jueves, 3 de noviembre de 2016

LOS MAGOS DEL ESTADIO

LOS MAGOS DEL ESTADIO

O
EL BARBARANO CONTRA EL INGLAPRUSIA
El presidente del Fútbol Club Barbarano está desesperado porque su equipo, no obstante la presencia de elementos de seguro valor, como Broco I y Broco II, y de jóvenes promesas de la talla de Broco III, Broco IV y Broco V (“Rótula de Oro” para los hinchas), pierde todos los domingos y demás fiestas de guardar. Después de haberse reunido con sus consejeros, chambelanes y mayordomos, proclama un bando por todo el reino: “Daré la mano de mi hija en matrimonio y el castillo de santa Lilaila en dote a quien salve al Barbarano del descenso”.
El día siguiente, se presentan muchos jóvenes llenos de esperanza, algunos ya secretamente enamorados de Loreto, la espléndida hija del presidente, que mide un metro setenta y cinco y tiene los ojos verdes, estudia para campeona olímpica y aprende en un curso a tocar la mesa de mezclas. Los pretendientes conocen numerosos sistemas infalibles para hacer vencer al Barbarano, por ejemplo:
  • Comprar a Villa, Torres, Iniesta y Schweinsteiger.
  • Regalar setas venenosas a los adversarios.
  • Ofrecerle al árbitro un coto de caza mayor.
Pero para comprar a Schweinsteiger es necesario primero aprender alemán; es una complicación. Todos los sistemas que proponen son poco prácticos.
Al caer la tarde, a última hora, se presenta un tal Roco, de Alzira, conocido ante todo como cazador de conejos y vendedor de pieles de conejo. Lo primero que pide es poder ver una foto de Loreto, que examina bien, mostrándose bastante satisfecho.
–¿Qué referencias futbolísticas tiene usted? –le pregunta el presidente.
–Bueno, mi segundo nombre es David –dice Roco.
–Eso ya es una recomendación. ¿Algo más?
–Hagamos un trato –propone Roco. –El domingo que viene, durante el partido, me deja sentarme en el banquillo junto a vuestro entrenador y, si está usted satisfecho con el resultado, hablaremos de ello en presencia de testigos.
–De acuerdo –responde el presidente.
El domingo siguiente, con ocasión del enfrentamiento contra el Formelo Club de Fútbol (que juega con pantalones blancos y camiseta blanca a rayas blancas, con las letras y los números de los dorsales del mismo color), Roco se sienta en el banquillo junto al entrenador, un hombre entrado en años, desilusionado de la vida y del campeonato, más triste que una canción sin letra, que difunde a su alrededor un perfume de caléndulas marchitas. El árbitro da el silbido de inicio como si no fuera nada. Y, un cuarto de hora después, el Formelo ya ha marcado tres goles, más otros nueve anulados por fuera de juego.
Durante el descanso, Roco entra en el vestuario, pasa de un jugador a otro y les susurra a todos palabritas al oído. El presidente, a continuación, pasa revista a los jugadores y les pregunta: –¿Qué es lo que os ha dicho?
–A mí me ha dicho: tres por nueve, 27 –revela Broco I.
–A mí: seis por cuatro, 24 –añade Broco II.
–Las tablas de multiplicar se las sabe –observa el presidente, meditabundo. –Veamos qué sucederá.
Comienza el segundo tiempo. Pasa un minuto y Broco I marca con la cabeza. Dos minutos después, marca Broco II con la zurda. Marcan con la diestra, sucesivamente, Broco III, Broco IV y Broco V (AKA “Rótula de Oro”). Broco VI marca con la rodilla; Broco VII, con las amígdalas. El Barbarano se lleva la victoria con una puntuación de doce a tres. El presidente se desmaya de la emoción y ni se da cuenta que los hinchas le llevan triunfalmente en volandas, por eso no le proporciona el menor placer.
Cuando vuelve en sí, llama a su presencia a Roco, que está subiéndose a su vespa para regresar a Alzira, y lo contrata como nuevo entrenador. Su predecesor se exilia a Estoril.
–Y ahora –le dice el presidente, –¿me dices tu secreto?
–No hay secreto –explica Roco. –La caza del conejo y el comercio de sus pieles me dejan mucho tiempo libre, por lo cual he estudiado parapsicología y me he convertido en un mago del balón. Puedo mandar al esférico adonde yo quiero con el poder de mi mente. Puedo sembrar el pánico entre los contricantes infundiéndoles terribles alucinaciones. Cosas muy sencillas, como usted verá.
–De acuerdo. Pero será mejor que no se enteren los medios de masas ni las redes sociales.
–Yo estoy más que satisfecho con la gloria –dice Roco, –y con el castillo de santa Lilaila. Por cierto, ¿a su hija le gustan los callos madrileños?
–Sí. ¿Por qué?
–Sólo por curiosidad. Recoger información es mi afición preferida.
Al cabo de unas semanas, el Barbarano se ha puesto a la cabeza de las clasificaciones y gana el campeonato. Roco y Loreto se dan el sí quiero, se van a vivir al castillo de santa Lilaila y comen callos a la madrileña una vez por semana.
Al cabo de unos años, el Barbarano ha ascendido a la primera división, gana la Liga, se hace con la Copa de los Campeones, la Copa de las Copas, el Torneo Nocturno del Maestrazgo, etcétera. Se convierte en el equipo más célebre de la Historia. Roco se convierte en el entrenador más célebre del mundo.
–Usted –le dice sonriente un corresponsal que ha venido a entrevistarle –incluso lograría enseñar a una cabra a marcar goles.
–Naturalmente –responde Roco. Hace traer una cabra viva, pone ante la portería a doce cancerberos de primera división, tan apiñados que no pueden moverse, y, cuando la cabra dispara, todos caen al suelo patas arriba. ¡¡¡Gol-gol-gol-gol-gol-goooool!!! El caso es que los doce porteros, en vez del balón, han visto precipitarse hacia ellos a un piano de cola. Pero se avergüenzan de decirlo, porque, pasado el momento, no están seguros de si aquello era un piano de cola o tal vez un sintetizador.
Sólo una vez, a lo largo de tantos años, Roco pierde la calma. Un árbitro ha pitado el fuera de juego a Broco V (“Rótula de Oro”, para quienes no se acuerden), que estaba, sin embargo, en posición correcta. Un instante después, se ve a aquel señor con pantaloncitos negros trepar por el palo de la portería y sentarse a horcajadas en el larguero.
–Pero ¿qué hace el tal Roco? –susurra, nervioso, el presidente del Barbarano.
Roco se acuerda de que tal vez haya exagerado con sus poderes extrasensoriales y parapsicológicos, con el riesgo de sembrar la sospecha en cualquier mente sospechosa. Deja al árbitro que pueda bajar y se contenta con mandarle la alucinación de la anaconda: el árbitro, mientras corre, tiene constantemente la impresión de poner los pies sobre el lomo de una anaconda verde de diez metros y medio de longitud, y, con el fin de esquivarla, da unos preciosos saltitos. El público lo aplaude. El Barbarano gana por 47 a cero y todos sus jugadores son armados Caballeros de la Orden de Santa Lilaila.
Sin embargo, un día corre el rumor de que, en la lejana Inglaprusia, ha saltado a la fama otro equipo que cosecha victorias siempre por cuarenta a cero, y vence incluso a la Mannschaft nacional germana. Schweinsteiger, humillado, deja el balón y se hace empleado de la Deutsche Bank.
Roco, disfrazado de industrial de la cerámica de viaje de negocios, acude de incógnito a ver un enfrentamiento entre el Robur (así se llama el invicto equipo angloprusiano) y el Vetralla. Le basta una mirada para reconocer en el entrenador a un famoso mago tibetano, disfrazado de brisgoviés. Con el fin de ponerle a prueba, se concentra, recoge todos sus poderes extrasensoriales y transforma al ala derecha del Inglaprusia en un grillo, que canta desesperado su cri-crí por miedo a acabar aplastado. Tres segundos después, el grillo vuelve a transformarse en ala diestra, recoge un pase y marca. Dirigiendo el balón con su mente, Roco consigue hacer marcar al Vetralla un par de tantos, pero a la tercera no va la vencida: parece que la mente del tibetano es más fuerte que la suya. ¿No será porque el adversario piensa en su lengua materna, idioma de antiguos conjuros?
A Roco, de la preocupación, le sale un orzuelo. Sabe que uno u otro día, tal vez incluso antes, los dos mejores equipos del planeta tendrán que enfrentarse. Para prepararse, Roco se pone a aprender tibetano. En tres días y tres noches, aprende de memoria cuarenta mil palabras y decide que bastan. Para estar verdaderamente dispuesto para todo cuanto pueda suceder, también aprende japonés, chino mandarín y cantonés, surcoreano y norcoreano, sánscrito, urdú y una decena de dialectos.
Y al fin llega el día del gran partidazo. Se disputa en el Santiago Bernabéu. Retransmitido en vivo y en directo por 118 cadenas televisivas nacionales y extranjeras. Presentes están veinte mil corresponsales, muchos de los cuales se han traído a sus respectivas novias o esposas y cuñaditas. En las tribunas es imposible contar el número de ministros, de prelados, de cazadores de conejos, de vendedores de pieles de conejo, de nobles arruinados, de ladrones en libertad condicional, de graduados, de calvos, de zurdos… Los dos entrenadores, antes de dirigirse a sus respectivos banquillos, se dan un apretón de manos diciéndose: “¡Que gane el mejor!” en arameo, para no dejar entrever sus verdaderos sentimientos. Durante el apretón de manos, los dedos del tibetano se transforman en cinco letales cobras reales. Roco responde inmediatamente transformando sus propios dedos en mangostas, grandes depredadoras de cobras. Naturalmente, nadie más ha notado nada. Los fotógrafos y los cámaras de televisión plasman la escena sin ninguna sospecha.
Justo después del pitido del árbitro, Roco manda al campo una manada de carnotauros, pero los angloprusianos, instruidos por su mago, ni se inmutan.
–¡Fuera los kraken! –ordena mentalmente Roco. E, invisibles a ojos de todos menos los de cada uno de los jugadores del Robur, entran en el terreno once cefalópodos gigantes, uno por barba. Con sus tentáculos de 24 metros de longitud, podrían fácilmente triturar un cachalote, arrastrar un crucero bajo el agua y hacer trizas (como se merece) un submarino nuclear. Pero los jugadores angloprusianos, adiestrados por su entrenador, les sacan la lengua, y los kraken, ofendidísimos, se retiran y se desvanecen.
En ese instante, Broco I tiene una visión. Se le aparece Blancanieves, que le pregunta:
–Perdonad, pero ¿habéis visto a mis siete enanitos?
Broco I, asombradísimo, pierde tiempo en darle una respuesta:
–No, señorita, lo lamento. Pero tenga en cuenta que aquí no puede estar: se está librando la partida del milenio.
–¿Qué me decís? ¡Y yo no sabía nada! –exclama Blancanieves. –Entonces, gentil doncel, ¿podríais explicarme por qué todos están tomándola a puntapiés con la pobre esfera, que nunca ha hecho daño a nadie?
Mientras Broco I conversa con la princesa, los angloprusianos le roban el balón y organizan un irresistible avance hacia la puerta del Barbarano. El cancerbero se dispone a parar el tiro, pero he aquí que por delante de él pasa Cenicienta, corriendo a todo trapo, jadeante.
–¡Señorita! –le grita el guardameta. –¡Ha perdido un zapato!
–No importa –ella responde. –Tengo el otro.
Y, mientras tanto, los centrocampistas angloprusianos dan un cañonazo que abriría una brecha en los muros del Alcázar de Toledo. Por fortuna, haciendo acopio de todos sus recursos, Roco consigue desviar mentalmente el tiro y hacer que dé en el larguero.
“Así que esta es tu táctica”, piensa Roco, dirigiéndose mentalmente al tibetano. “Estupendo; responderé ojo por ojo y cuento por cuento”.
Un instante después, los angloprusianos ven irrumpir en el campo a Caperucita Roja perseguida por el Lobo Feroz y no pueden dejar, por caballerosidad, de tomar partido por la pobre criatura y perseguir al depredador. El Barbarano lo aprovecha y marca. ¡¡¡UNO A CERO!!! 7218 hinchas se desmayan de la emoción y son sacados del estadio por la Cruz Roja en camillas.
El mago tibetano contraataca con un Hada Turquesa de Pinocho, que está a punto de ser frita en aceite hirviendo, como un huevo, por el Ogro de Pulgarcito: los jugadores del Barbarano se distraen para salvarle la vida e Inglaprusia empata. ¡¡¡UNO A UNO!!! Se desmayan otros cuatro mil hinchas y trescientos camilleros.
Desde ese momento, los dos magos dejan de medir los golpes. El campo de fútbol se llena de brujas, ogros, dragones, endriagos, duendecillos, hadas, pixis, trasgos, padrastros, madrastras, hermanastras, princesas, príncipes, niños perdidos, fuegos fatuos, lucecitas azules, lucecitas verdes, caballos parlantes, pegasos, unicornios, centauros, sirenas, guerreros, caballeros, vikingos, ninjas, piratas, forajidos, animales músicos, camellos y reyes de oriente; y de nuevo monstruos y monstruas del pasado, del presente y del futuro: del tiranosaurio rex a los huecos de Miss Peregrine y los caminantes blancos de Juego de Tronos, pasando por los lagartos extraterrestres de V; llueven junto a los jugadores Mickey y Minnie Mouse, el pato Donald y la pata Daisy, Batman y Supermán, Ken Kaneki, Eren Jaeger, Draco Malfoy, Barba Azul y la Reina de las Nieves. La gente no ve nada. O tal vez ve a los 22 jugadores y al árbitro corriendo de aquí para allá, como locos, mientras el balón se queda solo, olvidado y melancólico, en la línea central del campo. El problema es que los dos magos ya no pueden hacer desaparecer las ilusiones invocadas por sus respectivas mentes. El campo está más abarrotado que el camarote de los hermanos Marx: no queda prácticamente nada de espacio para correr. Los jugadores se sientan todos en el suelo, sin aliento. El público silba. Menos los que tienen vuvuzelas, que se dejan los pulmones al protestar tocándolas.
De repente, ocurre algo muy extraño. Roco y el tibetano piensan, los dos al unísono, en el flautista de Hamelín, y piensan tan intensamente que el flautista no sólo aparece en el centro del campo, sino que se vuelve visible a todos los espectadores, incluidos los ministros, los corresponsales, los zurdos y los calvos.
¿Y qué hace el flautista en medio del estadio?
Se produce un gran silencio. Se hubiera podido oír caer una hoja seca, si hubiera al menos un árbol dentro del Santiago Bernabéu, si fuera otoño y si hiciera viento para que pudiera caer al menos esa hoja. Y, en cambio, se oye… se oye la flauta mágica que suena… ¿Y qué es lo que suena? ¡Qué maravilla! ¡Es la badinerie de la conocida suite de Johann Sebastián Bach!
El flautista toca la parte de la flauta diecisiete veces, porque es más bien cortita, y, para disfrutar bien de ella, no basta con escucharla dieciséis veces.
Cuando acaba, se dirige a la salida. Todos los jugadores le siguen. El árbitro le sigue. Los dos magos entrenadores enemigos le siguen. El público le sigue en tropel. Todos se van a sus respectivas casas, se olvidan del partido, se olvidan del fútbol (durante tres meses) y aprenden a tocar la flauta dulce.
Cuento original: GIANNI RODARI
Traducción y adaptación: SANDRA ELENA DERMARK BUFI

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