era el hermano mayor, nada se atrevió a preguntarle Berta a la hora de la muerte: cerca del lecho, mientras él agonizaba, despejada la cabeza, expedita la palabra, Berta, en pie, le miraba con mirada profunda, sin preguntar ni con los ojos, pero pensando. El hermano moribundo miraba también a veces a los ojos de Berta; pero nada decía de aquella respuesta que debía dar sin necesidad de pregunta; nada decía ni con labios ni con ojos Y, sin embargo, Berta adivinaba que él también pensaba en el muerto o perdido. Y poco después cerraba ella misma, anegada en llanto, aquellos ojos que se llevaban un secreto. Cuando moría el último hermano, Berta, que se quedaba sola en el mundo, se arrojó sobre el pecho flaco del que expiraba, y sin compasión más que para su propia angustia, preguntó desolada, invocando a Dios y el recuerdo de sus padres, que ni él ni ella habían conocido; preguntó. «¿Murió? ¿Murió? ¿Lo sabes de fijo? ¡Júramelo, Agustín; júramelo por el Señor, a quien vas a ver cara a cara!». Y Agustín, el menor de los Rondaliegos, miró a su hermana, ya sin verla, y lloró la lágrima con que suelen las almas despedirse del mundo.


Una tarde de agosto, cuando ya el sol no quemaba y de soslayo sacaba brillo a la ropa blanca tendida en la huerta en declive, y encendía un diamante en la punta de cada hierba, que, cortada al rape por la guadaña, parecía punta de acero, doña Berta, después de contemplar desde la casa de arriba las blancuras y verdores de su dominio, con una brisa de alegría inmotivada en el alma, se puso a canturriar una de aquellas baladas románticas que había aprendido en su inocente juventud, y que se complacía en recordar cuando no estaba demasiado triste, ni Sabel delante, ni cerca. En presencia de la criada, su vetusto sentimentalismo le daba vergüenza. Pero en la soledad completa, la dama sorda cantaba sin oírse, oyéndose por dentro, con desafinación tan constante como melancólica, una especie de aires, que podrían llamarse el canto llano del romanticismo músico. La letra, apenas pronunciada, era no menos sentimental que la música, y siempre se refería a grandes pasiones contrariadas o al reposo idílico de un amor pastoril y candoroso.
Doña Berta, después de echar una mirada por entre las ramas de perales y manzanos para ver si Sabel andaba por allá abajo, cerciorada de que no había tal estorbo en la huerta, echó al aire las perlas de su repertorio; y mientras, inclinada y regadera en mano, iba refrescando plantas de pimientos, y limpiando de caracoles árboles y arbustos (su prurito era cumplir con varias faenas a un tiempo), su voz temblorosa decía:

Ven, pastora, a mi cabaña,
Deja el monte, deja el prado,
Deja alegre tu ganado
Y ven conmigo a la mar...

Llegó al extremo de la huerta, y frente al postigo que comunicaba con el monte, bosque de robles, pinos y castaños, se irguió y meditó. Se le había antojado salir por allí, meterse por el monte arriba entre helechos y zarzas. Años hacía que no se le había ocurrido tal cosa; pero sentía en aquel momento un poco de sol de invierno en el alma; el cuerpo le pedía aventuras, atrevimientos. ¡Cuántas veces, frente a aquel postigo, escondido entre follaje oscuro, había soñado su juventud que por allí iba a entrar su felicidad, lo inesperado, lo poético, lo ideal, lo inaudito! Después, cuando esperaba a su sueño de carne y hueso; a su capitán que no volvió, por aquel postigo le esperaba también. Dio vuelta a la llave, levantó el picaporte y salió al monte. A los pocos pasos tuvo que sentarse en el santo suelo, separando espinas con la mano; la pendiente era ardua para ella; además, le estorbaban el paso los helechos altos y las plantas con pinchos. Sentada a la sombra siguió cantando:

Y juntos en mi barquilla...

Un ruido en la maleza, que llegó a oír cuando ya estuvo muy próximo, le hizo callar, como un pájaro sorprendido en sus soledades; se puso en pie, miró hacia arriba y vio delante de sí un guapo mozo, como de treinta años a treinta y cinco, moreno, fuerte, de mucha barba, y vestido, aunque con descuido -de cazadora y hongo flexible, pantalón demasiado ancho- con ropa que debía ser buena y elegante; en fin, le pareció un joven de la corte, a pesar del desaliño. Colgada de una correa pendiente del hombro, traía una caja. Se miraban en silencio, los dos parados. Doña Berta, conoció que por fin el desconocido la saludaba, y, sin oírle, contestó inclinando la cabeza. Ella no tenía miedo, ¿por qué? Pero estaba pasmada y un poco contrariada. Un señorito tan señorito, tan de lejos, ¿cómo había ido a parar al bosque de Susacasa? ¡Si por allí no se iba a ninguna parte; si aquello era el finibusterre del...! La ofendía un poco un viajero que atravesaba sus dominios. Llegaron a explicarse. Ella, sin rodeos, le dijo que era sorda, y el ama de todo aquello que veía. ¿Y él? ¿Quién era él? ¿Qué hacía por allí? Aunque el recibimiento no fue muy cortés, ambos estaban comprendiendo que simpatizaban; ella comprendió más: que aquel señorito la estaba admirando. A las pocas palabras hablaban como buenos amigos; la exquisita amabilidad de ambos se sobrepuso a las asperezas del recelo, y cuando minutos después entraban por el postigo en la huerta, ya sabía doña Berta quién era aquel hombre. Era un pintor ilustre, que mientras dejaba en Madrid su última obra maestra colgada donde la estaba admirando media España, y dejaba a la crítica ocupada en cantar las alabanzas de su paleta, él huía del incienso y del estrépito, y a solas con su musa, la soledad, recorría los valles y vericuetos asturianos, sus amores del estío, en busca de efectos de luz, de matices del verde de la tierra y de los grises del cielo. Palmo a palmo conocía todos los secretos de belleza natural de aquellos repliegues de la marina; y por fin, más audaz o afortunado que romanos y moros, había llegado, rompiendo por malezas y toda clase de espesuras, al mismísimo bosque de Zaornín y al monte mismísimo de Susacasa, que era como llegar al riñón del riñón del misterio.
-¿Le gusta a usted todo esto? -preguntaba doña Berta al pintor, sonriéndole, sentados los dos en un sofá del salón, que resonaba con las palabras y los pasos.
-Sí, señora; mucho, muchísimo -respondió el pintor con voz y gesto para que se le entendiera mejor.
Y añadió por lo bajo:
-Y me gustas tú también, anciana insigne, bargueño humano.
En efecto; el ilustre artista estaba encantado. El encuentro con doña Berta le había hecho comprender el interés que puede dar al paisaje un alma que lo habita. Susacasa, que le había hecho cantar, al descubrir sus espesuras y verdores, acordándose de Gayarre:

O paradiso...
Tu m'apartieni...

adquiría de repente un sentido dramático, una intención espiritual al mostrarse en medio del monte aquella figura delgada, llena de dibujo en su flaqueza, y cuyos colores podían resumirse diciendo: cera, tabaco, ceniza. Cera la piel, ceniza la cabeza, tabaco los ojos y el vestido. Poco a poco doña Berta había ido escogiendo, sin darse cuenta, batas y chales del color de las hojas muertas; y en cuanto a su cabellera, algo rizosa, al secarse se había quedado en cierto matiz que no era el blanco de plata, sino el recuerdo del color antiguo, más melancólico que el blanco puro, como ese obstinado rosicler del crepúsculo en los días largos, que no se decide a ceder el horizonte al negro de la noche. Al pintor le parecía aquella dama con aquellos colores y aquel dibujo ojival, copia de una miniatura en marfil. Se le antojaba escapada del país de un abanico precioso de fecha remota. Según él, debía de oler a sándalo.

El artista aceptó el chocolate y el dulce de conserva que le ofreció doña Berta de muy buena gana. Refrescaron en la huerta, debajo de un laurel real, hijo o nieto del otro. Habían hablado mucho. Aunque él había procurado que la conversación le dejase en la sombra, para observar mejor, y fuese toda la luz a caer sobre la historia de la anciana y sobre sus dominios, la curiosidad de doña Berta, y al fin el placer que siempre causa comunicar nuestras penas y esperanzas a las personas que se muestran inteligentes de corazón, hicieron que el mismo pintor se olvidara a ratos de su estudio para pensar en sí mismo. También contó su historia, que venía a ser una serie de ensueños y otra serie de cuadros. En sus cuadros iba su carácter. Naturaleza rica, risueña, pero misteriosa, casi sagrada, y figuras dulces, entrañables, tristes o heroicas, siempre modestas, recatadas... y sanas. Había pintado un amor que había tenido en una fuente; el público se había enamorado también de su colunguesa; pero él, el pintor, al volver por la primavera, tal vez a casarse con ella, la encontró muriendo tísica. Como este recuerdo le dolía mucho al pintor, por egoísmo volvió a olvidarse de sí mismo; y por asociación de ideas, con picante curiosidad, osó preguntar a aquella dama, entre mil delicadezas, si ella no había tenido amores y qué había sido de ellos.  Y doña Berta, ante aquella dulzura, ante aquel candor retratado en aquella sonrisa del genio moreno, lleno de barbas; ante aquel dolor de un amante que había sido leal, sintió el pecho lleno de la muerta juventud, como si se lo inundara de luz misteriosa la presencia de un aparecido, el amor suyo; y con el espíritu retozón y aventurero que le había hecho cantar poco antes y salir al bosque, se decidió a hablar de sus amores, omitiendo el incidente deshonroso, aunque con tan mal arte, que el pintor, hombre de mundo, atando cabos y aclarando obscuridades que había notado en la narración anterior referente a los Rondaliegos, llegó a suponer algo muy parecido a la verdad que se ocultaba; igual en sustancia. Así que, cuando ella le preguntaba si, en su opinión, el capitán había sido un traidor o habría muerto en la guerra, él pudo apreciar en su valor la clase de traición que habría que atribuir al liberal, y se inclinó a pensar, por el carácter que ella le había pintado, que el amante de doña Berta no había vuelto... porque no había podido. Y los dos quedaron silenciosos, pensando en cosas diferentes. Doña Berta pensaba: «¡Parece mentira, pero es la primera vez en la vida que hablo con otro de estas cosas!». Y era verdad; jamás en sus labios habían estado aquellas palabras, que eran toda la historia de su alma. El pintor, saliendo de su meditación, dijo de repente algo por el estilo: 
--A mí se me figura en este momento ver la causa de la eterna ausencia de su capitán, señora. Un espíritu noble como el suyo, un caballero de la calidad de ese que usted me pinta, vuelve de la guerra a cumplir a su amada una promesa..., a no ser que la muerte gloriosa le otorgue antes sus favores. Su capitán, a mi entender, no volvió..., porque, al ir a recoger la absoluta, se encontró con lo absoluto, el deber; ese liberal, que por la sangre de sus heridas mereció conocer a usted y ser amado, mi respetable amiga; ese capitán, por su sangre, perdió el logro de su amor. Como si lo viera, señora: no volvió porque murió como un héroe...

Iba a hablar doña Berta, cuyos ojillos brillaban con una especie de locura mística; pero el pintor tendió una mano, y prosiguió diciendo: 

-Aquí nuestra historia se junta, y verá usted cómo hablándola del por qué de mi último cuadro, el que me alaban propios y extraños, sin que él merezca tantos elogios, queda explicado el por qué yo presumo, siento, que el capitán de usted se portó como el mío. Yo también tengo mi capitán. Era un amigo del alma...; es decir, no nos tratamos mucho tiempo; pero su muerte, su gloriosa y hermosa muerte, le hizo el íntimo de mis visiones de pintor que aspira a poner un corazón en una cara. Mi último cuadro, señora, ese de que hasta usted, que nada quiere saber del mundo, sabía algo por los periódicos que vienen envolviendo garbanzos y azúcar, es... seguramente el menos malo de los míos. ¿Sabe usted por qué? Porque lo vi de repente, y lo vi en la realidad primero. Años hace, cuando la segunda guerra civil, yo, aunque ya conocido y estimado, no había alcanzado esto que llaman... la celebridad, y acepté, porque me convenía para mi bolsa y mis planes, la plaza de corresponsal que un periódico ilustrado extranjero me ofreció, para que le dibujase cuadros de actualidad, de costumbres españolas, y principalmente de la guerra. Con este encargo, y mi gran afición a las emociones fuertes, y mi deseo de recoger datos, dignos de crédito para un gran cuadro de heroísmo militar con que yo soñaba, me fui a la guerra del Norte, resuelto a ver muy de cerca todo lo más serio de los combates, de modo que el peligro de mi propia persona me facilitase esta proximidad apetecida. Busqué, pues, el peligro, no por él, sino por estar cerca de la muerte heroica. Se dice, y hasta lo han dicho escritores insignes, que en la guerra cada cual no ve nada grande, nada poético. No es verdad esto... para un pintor. A lo menos para un pintor de mi carácter. Pues bueno; en aquella guerra conocí a mi capitán; él me permitió lo que acaso la disciplina no autorizaba: estar a veces donde debía estar un soldado. Mi capitán era un bravo y un jugador; pero jugaba tan bien, era tan pundonoroso, que el juego en él parecía una virtud, por las muchas buenas cualidades que le daba ocasión para ejercitar. Un día le hablé de su arrojo temerario, y frunció el ceño. «Yo no soy temerario -me dijo con mal humor-; ni siquiera valiente; tengo obligación de ser casi un cobarde... Por lo menos debo mirar por mi vida. Mi vida no es mía...; es de un acreedor. Un compañero, un oficial, no ha mucho me libró de la muerte, que iba a darme yo mismo, porque, por primera vez de mi vida, había jugado lo que no tenía, había perdido una cantidad... que no podía entregar al contrario; mi compañero, al sorprender mi desesperación, que me llevaba al suicidio, vino en mi ayuda; pagué con su dinero..., y ahora debo dinero, vida y gratitud. Pero el amigo me advirtió; después que ya era imposible devolverle aquella suma, que con ella había puesto su honra en mis manos... 'Vive -me dijo-, para pagarme trabajando, ahorrando, como puedas: esa cantidad de que hoy pude disponer, y dispuse para salvar tu vida, tendré un día que entregarla, y si no la entrego, pierdo la fama. Vive para ayudarme a recuperar esa fortunilla y salvar mi honor'. Dos honras, la suya y la mía, penden, pues, de mi existencia; de modo, señor artista, que huyo o debo huir de las balas. Pero tengo dos vicios: la guerra y el juego: y como ni debo jugar ni debo morir, en cuanto honrosamente pueda, pediré la absoluta; y, entre tanto, seré aquí muy prudente». Así, señora, poco más o menos me habló mi capitán; y yo noté que al siguiente día, en un encuentro, no se aventuró demasiado; pero pasaron semanas, hubo choques con el enemigo y él volvió a ser temerario; mas yo no volví a decirle que me lo parecía. Hasta que, por fin, llegó el día de mi cuadro...

El pintor se detuvo. Tomó aliento, reflexionó a su modo, es decir, recompuso en su fantasía el cuadro, no según su obra maestra, sino según la realidad se lo había ofrecido. 

Doña Berta, asombrada, agradeciendo al artista las voces que este daba para que ella no perdiese ni una sola palabra, escuchó la historia del cuadro célebre, y supo que en un día ceniciento, frío, una batalla decisiva había llevado a los soldados de aquel capitán al extremo de la desesperación, que acaba en la fuga vergonzosa o en el heroísmo. Iban a huir todos, cuando el jugador, el que debía su vida a un acreedor, se arrojó a la muerte segura, como arrojaba a una carta toda su fortuna; y la muerte le rodeó como una aureola de fuego y de sangre; a la muerte y a la gloria arrastró consigo a muchos de los suyos. Mas antes hubo un momento, el que se había grabado como a la luz de un relámpago en el recuerdo del artista, llenando su fantasía; un momento en que en lo alto de un reducto, el capitán jugador brilló solo, como en una apoteosis, mientras más abajo y más lejos los soldados vacilaban, el terror y la duda pintados en el rostro. 

--El gesto de aquel hombre, el que milagrosamente pude conservar con absoluta actitud y trasladarlo a mi idea, era de una expresión singular, que lo apartaba de todo lo clásico y de todo lo convencional; no había allí las líneas canónicas que podrían mostrar el entusiasmo bélico, el patriotismo exaltado; era otra cosa muy distinta...; había dolor, había remordimientos, había la pasión ciega y el impulso soberano en aquellos ojos, en aquella frente, en aquella boca, en aquellos brazos; bien se veía que aquel soldado caía en la muerte heroica como en el abismo de una tentación fascinadora a que en vano se resiste. El público y la crítica se han enamorado de mi capitán; ha traducido cada cual a su manera aquella idealidad del rostro y de todo el gesto; pero todos han visto en ello lo mejor del cuadro, lo mejor de mi pincel; ven una lucha espiritual misteriosa, de fuerza intensa, y admiran sin comprender, echándose a adivinar al explicar su admiración. El secreto de mi triunfo lo sé yo; es este, señora, lo que yo vi aquel día en aquel hombre que desapareció entre el humo, la sangre y el pánico, que después vino a oscurecerlo todo. Los demás tuvimos que huir al cabo; su heroísmo fue inútil...; pero mi cuadro conservará su recuerdo. Lo que no sabrá el mundo es que mi capitán murió faltando a su palabra de no buscar el peligro... 

--¡Así murió el mío! -exclamó exaltada doña Berta, poniéndose en pie, tendiendo una mano como inspirada-. ¡Sí, el corazón me grita que él también me abandonó por la muerte gloriosa! 

Y doña Berta, que en su vida había hecho frases ni ademanes de sibila, se dejó caer en su silla, llorando, llorando con una solemnidad que sobrecogió al pintor y le hizo pensar en una estatua de la Historia vertiendo lágrimas sobre el polvo anónimo de los heroísmos oscuros, de las grandes virtudes desconocidas, de los grandes dolores sin crónica. 

Pasó una brisa fría; tembló la anciana, levantose, y con un ademán indicó al pintor que la siguiera. Volvieron al salón; y doña Berta, medio tendida en el sofá, siguió sollozando.
Sabelona entró silenciosa y encendió todas las luces de los candelabros de plata que adornaban una consola. Le pareció a ella que era toda una inspiración, para dar tono a la casa, aquella ocurrencia de iluminar, sin que nadie se lo mandara, el salón oscuro. La noche se echaba encima sin que lo notaran ni el pintor ni doña Berta. Mientras esta ocultaba el rostro con las manos, porque Sabel no viera su enternecimiento, el artista se puso a pasear sus emociones hondas y vivas por el largo salón, cabizbajo. Pero al llegar junto a la consola, la luz le llamó la atención, levantó la cabeza, miró en torno de sí, y vio en la pared, cara a cara, el retrato de una joven vestida y peinada a la moda de hacía cuarenta y más años. Tardó en distinguir bien aquellas facciones; pero cuando por fin la imagen completa se le presentó con toda claridad, sintió por todo el cuerpo el ziszás de un escalofrío como un latigazo. Por señas preguntó a Sabelona quién era la dama pintada; y Sabel, con otro gesto y gran tranquilidad, señaló a la anciana, que seguía con el rostro escondido entre las manos. Salió Sabelona de la estancia en puntillas, que este era su modo de respetar los dolores de los amos cuando ella no los comprendía; y el pintor, que, pálido y como con miedo, seguía contemplando el retrato, no sintió que dos lágrimas se le asomaban a los ojos. Y cuando volvió a su paseo sobre los tablones de castaño, que crujían, iba pensando: «Estas cosas no caben en la pintura; además, por lo que tienen de casuales, de inverosímiles, tampoco caben en la poesía: no caben más que en el mundo... y en los corazones que saben sentirlas». Y se paró a contemplar a doña Berta, que, ya más serena, había cesado de llorar, pero con las manos cruzadas sobre las flacas rodillas, miraba al suelo con ojos apagados. El amor muerto, como un aparecido, volvía a pasar por aquel corazón arrugado, yerto; como una brisa perfumada en los jardines, que besa después los mármoles de los sepulcros.
-Amigo mío -dijo la anciana, poniéndose en pie y secando las últimas lágrimas con los flacos dedos, que parecían raíces-; hablando de mis cosas se nos ha pasado el tiempo, y usted... ya no puede buscar albergue en otra parte; llega la noche. Lo siento por el qué dirán -añadió sonriendo-; pero... tiene usted que quedarse a cenar y a dormir en Posadorio.
El pintor aceptó de buen grado y sin necesidad de ruegos.
-Pienso pagar la posada -dijo.
-¿Cómo?
-Sacando mañana una copia de ese retrato; unos apuntes para hacer después en mi casa otro... que sea como ese, en cuanto a la semejanza con el original... si es que la tiene.
-Dicen que sí -interrumpió doña Berta, encogiendo los hombros con una modestia póstuma, graciosa en su triste indiferencia-. Dicen -prosiguió- que se parece como una gota a otra gota, a una Berta Rondaliego, de que yo apenas hago memoria.
-Pues bien; mi copia, dicho sea sin jactancia... será algo menos mala que esa, en cuanto pintura...; y exactamente fiel en el parecido.
Y dicho y hecho; a la mañana siguiente, el pintor, que había dormido en el lecho de nogal en que había expirado el último Rondaliego, se levantó muy temprano; hizo llevar el cuadro a la huerta, y allí, al aire libre, comenzó su tarea. Comió con doña Berta, contemplándola atento cuando ella no le miraba, y después del café continuó su trabajo. A media tarde, terminados sus apuntes, recogió sus bártulos, se despidió con un cordialísimo abrazo de su nueva amiga, y por el Aren adelante desapareció entre la espesura, dando el último adiós desde lejos con un pañuelo blanco que tremolaba como una bandera.
Otra vez se quedó sola doña Berta con sus pensamientos; pero ¡cuán otros eran! Su capitán, de seguro, no había vuelto porque no había podido; no había sido un malvado, como decían los hermanos; había sido un héroe... Sí, lo mismo que el otro, el capitán del pintor, el jugador que jugaba hasta la honra por ganar la gloria... Los remordimientos de doña Berta, que aún más que remordimientos eran saudades, se irritaron más y más desde aquel día en que una corazonada le hizo creer con viva fe que su amante había sido un héroe, que había muerto en la guerra, y por eso no había vuelto a buscarla.  Imaginando estas y otras amarguras semejantes, sorprendió a doña Berta el mensaje que, al cabo de ocho días, le envió el pintor por un propio. Un aldeano, que desapareció en seguida sin esperar propina ni refrigerio, dejó en poder de doña Berta un gran paquete que contenía una tarjeta del pintor y dos retratos al óleo; uno era el de Berta Rondaliego, copia fiel del cuadro que estaba sobre la consola en el salón de Posadorio, pero copia idealizada y llena de expresión y vida, gracias al arte verdadero. Doña Berta, que apenas se reconocía en el retrato del salón, al mirar el nuevo, se vio de repente en un espejo... de hacía más de cuarenta años. El otro retrato que le enviaba el pintor tenía un rótulo al pie, que decía en letras pequeñas, rojas: «Mi capitán». No era más que una cabeza: doña Berta, al mirarlo, perdió el aliento y dio un grito de espanto. Aquel mi capitán era también el suyo... el suyo, mezclado con ella misma, con la Berta de hacía cuarenta años, con la que estaba allí al lado... Juntó, confrontó las telas, vio la semejanza perfecta que el pintor había visto entre el retrato del salón y el capitán de sus recuerdos, y de su obra maestra; pero además, y sobre todo, vio otra semejanza, aún más acentuada, en ciertas facciones y en la expresión general de aquel rostro, con las facciones y la expresión que ella podía evocar de la imagen que en su cerebro vivía, grabada con el buril de lo indeleble, como la gota labra la piedra. El amor único, muerto, siempre escondido, había plasmado en su fantasía una imagen fija, indestructible, parecida a su modo a ese granito pulimentado por los besos de muchas generaciones de creyentes que van a llorar y esperar sobre los pies de una Virgen o de un santo de piedra. El capitán del pintor era como una restauración del retrato del otro capitán que ella veía en su cerebro, algo borrado por el tiempo, con la pátina obscura de su escondido y prolongado culto; ahumado por el holocausto del amor antiguo, como lo están los cuadros de iglesia por la cera y el incienso. . Ello fue que cuando Sabelona vino a llamar a doña Berta, la encontró pálida, desencajado el rostro y medio desvanecida. No dijo más que «Me siento mal», y dejó que la criada la acostara. Al día siguiente vino el médico del concejo, y se encogió de hombros. No recetó. «Es cosa de los años», dijo. A los tres días, doña Berta volvía a correr por la casa más ágil que nunca, y con un brillo en los ojos que parecía de fiebre. Sabelona vio con asombro que a la siguiente madrugada salía de Posadorio un propio con una carta lacrada. ¿A quién escribía la señorita? ¿Qué podía haber en el mundo, por allá lejos, que la importase a ella? El ama había escrito al pintor; sabía su nombre y el del concejo en que solía tener su posada durante el verano; pero no sabía más, ni el nombre de la parroquia en que estaba el rústico albergue del artista, ni si estaría él entonces en su casa, o muy lejos, en sus ordinarias excursiones.
la siguiente madrugada salía de Posadorio un propio con una carta lacrada. ¿A quién escribía la señorita? ¿Qué podía haber en el mundo, por allá lejos, que la importase a ella? El ama había escrito al pintor; sabía su nombre y el del concejo en que solía tener su posada durante el verano; pero no sabía más, ni el nombre de la parroquia en que estaba el rústico albergue del artista, ni si estaría él entonces en su casa, o muy lejos, en sus ordinarias excursiones.
El propio volvió a los cuatro días, sin contestación y sin la carta de la señorita. Después de muchos afanes, de mil pesquisas, en la capital del concejo le habían admitido la misiva, dándole seguridades de entregar el pliego al pintor, que estaría de vuelta en aquella fonda en que esto le decían, antes de una semana. Buscarle inmediatamente era inútil. Podía estar muy cerca, o a veinte leguas. Se deslizaron días y días, y doña Berta aguardaba en vano, casi loca de impaciencia, noticias del pintor. En tanto, su carta, en que iba entre medias palabras el secreto de su honra, andaba por el mundo en manos de Dios sabía quién. Pasaron tristes semanas, y la pobre anciana, de flaquísima memoria, comenzó a olvidar lo que había escrito al pintor. Recordaba ya sólo, vagamente, que le declaraba de modo implícito su pecado, y que le pedía, por lo que más amase, noticias de su capitán: ¿cómo se llamaba?, ¿quién era?, ¿su origen?, ¿su familia?, y además quería saber quién había dado aquel dinero al pobre héroe que había muerto sin pagar; cómo sería posible encontrar al acreedor... Y, por último, ¡qué locura!, le preguntaba por el cuadro, por la obra maestra. ¿Era suya aún? ¿Estaba ya vendida? ¿Cuánto podría costar? ¿Alcanzaría el dinero que le quedase a ella, después de vender todo lo que tenía y de pagar al acreedor del... capitán, para comprar el cuadro? Sí, de todo esto hablaba en la carta, aunque ya no se acordaba cómo; pero de lo que estaba segura era de que no se volvía atrás. En la cama, en los pocos días que tuvo que permanecer en ella, había resuelto aquella locura, de que no se arrepentía. Sí, sí, estaba resuelta; quería pagar la deuda ..., quería comprar el cuadro que representaba la muerte heroica ... ,  y que contenía el cuerpo entero ... en el momento de perder la vida. Ella no tenía idea aproximada de lo que podían valer Susacasa, Posadorio y el Aren vendidos; ni la tenía remota siquiera de la deuda ... y del precio del cuadro. Pero no importaba. Por eso quería enterarse, por eso había escrito al pintor.
No podía; el que ella veía era un bravo capitán, de pie sobre un reducto, entre fuego y humo...; era la cabeza que el pintor le había regalado. «Esto es -se decía- como si a mis años me quisiera enamorar... y no pudiera». Y sin embargo, su resolución era absoluta. Con ayuda del pintor, o sin ella, buscaría el cuadro, lo vería, ¡oh, sí, verlo antes de morir!, y buscaría al acreedor o a sus herederos, y les pagaría la deuda.
El mozo rubio tuvo lástima; los otros no. Impacientes, echaron mano a la tela, en tanto que su compañero, con mucha prisa, acercaba la escalera; y mientras la sujetaba por un lado para que no se moviera, daba la mano a doña Berta, que, apresurada y temblorosa, subía con gran trabajo uno a uno aquellos travesaños gastados y resbaladizos. Subió cinco, se agarró con toda la fuerza que tenía a la madera, y, doblando el cuello, contempló el lienzo famoso... que se movía, pues los obreros habían comenzado a levantarlo. Como un fantasma ondulante, como un sueño, vio entre humo, sangre, piedras, tierra, colorines de uniformes, una figura que la miró a ella un instante con ojos de sublime espanto, de heroico terror...: la figura de su capitán, del que ella había encontrado, manchado de sangre también, a la puerta de Posadorio. Sí, era su capitán, mezclado con ella misma, con su hermano mayor; era un Rondaliego injerto en el esposo de su alma. Pero pasó como un relámpago, moviéndose en ziszás, supino como si le llevaran a enterrar... Iba con los brazos abiertos, una espada en la mano, entre piedras que se desmoronan y arena, entre cadáveres y bayonetas. No podía fijar la imagen; apenas había visto más que aquella figura que le llenó el alma de repente, tan pálida, ondulante, desvanecida entre otras manchas y figuras... Pero la expresión de aquel rostro, la virtud mágica de aquella mirada, eran fijas, permanecían en el cerebro... Y al mismo tiempo que el cuadro desaparecía, llevado por los operarios, la vista se le nublaba, a doña Berta, que perdía el sentido, se desplomaba y venía a caer, deslizándose por la escalera, en los brazos del mozo compasivo que la había ayudado en su ascensión penosa. 
Aquello también era un cuadro; parecía a su manera, un Descendimiento. 


Entonces fue cuando supo por qué el pintor amigo no había contestado a la carta que le había enviado por un propio: supo que el compañero de su oficial, el artista insigne y simpático que había cambiado la vida de la última Rondaliego al final de su carrera, aquel aparecido del bosque... había muerto allá en la tierra, en una de aquellas excursiones suyas en busca de lecciones de la Naturaleza.

«¡Figúrense ustedes -decía en su tertulia de notabilidades de la banca y de la política-, figúrense ustedes que quiere comprarme el último cuadro de Valencia!». Carcajadas unánimes respondían siempre a estas palabras. 
El último cuadro de Valencia se lo había arrancado aquel prócer cubano al mismísimo Gobierno a fuerza de dinero y de intrigas diplomáticas. Habían venido hasta recomendaciones del extranjero para que el pobre diablo del Ministro de Fomento tuviera que ceder, reconociendo la prioridad del dinero. Además la justicia, la caridad, estaban de parte del fúcar. Los herederos de Valencia, que eran los hospitales, según su testamento, salían ganando mucho más con que el cubano se quedara con la joya artística; pues el Gobierno no había podido pasar de la cantidad fijada como precio al cuadro en vida del pintor, y el comprador pagaba su justo precio en consideración a ser venta póstuma. La cantidad a entregar había triplicado por el accidente de haber muerto el autor del cuadro aquel otoño, allá en Asturias, en un poblachón obscuro de los puertos, a consecuencia de un enfriamiento, de una gran mojadura. En la preferencia dada a ... había habido algo de irregularidad legal; pero lo justo, en rigor, era que se llevase el cuadro el que había dado más por él.


El cuadro, metido en su marco dorado, fijo en la pared, en aquella estancia lujosa, entre muchas otras maravillas del arte, le parecía otro a doña Berta. Ahora le contemplaba a su placer; leía en las facciones y en la actitud del héroe que moría sobre aquel montón sangriento y glorioso de tierra y cadáveres, en una aureola de fuego y humo; leía todo lo que el pintor había querido expresar; pero... no siempre reconocía a ... Según las luces, según el estado de su propio ánimo, según había comido y bebido, así adivinaba o no en aquel capitán del cuadro famoso a su capitán. La primera vez que sintió vacilar su fe, que sintió la duda, tuvo escalofríos, y le corrió por el espinazo un sudor helado como de muerte.
Si perdía aquella íntima convicción de que el capitán del cuadro era su amado, ¿qué iba a ser de ella? ¡Cómo entregar toda su fortuna, cómo abismarse en la miseria por adquirir un pedazo de lienzo que no sabía si era o no el sudario de la imagen de su ...! ¡Cómo consagrarse después a buscar al acreedor o a su familia para pagarles la deuda de aquel héroe, si no era su ...!
¡Y para dudar, para temer engañarse había entregado a la avaricia y la usura su Posadorio, su verde Aren! ¡Para dudar y temer había ella consentido en venir a Madrid, en arrojarse al infierno de las calles, a la batalla diaria de los coches, caballos y transeúntes!
Repitió sus visitas al palacio, con toda la frecuencia que le consentían. Hubo día de acudir a su puesto, frente al cuadro, por mañana y tarde. Las propinas alentaban la tolerancia de los criados. En cuanto salía de allí, el anhelo de volver se convertía en fiebre. Cuando dudaba, era cuando más deseaba tornar a su contemplación, para fortalecer su creencia, abismándose como una extática en aquel rostro, en aquellos ojos a quien quería arrancar la revelación de su secreto. ¿Era o no era su ...? «Sí, sí», decía unas veces el alma. «Pero, ingrata, ¿ni aun ahora me reconoces?» parecían gritar aquellos labios entreabiertos. Y otras veces los labios callaban y el alma de doña Berta decía: «¡Quién sabe, quién sabe! Puede ser casualidad el parecido, casualidad y aprensión. ¿Y si estoy loca? Por lo menos, ¿no puedo estar chocha? Pero ¿y el tener algo de mi capitán y algo mío, de todos los Rondaliegos? ¡Es él... no es él!...».

Ella sabía cuánto iba a dar por él, tiempo atrás, el Estado. Su caudal alcanzaba a tal suma, y aún sobraban miles de pesetas para pagar la deuda de su hijo, si los acreedores parecían. 

Entonces fue cuando supo por qué el pintor amigo no había contestado a la carta que le había enviado por un propio: supo que el compañero de su oficial, el artista insigne y simpático que había cambiado la vida de la última Rondaliego al final de su carrera, aquel aparecido del bosque... había muerto allá en la tierra, en una de aquellas excursiones suyas en busca de lecciones de la Naturaleza.

¡Y el cuadro de su capitán, por causa de aquella muerte, valía ahora tantos miles de duros, que todo Susacasa, aunque fuese tres veces más grande, no bastaría para pagar aquellas pocas varas de tela!

Una tarde, al saber la de Rondaliego que el de la Habana se iba y se llevaba su museo, pálida como nunca, sin llorar, esto a duras penas, con la voz firme al principio, pidió la última conferencia a su verdugo; y a solas, frente a su hijo, testigo mudo, muerto..., le declaró su secreto, aquel secreto que andaba por el mundo en la carta perdida al pintor difunto. Ni por esas. El dueño del cuadro ni se ablandó ni creyó aquella nueva locura. Admitiendo que no fuera todo pura fábula, pura invención de la loca; suponiendo que, en efecto, aquella señora hubiera tenido un amorío, ¿cómo podía ella asegurar que tal era el original del supuesto retrato del cuadro? Todo lo que doña Berta pudo conseguir fue que la permitieran asistir al acto solemne y triste de descolgar el cuadro y empaquetarlo para el largo viaje; se la dejaba ir a despedirse para siempre de su capitán, de su presunto amante. Algo más ofreció el millonario, un señor de su edad, aproximadamente, sano, fuerte, afable, que procuraba hacerse perdonar sus riquezas repartiendo beneficios; socorría a la desgracia, pero sin entenderla; no sentía el dolor ajeno, lo aliviaba; por la lógica llegaba a curar estragos de la miseria, no por revelaciones de su corazón, completamente ocupado con la propia dicha; guardar el secreto, por de contado; pero sin perjuicio de iniciar pesquisas para la identificación del original de aquella figura, en el supuesto de que no fuera pura fábula lo que la anciana refería. Y doña Berta se despidió hasta el día siguiente, el último, relativamente tranquila, no porque se resignase, sino porque todavía esperaba vencer. Sin duda quería Dios probarla mucho, y reservaba para el último instante el milagro. «¡Oh, pero habría milagro!».

Y aquella noche soñó doña Berta que de un pueblo remoto, allá en los puertos de su tierra, donde había muerto el pintor amigo, llegaba como por encanto, con las alas del viento, un señor notario, pequeño, pequeñísimo, casi enano, que tenía voz de cigarra y gritaba agitando en la mano un papel amarillento: «¡Eh, señores!, deténganse; aquí está el último testamento, el verdadero, el otro no vale; el cuadro de doña Berta no lo deja el autor a los hospitales; se lo regala, como es natural, a la segunda madre de su capitán, de su amigo... Con que recoja usted los cuartos, señor el de los millones, y venga el cuadro...; pase a su dueño legítimo doña Berta Rondaliego».
Despertó temprano, recordó el sueño y se puso de mal humor, porque aquella solución, que hubiera sido muy a propósito para realizar el milagro que esperaba la víspera, ya había que descartarla. ¡Ay! ¡Demasiado sabía ella, por toda la triste experiencia de su vida, que las cosas soñadas no se cumplen!
Salió al comedor a pedir el chocolate, y se encontró allí con un incidente molesto, que era importuno sobre todo, porque haciéndola irritarse, le quitaba aquella unción que necesitaba para ir a dar el último ataque al empedernido Creso y a ver si había milagro.
Ello era que la pupilera, doña Petronila, le ponía sobre el tapete (el tapete de la mesa del comedor) la cuestión eterna, única que dividía a aquellas dos pacíficas mujeres, la cuestión del gato. No se le podía sufrir, ya se lo tenía dicho; parecía montés; con sus mimos de gato único de dos viejas de edad, con sus costumbres de animal campesino, independiente, terco, revoltoso y huraño, salvaje, en suma, no se le podía aguantar. Como no había huerta adonde poder salir, ensuciaba toda la casa, el salón inclusive; rompía vasos y platos, rasgaba sillas, cortinas, alfombras, vestidos; se comía las golosinas y la carne. Había que tomar una medida. O salían de casa el gato y su ama, o esta accedía a una reclusión perpetua del animalucho en lugar seguro, donde no pudiera escaparse. Doña Berta discutió, defendió la libertad de su mejor amigo, pero al fin cedió, porque no quería complicaciones domésticas en día tan solemne para ella. El gato de Sabelona fue encerrado en la guardilla, en una trastera, prisión segura, porque los hierros del tragaluz tenían red de alambre. Como nadie habitaba por allí cerca, los gritos del prisionero no podían interrumpir el sueño de los vecinos; nadie lo oiría, aunque se volviera león o tigre para vociferar su derecho al aire libre.
Salió doña Berta de su posada, triste, alicaída, disgustada y contrariada con el incidente del gato y el recuerdo del sueño, que tan bueno hubiera sido para realidad. Era día de fiesta; la circulación a tales horas producía espanto en el ánimo de la Rondaliego. El piso estaba resbaladizo, seco y pulimentado por la helada... Era temprano; había que hacer tiempo. Entró en la iglesia, oyó dos misas; después fue a una tienda a comprar un collar para el gato, con ánimo de bordarle en él unas iniciales, por si se perdía, para que pudiera ser reconocido... Por fin, llegó la hora. Estaba en la Carrera de San Jerónimo; atravesó la calle; a fuerza de cortesías y codazos discretos, temerosos, se hizo paso entre la multitud que ocupaba la entrada del Imperial. Llegó el trance serio, el de cruzar la calle de Alcalá. Tardó un cuarto de hora en decidirse. Aprovechó una clara, como ella decía, y, levantado un poco el vestido, echó a correr... y sin novedad, entre la multitud que se la tragaba como una ola, arribó a la calle de la Montera, y la subió despacio, porque se fatigaba. Se sentía más cansada que nunca. Era la debilidad acaso; el chocolate se le había atragantado con la riña del gato. Atravesó la red de San Luis, pensando: «Debía haber cruzado por abajo, por donde la calle es más estrecha». Entró en la calle de Fuencarral, que era de las que más temía; allí los raíles del tranvía le parecían navajas de afeitar al ras de sus carnes: ¡iban tan pegados a la acera! Al pasar frente a un caserón antiguo que hay al comenzar la calle, se olvidó por un momento, contra su costumbre, del peligro y de sus cuidados para no ser atropellada; y pensó: «Ahí creo que vive el señor Cánovas... Ese podía hacerme el milagro. Darme... una Real orden... yo no sé... en fin, un vale para que el señor tuviera que venderme el cuadro a la fuerza... Dicen que este don Antonio manda tanto... ¡Dios mío!, el mandar mucho debía servir para esto, para mandar las cosas justas que no están en las leyes». Mientras meditaba así, había dado algunos pasos sin sentir por dónde iba. En aquel momento oyó un ruido confuso como de voces, vio manos tendidas hacia ella, sintió un golpe en la espalda... que la pisaban el vestido... «El tranvía», pensó. Ya era tarde. Sí, era el tranvía. Un caballo la derribó, la pisó; una rueda le pasó por medio del cuerpo. El vehículo se detuvo antes de dejar atrás a su víctima. Hubo que sacarla con gran cuidado de entre las ruedas. Ya parecía muerta. No tardó diez minutos en estarlo de veras. No habló, ni suspiró, ni nada. Estuvo algunos minutos depositada sobre la acera, hasta que llegara la autoridad. La multitud, en corro, contemplaba el cadáver. Algunos reconocieron a la abuelita que tanto iba y venía y que sonreía a todo el mundo. Un periodista, joven y risueño, vivaracho, se quedó triste de repente, recordando, y lo dijo al concurso, que aquella pobre anciana le había librado a él de una cogida por el estilo en la calle Mayor, junto a los Consejos. No repugnaba ni horrorizaba el cadáver. Doña Berta parecía dormida, porque cuando dormía parecía muerta. De color de marfil amarillento el rostro; el pelo, de ceniza, en ondas; lo demás, botinas inclusive, todo tabaco. No había más que una mancha roja, un reguerillo de sangre que salía por la comisura de los labios blanquecinos y estrechos. En el público había más simpatía que lástima. De una manera o de otra, aquella mujercilla endeble no podía durar mucho; tenía qué descomponerse pronto. En pocos minutos se borró la huella de aquel dolor; se restableció el tránsito, desapareció el cadáver, desapareció el tranvía, y el siniestro pasó de la calle al Juzgado y a los periódicos. Así acabó la última Rondaliego, doña Berta la de Posadorio.
En la calle de Tetuán, en un rincón de una trastera, en un desván, quedaba un gato, que no tenía otro nombre, que había sido feliz en Susacasa, cazador de ratones campesinos, gran botánico, amigo de las mariposas y de las siestas dormidas a la sombra de árboles seculares. Olvidado por el mundo entero, muerta su ama, el gato vivió muchos días tirándose a las paredes, y al cabo pereció como un Ugolino, pero sin un mal hueso que roer siquiera; sintiendo las ratas en las soledades de los desvanes próximos, pero sin poder aliviar el hambre con una sola presa. Primero, furioso, rabiando, bufaba, saltaba, arañaba y mordía puertas y paredes y el hierro de la reja. Después, con la resignación última de la debilidad suprema, se dejó caer en un rincón; y murió tal vez soñando con las mariposas que no podía cazar, pero que alegraban sus días, allá en el Aren, florido por Abril, de fresca hierba y deleitable sombra en sus lindes, a la margen del arroyo que llamaban el río los señores de Susacasa.


Leopoldo Alas, "Clarín".








a) Presentación del mundo ... (caps. I-II)

El narrador introduce al lector en ese «lugar en el Norte de España», encerrado en sí mismo e incontaminado, donde viven una vida rutinaria rodeada por unas pocas personas y contempla con cariño al paisaje circundante, como si fuera un ser animado. Los detalles toponímicos (en contraste con los elementos arquetípicos, sin nombre, como el río y el gato) evocan un espacio concreto del mundo real, un rincón asturiano, donde las personas representa una aristocracia en decadencia, hostil a la invasión de la plebe, «la chusma» que deja cicatrices y manchas infames en la hierba del Aren, cuando «los Rondaliegos de antaño [...] no se dejaban manchar el linaje ni los prados» (p. 169)5. Miembro de un mundo que está desapareciendo, quien ignora la historia y «tiene caprichosas nociones geográficas», considera todo lo de fuera como un enemigo, simbolizado por la idea de «romanos y moros» que no «pisaron jamás la hierba del Aren» (ibid.).



b) El pasado ... (caps. III-IV)


Tras el conjunto de escenas iterativas que representan el punto de equilibrio "actual" del relato, el narrador refiere un momento crucial de la vida de la protagonista -la desgracia-, a través de una analepsis, cuya indeterminada distancia temporal (o alcance, según la terminología de Genette 1972) implica un salto hacia atrás de varios años -unos cuarenta, como se especificará después-, haciendo coincidir la juventud ... con la primera guerra carlista (cf. L. de los Ríos 1965: 59), [···] mientras que más adelante ciertas referencias situarán el presente del relato en el período canovista, a principios de la Restauración (cf. Romero Tobar 1994: 335). El episodio presenta una situación tópica -llegada de un soldado enemigo herido, enamoramiento a pesar del contraste ideológico, pérdida del honor, abandono- y el narrador subraya su literariedad ya sea remitiendo expresamente a ciertas «novelas de la época, traducidas del francés» (p. 172), causa del desbordado romanticismo de la joven, ya sea a través de un estilo rápido y sintético, en el que asoma la parodia de ciertos productos narrativos

(«Llegó el capitán, un capitán de los cristinos; venía herido, fugitivo; cayó desmayado delante de la portilla de la quinta; ladró el perro; llegó Berta, vio la sangre, la palidez, el uniforme, y unos ojos dulces, azules, que pedían piedad, tal vez cariño», etc. (p. 173). Valis (1986b: 73) sospecha que «Clarín se aprovecha aquí de las simplezas ideológicas y narrativas de Fernán Caballero» y, a propósito de la escena de seducción bajo el laurel, piensa que es la «reelaboración de una de esas novelas folletinescas o de una de esas traducciones del francés, productos ambos del romanticismo».)

Toda la unidad vuelve a poner de relieve los atributos y los valores de los aristocráticos hermanos Rondaliego -limpieza de la sangre, honor, alejamiento del vulgo-, presentando unas referencias históricas desde la peculiar perspectiva ("intrahistórica" diría Valis 1986b) de una noble familia que ve menoscabarse sus prerrogativas a causa de «las nuevas leyes, y la nueva política especialmente» (p. 171), en contraste con la visión "objetiva" del narrador. Al mismo tiempo, en el nivel del contenido, se activa el motivo de la carencia de la protagonista (pérdida ... , del amor ...): el locus amoenus de Zaornín, aparente paraíso, encierra en sí un vacío, es una huida del mundo y un escondite, una cárcel dorada donde la armonía con su entorno enmascara el tormento interior, la añoranza, el remordimiento. El campo equivale, pues, a la negación de la vida activa y el equilibrio es fruto del desengaño y la resignación.



c) La ruptura del equilibrio: de la resignación a la idea del sacrificio (cap. V y parte del VI)

El relato principal comienza en el capítulo V, con una acción singulativa situada en una indeterminada «tarde de agosto» (p. 181). El mundo exterior, como ya muchos años antes, irrumpe en la vida  de.... despertando el pasado y dándole un nuevo sentido: «un guapo mozo» (p. 182), «un pintor ilustre» (p. 183), que huye del rumor de la fama y busca inspiración en la soledad de la naturaleza, llega al Aren y encuentra a la anciana mujer, suscitando progresivamente en la protagonista contrariedad y pasmo, simpatía y al cabo confianza. Es el paso del aislamiento a la apertura, del silencio a la comunicación: por primera vez, ella cuenta parte de su historia y su confidente, tras llenar las elipsis por intuición, le da una explicación opuesta a la "oficial" mantenida por los Rondaliegos (para los cuales el liberal fue un infame traidor), iluminando repentinamente el pasado de la mujer, en consonancia con lo que el narrador omnisciente ha comunicado ya al lector en un paso previo (11

Cf. pp. 176-7 («Pero el hombre propone y el héroe dispone. [...] Jamás supieron de él. Berta tampoco. No supo que el elegido de su alma no había podido volver a buscarla para cumplir con la iglesia y con el mundo, porque un instinto indomable le había obligado a cumplir antes con su bandera.»):


Su capitán, a mi entender, no volvió... porque, al ir a recoger la absoluta, se encontró con lo absoluto, el deber; ese liberal, que por la sangre de sus heridas mereció conocer a usted y ser amado, mi respetable amiga; ese capitán, por su sangre, perdió el logro de su amor. Como si lo viera, señora: no volvió porque murió como un héroe...

(p. 186)               



El pintor, a su vez, le cuenta fragmentos de su pasado: una historia de amor y muerte (p. 185) -referida sintéticamente en estilo indirecto- y una historia de «muerte heroica» (p. 187) -para la cual el narrador le cede la palabra al personaje, recurriendo a la cita directa-, cuyo protagonista es otro capitán, en el escenario de la segunda guerra carlista: dos acontecimientos paralelos, reflejados el uno en el otro y unidos por misteriosos lazos a través del tiempo. 

En ese encuentro ocasional, junto con la idea del fin heroico, aparece otro motivo importante, el del arte que va más allá de la muerte, neutralizando la nada del olvido y preservando las sombras del pasado, con sus verdades ocultas. En primer lugar, se halla una referencia a la función salvadora del arte en las palabras del propio pintor con respecto al segundo capitán («su heroísmo fue inútil...; pero mi cuadro conservará su recuerdo», p. 189). Poco después, al ver un retrato de la joven, hecho «cuarenta y más años antes», el hombre experimenta una profunda emoción, descubriendo algo sorprendente que le lleva a comentar entre sí:


«Estas cosas no caben en la pintura; además, por lo que tienen de casuales, de inverosímiles, tampoco caben en la poesía; no caben más que en el mundo... y en los corazones que saben sentirlas».

(p. 190)               



El narrador no añade más detalles desde su perspectiva privilegiada, dejando que la misteriosa casualidad se revele al lector a través de la conciencia de los personajes; pero le importa justificar el hecho sorprendente, atribuyendo al "mundo real" la posibilidad de albergar increíbles relaciones, inverosímiles en sí mismas, si no fueran probadas por la experiencia. Asoma aquí la preocupación del escritor realista por acreditar el evento fuera de la norma, acudiendo a la distinción de raigambre aristotélica entre hechos efectivamente ocurridos (objeto de la historia) y hechos verosímiles (objeto del arte), en una invitación al lector a dejar su incredulidad y aceptar ese mundo narrativo como "verdadero" o, al menos, como reflejo de la realidad, en la cual caben casos fortuitos fuera de toda expectativa y que, al dejar su huella en las reproducciones artísticas, no pueden atribuirse a caprichos de la fantasía, sino que deben buscarse en los misteriosos nexos de la vida.

(12

«No era más que una cabeza. Doña Berta, al mirarlo, perdió el aliento y dio un grito de espanto. Aquel mi capitán era también el suyo... el suyo, mezclado con ella misma, con la Berta de hacía cuarenta años, con la que estaba allí al lado... juntó, confrontó las telas, vio la semejanza perfecta que el pintor había visto entre el retrato del salón y el capitán de sus recuerdos, y de su obra maestra; pero además, y sobre todo, vio otra semejanza, aún más acentuada, en ciertas facciones y en la expresión general de aquel rostro, con las facciones y la expresión que ella podía evocar de la imagen que en su cerebro vivía, grabada con el buril de lo indeleble, como la gota labra la piedra. [...] El capitán del pintor era como una restauración del retrato del otro capitán que ella veía en su cerebro, algo borrado por el tiempo, con la pátina obscura de su escondido y prolongado culto; ahumado por el holocausto del amor antiguo, como lo están los cuadros de iglesia por la cera y el incienso.» (pp. 192-3)

Las palabras del pintor adquieren más sentido cuando el detalle del retrato se satura en un punto sucesivo de la narración: transcurridos ocho días -marcados por el debate interior de la protagonista frente a la nueva visión de su vida-, recibe dos obras del artista, una «copia idealizada y llena de expresión y vida» de su antiguo retrato, en la cual «se vio de repente en un espejo... de hacía más de cuarenta años» (p. 192), y el retrato del segundo capitán, en el que la anciana descubre una sorprendente semejanza con su antiguo amor, mezclada con sus propias facciones. Las dos pinturas son puentes tendidos hacia el pasado, representaciones visuales que dan concreción a la memoria; si el primer retrato es el «espejo del autoconocimiento» (Valis 1986b: 75), o de la recuperación de la propia identidad perdida, el segundo da impulso al reconocimiento, es la anagnórisis que rompe el equilibrio de la resignación y pone en marcha la reacción activa.

Entrando en la interioridad de la protagonista, el narrador registra la evolución de sus sentimientos, mediante la alternancia del comentario en tercera persona, de la expresión en estilo indirecto libre y de la cita directa, esto es, a través de los tres tipos de «presentación de la conciencia», que Cohn (1978: 11-17) denomina «psiconarración», «monólogo narrado» y «monólogo citado». Tras la conversación con el pintor,


Los remordimientos, que aún más que remordimientos eran saudades, se irritaron más y más desde aquel día en que una corazonada le hizo creer con viva fe que su amante había sido un héroe, que había muerto en la guerra, y por eso no había vuelto a buscarla.

(p. 191)       

      

Doña Berta, entonces, descubre que el pintor Valencia (por primera vez se cita su nombre; 21 
L. de los Ríos (1965: 66) nota que el apellido alude a la «ciudad tan ligada a la escuela impresionista española») murió «aquel otoño, allá en Asturias, en un poblachón obscuro de los puertos, a consecuencia de un enfriamiento, de una gran mojadura», por lo cual los herederos («que eran los hospitales, según su testamento») habían vendido el cuadro a un prócer  que «se lo había arrancado [...] al mismísimo Gobierno a fuerza de dinero y de intrigas diplomáticas» (p. 214).

Si en otras páginas de Clarín la comparación o la metáfora hiperbólica tienen una funcionalidad irónica, en este caso sirven para destacar las dificultades de la protagonista y, además, crean un intencionado paralelismo con el heroísmo de los dos capitanes. Frente a los héroes de la guerra, ...
Charnon-Deutsch (1985: 143) observa que aquí asoma un paralelo con el amor frustrado de doña Berta por el capitán ... , de lo cual deriva un impulso de amor altruista, ...
El trágico fin del gato sella la larga serie de muertes diseminadas a lo largo de la novelita24, cada cual con un preciso valor funcional y conceptual. El deceso de varios personajes, en primer lugar, incide en el plano sintagmático, o sea, en el nivel de la trama, causando un estado de carencia o de ignorancia en la protagonista y, por lo tanto, influyendo en el desarrollo de la acción. Así, la muerte del primer capitán produce el estado de deshonra, la frustración afectiva y el aislamiento ...; el fallecimiento de los cuatro hermanos Rondaliego, depositarios del secreto, hace irremediable la pérdida ... ; el deceso del pintor, potencial ayudante ... , priva a la protagonista de la comunicación con un confidente, obligándola a una lucha solitaria contra un mundo antagonista y a la suprema elección de la fe en la duda. 
Por otro lado, algunas muertes encierran paradigmáticamente una referencia simbólica o ideológica, ampliando el alcance conceptual de la narración. La caída de los dos capitanes en el campo de batalla representa la muerte heroica, aquella llamada hacia «el abismo de una tentación fascinadora a que en vano se resiste» (p. 188), el arrebato mediante el cual el instinto triunfa sobre la razón, dentro de «una lucha espiritual misteriosa, de fuerza intensa» (p. 189).
En cuanto a los personajes del pasado, el narrador elige estrictamente los rasgos que resultan funcionales en la trayectoria vital de la protagonista: de los hermanos se nos dice lo necesario para mostrar su ideología aristocrática y reaccionaria, sobre todo su fanático sentido del honor, lo que explica su conducta inflexible. La figura del capitán liberal aparece difuminada, como si el narrador la evocara principalmente a través de la memoria de doña Berta.

En el relato principal, el pintor aparece caracterizado con mayor detenimiento, según una selección de detalles que, por un lado, resultan significativos dentro de la temática de la novelita (la función del arte que salva la memoria en un mundo efímero y la muerte fatal que se cierne sobre todos los seres) y, por otro, implican las reacciones de la protagonista, justificando así la profunda influencia que este personaje va a tener en su vida, puesto que funciona como elemento que desencadena la crisis y lleva a la ruptura del orden establecido. Se trata, pues, de la figura secundaria más importante en la narración, tanto es así que se le entrega momentáneamente el papel de segundo narrador y, además, a través de su perspectiva se completa la caracterización de la protagonista.
Es evidente, por lo tanto, el principio de selección, medida y equilibrio que rige la novelita; pero esa concentración se combina magistralmente con un amplio alcance temático y conceptual que desciende de la oposición vida/muerte y se compone, como hemos visto, de varios motivos concatenados. En síntesis, la narración, partiendo de un escorzo social "intrahistórico" y de una figura central bien individualizada, logra elevarse al nivel de una reflexión existencial. Por un lado, se muestra cómo la Historia de algún modo penetra en la vida de los individuos, incluso cuando éstos viven al margen del mundo, arrinconados en sus valores, ya que los grandes eventos producen cambios a los que es imposible resistir, hasta tal punto que el mundo aristocrático ya sufre la invasión de la plebe y aparece como un dejo arcaico que difícilmente sobrevivirá tras la muerte de la última de los Rondaliegos. La vida de la propia protagonista, aunque accidentalmente, ha sido trastornada por las guerras carlistas y, a pesar del intento de ocultar la deshonra y de llevar la existencia de siempre, en ella se ha producido una fractura imborrable.
Por otro lado, bajo la exposición de estos acontecimientos, late la reflexión sobre el valor de la vida y la huida inexorable del tiempo. La vida, en sí misma, ya es muerte, y aún más cuando corre bajo el signo de la renuncia y de la resignación; sólo puede salvarla una reacción activa, ya sea el impulso heroico de los dos capitanes, ya sea ... ; estos personajes hallan la muerte, sí, pero una muerte que es una apoteosis, frente al fatal apagarse de todos los seres. Estrechamente enlazado con estos motivos, aparece el del papel del arte y de la literatura: si ciertas novelas forjan la personalidad de la joven Berta e influyen en la ruptura del equilibrio "natural", el arte verdadero le ofrece el medio para recuperar la identidad perdida y para sustituir el objeto del deseo perdido, alimentando la fuerza de la fe.



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