Right, this is something I plan on giving myself for Christmas (one of my Dermarkian equivalents of porn/catnip): a formidable Anaya Snow Queen, freshly released, with Enrique Bernárdez's translation (bicentennial 2005, straight from the Danish) and illustrations by Óscar T. Pérez. I am especially pleased with how he has portrayed the intelligent princess, her prince charming, and the rococo setting of Story the Fourth: it brought me to a major "Fourth Story rush" intoxication, whose symptoms are tachycardia, hyperventilation, intense perspiration, a shrill squeeing, and putting Pérez's pleased princess as an avatar on Facebook (replacing Devon D'Marco, who had been there through October as I followed Project Mc2 on Netflix) and WhatsApp (replacing a "Share a Coke with Iago" can I bought and drained for Halloween). Maybe I'll change from the pleased princess to the weary princess when I am in a not so sunny mood...
PS. The second picture is a Victorian British lieutenant from a storybook Pérez made for Linda Little. I just put him there because he looks like what I imagine what Pérez's prince would look like in his teens (it's the tall dark young man in the carriage scene; the reason why he's pictured as a blond child in the courtship scene is because Gerda mistakingly imagines that he is Kai).
CUARTO CUENTO
El príncipe y la princesa
En el reino vive una princesa bellísima, pero ha leído todos los periódicos que hay en el mundo y los ha vuelto a olvidar, así es de lista. El otro día estaba sentada en el trono, que no resultaba demasiado divertido, y, entonces, dicen, se puso a tararear una melodía, esta: «¿Por qué no me caso?» «Pues cierto», dijo, de modo que quería casarse, pero quería un hombre que supiera responder cuando ella hablara, uno que no fuera simplemente un noble, porque eso es muy aburrido. Mandó llamar a todas las damas de la corte a golpe de tambor, y al oír lo que quería se pusieron muy contentas. «¡Me encanta! —dijeron—, eso mismo pensé yo el otro día».
Enseguida salieron los periódicos con una orla de corazones y el monograma de la princesa. En ellos se podía leer que todo joven de buena apariencia era libre de entrar en el palacio a ver a la princesa, y el que hablara mejor que nadie, de forma que quedara claro que era digno de aquel lugar, se convertiría en el marido de la princesa.
Acudió un tropel de gente, había muchedumbres, pero no hubo suerte ni el primer día ni el segundo. Todos hablaban muy bien cuando estaban en la calle, pero, en cuanto entraban por la puerta y veían a la guardia vestida de plata y las escaleras llenas de lacayos vestidos de oro y los grandes salones iluminados, se quedaban de lo más confundidos. Y, cuando estaban delante del trono donde se sentaba la princesa, lo único que sabían decir era la última palabra que había dicho la princesa, y ella no tenía ninguna gana de volver a oírla; era como si la gente hubiera tomado rapé y les hubiera entrado sueño, hasta que volvían a salir a la calle: entonces sí que sabían hablar. Había una cola que llegaba hasta el palacio.
Era el tercer día cuando llegó una personita sin caballos ni carro, marchando muy gallardo hasta la puerta del castillo. Sus ojos brillaban, tenía el pelo largo y precioso, pero sus vestiduras eran pobres.
Llevaba una alforjita a la espalda.
Entró por la puerta del palacio y cuando vio a los guardias de plata y a los lacayos de oro en la escalera no se sorprendió lo más mínimo; les saludó con la cabeza y les dijo: «Debe de ser muy aburrido pasarse el día en la escalera, será mejor que entre». Los salones estaban deslumbrantes con tanta luz. Los consejeros y sus excelencias iban descalzos llevando bandejas de oro. Había que ser muy solemne y las botas le rechinaban un montón, pero no se asustó.
¡Vaya si rechinaban! Y entró tan gallardo en el salón de la princesa, que estaba sentada sobre una perla tan grande como una rueda, con todas las damas con sus doncellas y las doncellas de sus doncellas a su alrededor, y también todos los caballeros con sus criados y los criados de sus criados. Cuanto más cerca estaban de la puerta más orgullosos parecían. Al chico del criado que siempre va en zapatillas casi no se le puede mirar, de lo orgulloso que está al lado de la puerta.
Debe de ser horrible. ¿Y se casó con la princesa?
Debió de hablar muy bien. Era gallardo y apuesto, pero no había venido como pretendiente, sino solo para comprobar la inteligencia de la princesa, que le gustó, y a la princesa también le gustó él.
...entrar en palacio: ...y los guardias de plata y los lacayos de oro no lo permitirían. ...una escalerita trasera que conduce al dormitorio, y... dónde coger la llave.
Y entraron en el jardín, en la gran alameda donde caían las hojas una tras otra y, cuando se apagaron las luces del palacio, a una puerta trasera que estaba cerrada con llave.
Ahora estaban en la escalera. En un anaquel brillaba una lamparita; ...
...y algo se deslizó delante. Parecían sombras chinescas. Caballos de ondeantes crines y delgadas patas, monteros y señores y señoras a caballo.
—¡No son más que los sueños! Vienen para llevarse los pensamientos de sus señorías a cazar: es buena cosa, así se puede disfrutar desde la cama.
Entraron en el primer salón; era de raso color de rosa, con flores artificiales en las paredes. Aquí los adelantaron los sueños, pero iban tan deprisa que uno no pudo ver a su señoría. Cada salón sera más hermoso que el anterior, era fácil impresionarse; y por fin llegaron al dormitorio. El techo parecía una gran palmera con hojas de cristal, cristal caro, y en el suelo había dos camas apoyadas en una gruesa basa de oro, parecían lirios. Una era blanca, y en ella estaba la princesa; la otra era roja, y era allí donde uno vio un cuello moreno... él se despertó, volvió la cabeza y...
El príncipe sí que era joven y guapo. Y desde la cama-lirio blanca se asomó la princesa y preguntó qué pasaba.
—¡Pobrecita! —dijeron el príncipe y la princesa.
Y elogiaron y dijeron que no estaban enfadados con ellos, ... Y les darían una recompensa.
—¿Queréis volar libremente? —preguntó la princesa—. ¿O preferís un empleo fijo de la corte?
El príncipe se levantó de su cama e invitó a que durmiera allí, pues más no podía hacer. ...y pensó: «¡Qué buenos son los animales y las personas!».
Al día siguiente vistieron de la cabeza a los pies de seda y terciopelo. Invitaron a quedarse en el castillo y pasarlo bien...
Y dieron botas y un manguito. Pusieron unas ropas preciosas y, cuando a marcharse, una carroza de oro puro se detuvo delante de la puerta. El escudo de armas del príncipe y la princesa brillaba como una estrella. Cochero, criados y guías —porque también había guías— estaban allí de pie con coronas de oro. El príncipe y la princesa desearon buena suerte.
En la carroza había rosquillas de azúcar, y en el asiento había frutas y panes de especias.
—¡Adiós, adiós! —gritaron el príncipe y la princesa.
QUINTO CUENTO
La pequeña bandolera
Corrieron por el oscuro bosque, pero la carroza brillaba como una llama que hirió los ojos de los bandoleros. No podían soportarlo.
—¡Es oro, es oro! —gritaron, echaron a correr, sujetaron los caballos, mataron a los guías, al cochero y a los criados, ...
SÉPTIMO CUENTO
Lo que sucedió en el palacio
de la reina de las nieves
y lo que sucedió después
...y le preguntó por el príncipe y la princesa.
—Han viajado a países extranjeros —dijo la bandolera.
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