martes, 14 de agosto de 2018

OTELO (VERSIÓN DE MARY MACLEOD, ILUSTRADA)

#OthElokuu


William Shakesperare
Otelo

Versión de Mary Macleod, traducida por Enric Massaguer
Ilustraciones originales de Gordon Brown



1. El honrado Yago
 Con su característica bravura, su nobleza de espíritu y su trato sincero y abierto, el moro Otelo habíase conquistado en Venecia un nombre glorioso. La desigualdad de raza, que se manifestaba en su atezado rostro, no era parte para enajenarle la simpatía de sus compatriotas; pues harto sabía toda la república que era uno de los generales que mayor número de veces había llevado a la victoria a los ejércitos venecianos. Al divulgarse, pues, en Venecia la alarmante noticia de que las hordas turcas amenazaban invadir uno de sus preciosos territorios, el moro Otelo fue a quien se dirigieron de consuno los senadores de la República para ahuyentar el peligro.
Numerosos amigos le habían granjeado a Otelo su carácter franco y su intrépido valor; pero cerca de si tenía, sin él saberlo, un peligroso y solapado enemigo. Yago, uno de sus subalternos, le odiaba mortalmente. Yago era un valiente militar, pero hombre sin conciencia. Había hecho gran número de campañas a las órdenes del Moro y acariciaba la ilusión de llegar a ser, con la influencia de altos personajes, lugarteniente de Otelo, a la primera ocasión que se presentase. Por su parte creíase Yago con méritos suficientes para obtener puesto tan honroso; pero llegada la coyuntura de solicitarlo y habiéndolo hecho por medio de un tercero, la respuesta que dio el Moro fue que ya tenía provista la plaza y había ascendido a ella a otro oficial.
— Y ¿quién es el favorecido?— preguntó desdeñosamente Yago.
— ¡Pardiez!, un gran matemático— respondiéronle;— un tal Miguel Cassio, un florentino que no ha guiado jamás batallón en campaña, y sabe tanto de achaques de guerra como la más torpe jamona. Toda la ciencia militar de que blasona la ha aprendido en los libros; pura charla sin práctica alguna.
— ¿Y a este tal— replicó Yago,— he de ver yo lugarteniente, siendo yo ¡voto a bríos! un simple abanderado?
Otro que no fuera Yago, hubiera dimitido del grado de abanderado con el que su orgullo no podía contentarse; pero el sacrificó su amor propio y se conformo con su suerte, creyendo que ningún puesto era más a propósito que aquél, para lograr sus intentos. «Sirviendo a Otelo, sirvo a mi mismo», dijo: «testigo me es el Cielo que no lo hago por cumplir un deber; sino por la cuenta que me tiene para mis fines particulares».
Así, pues, confiando Yago en la habilidad con que sabia ocultar sus verdaderos sentimientos, púsose a urdir una diabólica intriga bajo la capa de la más noble franqueza.
Otelo le contaba todas sus aventuras a su amada, de año en año, desde los primeros de su infancia hasta el momento en que estaba hablando; refería sus azares desastrosos, sus emocionantes episodios por mar y por tierra; contaba como había caído en manos de los enemigos, como había sido vendido por esclavo y rescatado después. Refería luego sus viajes a apartadas e incultas regiones; describía las obscuras grutas en que penetrara, los áridos desiertos que atravesara, los ásperos riscos y las roquizas montañas por los que trepara y finalmente como había alternado con los caníbales devoradores de carne humana y vivido entre las tribus de salvajes que tienen la cabeza hundida en las espaldas.
Tan palpitantes relatos hacían las delicias de la encantadora Desdémona, y fascinada por el valeroso soldado que había pasado por tan extrañas vicisitudes, dábase prisa a despachar los quehaceres domésticos para volver una y otra vez a escuchar a Otelo. A las veces no podía contener las lágrimas al oir alguna escena dolorosa de la que el Moro había sido infortunado actor en su juventud. Terminada la narración, suspiraba afirmando que en realidad de verdad «era singular y extraordinario hasta no poder más y triste, grandemente triste.» Hubiera preferido no oírlo y, sin embargo, se dolía de que el Cielo no hubiese destinado un tal hombre para esposo suyo; y suplicaba a Otelo que si sabía que alguno de sus amigos sentía amor hacia ella, le enseñase a contar como él las contaba aquellas historias, para que le cautivase el corazón. Alentado, pues, Otelo con estas inocentes revelaciones de Desdémona, siguió hablando de sus aventuras: Desdémona le amaba por los riesgos que había corrido; Otelo amaba a Desdémona por el afecto de compasión que en ella observaba.
Aquella era precisamente la ocasión que esperaba Yago. Enterado de lo que pasaba, dio cuenta de ello a un veneciano amigo suyo por nombre Rodrigo, joven libertino y pretendiente fracasado de Desdémona. 
— ¡Con mi vida respondo de su fidelidad! — exclama Otelo indignado, estrechando en sus brazos a su esposa que derrama abundantes lágrimas.
Quedaba un asunto por resolver: dónde quedaría Desdémona durante la ausencia de Otelo. Pidió ella con tanta insistencia que le permitiesen acompañar a su esposo en la campana, que este no dudo de unir sus súplicas a las de Desdémona, y el dux los dejó en libertad de obrar como juzgaram conveniente. Otelo tenía que partir aquella misma noche; convínose, pues, en que Desdémona le seguiría, escoltada por el abanderado Yago.
— Honrado Yago — dícele Otelo: — confío a tu cuidado mi esposa Desdémona; Emilia tu mujer, será su amable compañera.
Ignorante estaba el moro de la villana traición que urdía entonces mismo aquel «honrado Yago» y no podía pensar que al entregar su esposa a su custodia, se reía el traidor pensando cuán a maravilla le allanaba el General con su inocente candidez, el camino para poner en práctica sus designios.
En sus planes de venganza, el más obvio y más asequible le pareció ser sembrar la cizaña de la discordia entre el moro y su joven esposa, a quien tan ardientemente amaba; decidió, pues, poner en juego toda su astucia para inocular los celos en el espíritu de Otelo. Como de costumbre en los temperamentos afectuosos, Otelo era extraordinariamente apasionado e impulsivo: tan pronto como se le excitaba la sensibilidad, iba derecho hacia donde le inclinaba un taimado engañador, y en su temperamento de hombre extremadamente honrado y sincero, no podía sospechar la falsedad y doblez ajena.
El instrumento de la venganza de Yago estaba más cerca de lo que él hubiera podido desear: tuvo además la satisfacción de ver en perspectiva una doble venganza, pues nadie le pareció más a propósito para ejercerla que Cassio, el nuevo ayudante de Otelo. Cassio era un apuesto joven, de gran atractivo y muy bien quisto de todos, especialmente de las mujeres, cuyo favor se conquistaba con sus graciosas maneras y afable porte. Desdémona le profesaba también mucho afecto porque había sido el inseparable compañero de Otelo cuando éste, de soltero le hacía el amor, y les había servido a menudo, de correo. ¿Qué cosa pues, más natural que una mujer joven como Desdémona se hastiase pronto de un marido, hombre ya maduro, consumido por los azares de la guerra, y buscase alguna distracción y solaz en el encantador mancebo? Así por lo menos discurría Yago, y este era el veneno que pensaba inocular en el sencillo y cándido corazón de Otelo.


2. Feliz encuentro en Chipre


Con rumbo a Chipre navegaba la escuadra a las órdenes del almirante Otelo, cuando se levantó una furiosa tempestad que dispersó las galeras y apartó de su curso la nave capitana, de manera que Desdémona llegó a la isla antes que su marido. Cassio, ayudante de Otelo, que llegara antes que Desdémona, había hecho a los chipriotas, grandes alabanzas de la esposa del general, poniendo en las nubes su hermosura y sus prendas naturales; al saber, pues, que la nave en donde iba Desdémona, acababa de tomar puerto sana y salva, faltóle el tiempo para acudir a dar la bienvenida a la joven esposa, tributándole una recepción entusiasta.
— ¡Ved, cómo ha desembarcado el tesoro del barco, la flor y prez de la república veneciana!— exclama Cassio al ver a Desdémona, acompañada de Yago, la esposa de éste Emilia, Rodrigo y su gente de servicio: — salud, noble señora; que el favor del cielo os preceda, os siga y os acompañe a dondequiera que vayáis.
— Gracias, valeroso Cassio, responde Desdémona, ¿qué nuevas hay de mi señor Otelo?
—No llegó todavía— responde Cassio;— pero según tengo entendido, está bien y llegará en breve.
Aun hablaba Cassio, cuando los cañones de la fortaleza anunciaron con su estampido la llegada de un barco amigo.
Yago observaba todos los movimientos de sus víctimas, como una araña que ha envuelto en su tela a un insecto; con sus miradas devoraba a Desdémona y a Cassio que departían alegremente; espiaba su inocente charla y acechaba los más imperceptibles gestos del joven oficial, mientras él se inclinaba delante de Desdémona o le enviaba galantemente un beso.
— ¡Ah! ¡sonríele!...— decía Yago para sus adentros refiriéndose al inexperto Cassio;— si estos galanteos han de removerte de tu cargo de ayudante, más te valiera no cansar tus tres dedos con tus fatales besos... ¡Muy bien, muy bien! ¡encantador beso!... ¡muy bien! ¡galante cortesía!...
Así iba el pérfido Yago regodeándose maliciosamente al contemplar la ceremoniosidad de Cassio, de la cual él tan buen partido había de sacar después para dar visos de verdad a cuanto inventaría de acusación contra aquel mancebo.
Entretanto la nave capitana había atracado: saltó de ella Otelo, y su alegría al encontrarse con su amada esposa excedió toda comparación.
— ¡Qué feliz fuera yo, si pudiese morir ahora mismo! — exclama Otelo, sospechando que jamás el ignoto destino le había de deparar un instante tan colmado de pura alegría y contentamiento. — ¡Ea! vamos al Castillo. Amigos míos, nuevas traigo y muy faustas que comunicaros (dice volviéndose a los demás); no hay que pensar ya en la guerra; las naves turcas han ido a pique. Y mis antiguos amigos de esta isla, ¿qué tal están?... ¡Vamos, Desdémona! justamente podemos exclamar: ¡feliz nuestro encuentro en Chipre!
Para celebrar dignamente la fausta noticia de la destrucción de la flota turca y festejar la boda del nuevo gobernador, hizo anunciar Otelo públicos regocijos y se invitó a todos los habitantes de Chipre a divertirse y holgar de cinco a once de la noche.
Designóse aquella noche a Cassio para hacer la guardia, y Yago vió en esta disposición una oportunidad, que ni buscada, para dar el primer paso en su obra de venganza, haciendo incurrir al inexperto oficial en algo que menoscabase su honor. Sabía muy bien Yago que Cassio era flaco de cabeza y que una pequeña cantidad de vino, que en otro no hubiera hecho la menor mella, bastaba para excitarle haciéndole armar camorra con el primero que hallaba. Determinço, pues, hacerle beber algo más de lo justo, y después Rodrigo se encargaría de mover bronca, ya levantando demasiado la voz, ya mofándose de su observancia de la disciplina militar, ya de otra manera, según se brindara a ello la ocasión. Cassio fácilmente excitable, saldría de sus casillas, llegando hasta pegar a Rodrigo y la reyerta crecería hasta convertirse en motín y todo Chipre se sublevaría, dando esto lugar a la destitución de Cassio.
Al entrar, pues, Cassio en la sala del castillo para hacerse cargo de la guardia de noche, acogióle Yago con grandes muestras de regocijo, instándole cordialmente a que tomase parte en el banquete que ofrecía a Montano, gobernador dimisionario y a otros hidalgos, que cifraban su dicha en brindar a la salud de Otelo. Cassio, conociéndose a sí mismo y su propia debilidad, rehusó al principio, diciendo:
—No; esta noche no, amigo Yago. Soy en extremo flaco, y mi cerebro se resiente muy pronto de los efectos del vino: mucho me holgaría que buscases otra manera de agasajo con que obsequiar a los amigos.
— Vamos, que se trata de amigos de confianza — insistió Yago,— una copa, nada más que una copa. Ea, que voy a brindar a tu salud.
Respondió Cassio que con sola una copa que había apurado aquella noche y aun de vino bastante aguado, sentía ya sus desastrosos efectos: es una calamidad mi gran flaqueza en este punto, y no es justo que la ponga de nuevo a prueba.
— Vamos, hombre, vamos; que es noche de holgorio — dícele Yago, tentándole;— se trata de complacer a los oficiales.
— ¿Dónde están?— pregunta Cassio, empezando ya a ceder de su firme resolución.
— Aquí, a la puerta; hacedlos entrar, os lo suplico— dice Yago.
—En fin, consiento aunque muy a pesar mío— dice Cassio, y llama a los invitados de Yago.
A su vuelta, al poco rato, acompañado de tres o cuatro bulliciosos oficiales, que ya habían hecho sobrada broma, el infortunado y débil Cassio había ya caído en la trampa consintiendo en apurar con ellos una segunda copa.
No perdió Yago el tiempo, y procuró excitarle más y más ofreciéndole más bebida y entonándole este alegre cantar:

Y suene la campana al raudo viento, 

suene la campana al raudo viento: 
Hombre es el soldado. 
En un momento dado 
Nuestra mísera vida se aniquila: 
Beba la tropa pues, beba tranquila.



— ¡Excelente copla! — exclama Cassio. Y Yago pónese a cantar otra «aún más exquisita» que la primera.
El tiempo se deslizaba tan alegremente para aquellos joviales militares, que al darse cuenta el joven ayudante de cuan ligeramente había descuidado sus deberes, abandonando la guardia, era ya muy entrada la noche y en su cabeza ya no acertaba a coordinar las ideas, pues los vapores del vino se la habían enturbiado.
Al salir Cassio, tomó Yago ocasión del hecho para censurarlo e inspirar en los camaradas una desfavorable impresión acerca del joven lugarteniente: dioles hipócritamente a entender cuanto lamentaba que un tan bravo militar tuviese sobre sí la mancha deshonrosa de la intemperancia y añadió, mintiendo a mansalva, que Cassio no se acostaba jamás sino medio bebido. Era ésta una solemne falsedad, pero que fue creída por todos los hidalgos de Chipre. Observó Montano que era lástima que Otelo no estuviese enterado de la conducta de su ayudante: — Será que no ve su modo de obrar, o quizá su buen natural hace que no vea sino las virtudes de Cassio, cegándole para que no se de cuenta de sus defectos — dice Montano; — pero no deja de ser un grave inconveniente que el noble Moro tenga confiado un cargo tan importante como el de lugarteniente, a un indíviduo seducido por un vicio tan degradante e inveterado. Creo que no debemos permitir que lo ignore por mas tiempo.
— Eso no — responde con hipocresía Yago; no lo haré ni por la posesión de toda esta bella isla. — Amo demasiado a Cassio, y mi gozo fuera poderle curar de este torpe vicio. Pero... ¿qué es ese ruido que oigo?... se oyen voces de ¡socorro, socorro!»
Sin darles tiempo para salir, entra bruscamente Cassio, corriendo a la zaga de Rodrigo a quien alcanza y golpea fuertemente. Interviene Montano en defensa de Rodrigo; Cassio se vuelve entonces contra el ex gobernador, desenvainan ambos la espada, y Montano es herido. Entretanto Yago había mandado a Rodrigo que saliese a gritar alarma en la villa, incitando a la gente al motín y procurar el mayor desorden posible, mientras él se asociaba a la revuelta, gritando y sembrando el pánico por doquiera, contribuyendo así a aumentar la confusión, en vez de restablecer el orden.
Compareció rápidamente en la escena Otelo, y gracias a su prontitud y resolución quedó al instante sofocado el tumulto. Exigió entonces una explicación, y nadie parecía dispuesto a darla, por lo cual, dirigiéndose a Yago, le dice:
— Honrado Yago; aunque tu semblante revela el profundo disgusto que te embarga, dime ¿quién empezó este tumulto? Por nuestra amistad, te mando que me lo digas.
Masculla Yago unas confusas palabras, que no pueden menos de desconcertar al general. Cassio, interpelado también, y ya completamente sereno, responde sencillamente:
— Os ruego que me excuséis, no puedo hablar.
Montano, por su parte, afirma que no se siente con fuerzas para hablar, y dice solo:
— Yago, vuestro ayudante os dará cuenta de todo: por mi parte no creo haber dicho o hecho cosa alguna que desdiga de un caballero.
Empezaba ya Otelo a perder la paciencia, y comprendiendo la gravedad de tales desóordenes en las críticas circunstancias por que atravesaba la isla, mandó breve e imperiosamente a Yago que le dijese cómo había empezado la riña y quien era el que la había provocado.
Disimulando con una aparente repugnancia su secreta satisfacción, tomó Yago la palabra. Hizo un relato de cuanto había sucedido, procurando hacer resaltar que estaba ajeno al verdadero motivo del hecho y más bien parecía ostensiblemente preocupado para disculpar a Cassio.
La sentencia de Otelo fue breve y rigurosa.
— Veo claramente, Yago— dice Otelo,— que tu lealtad y tu afecto hacia el amigo y compañero, te hacen atenuar el hecho para disminuir la culpabilidad de Cassio.
Y dirigiéndose a Cassio, le dice:
— Cassio, ya sabes cuánto te quiero: a pesar de esto, no te contarás ya más en el número de mis oficiales.
Al retirarse Otelo, acompañado de los demás caballeros, viendo Yago a Cassio pasmado como si le hubiese tocado un rayo, acércasele y le pregunta si está herido.
—Sí, y sin esperanza de remedio, — responde tristemente Cassio.
— ¡Pardiez, que no será así; Dios no lo quiera! — exclama Yago sobresaltado.
— ¡Reputación, reputación, reputación! — gime Cassio: — ¡ah!, ¡he perdido mi reputación, lo único que me podía inmortalizar! ¡Mi reputación, Yago, mi reputación!
—Tan cierto como las tinieblas de esta noche, que creía yo que estábais herido— replica Yago, con maliciosa chanza:— no hayáis pena por esto: las heridas de la reputación son de menor transcendencia que las corporales. No os faltara ocasión de probar vuestra honradez y recobrar el favor del general.. No habéis de hacer sino implorarlo y lo obtendréis sin dificultad.
— No, sino su menosprecio ha de solicitar quien ve la confianza de un tan excelente general burlada por un tan ligero oficial bebedor e imprudente— replica Cassio compungido.
—El embriagarse una que otra vez en la vida, no es suficiente para dar al traste con una reputación, y cualquiera puede tener ese desliz. Lo que habéis de hacer es lo siguiente. El general de los ejércitos venecianos no es actualmente Otelo, sino su mujer; quiero decir que Otelo está tan prendado de las gracias y virtudes de ella, que le está completamente sometido y no piensa ni obra sino por su cabeza y sus manos. Id pues a ella, Hamad a su compasivo corazón, confesadle vuestra debilidad e implorad su ayuda. Ella es tan generosa, tan benévola, tan servicial, que accederá a vuestros ruegos creyendo cumplir con un deber. Mi fortuna apuesto a que después de esta ruptura con Otelo, si esto hiciereis, estaréis en mayor privanza con él que antes.
— ¡Pardiez, que me dais un buen consejo!— exclama Cassio.
— Por la sincera amistad que os profeso lo hice y con la mejor intención en favor vuestro.
— Lo creo— dice Cassio,— y os lo agradezco. Mañana mismo, a primera hora, iré a postrarme a los pies de la virtuosa Desdémona y la pediré que tome mi causa por suya.
Reíanse los huesos al traidor, viendo lo bien que se desarrollaba el plan que premeditara. Bien lo sabia él: el mismo ardor con que abogaría Desdémona seria un nuevo pábulo al fuego de los celos de Otelo.
Con la generosa bondad, pues, de aquella amable criatura iba a tejer Yago la red que había de envolver pronto a todos.

4. El pañuelo de bolsillo
Conforme con su determinación presentóse, a la mañana siguiente Cassio a Desdémona, la cual se encargó del asunto con todo el afecto de su bondadoso corazón, prometiendo jovialmente no dejar en paz a su marido hasta obtener el perdón del oficial. En aquel mismo momento entraba Otelo, y Desdémona suplicó a Cassio que no se fuera, sino que se quedara para que pudiese oir lo que ella decía a su esposo; pero el joven oficial, demasiado avergonzado para arrostrar la presencia de su general, rehusó quedarse allí y huyó precipitadamente. La ocasión era de lo más favorable para sembrar en el corazón del Moro los primeros gérmenes de sospecha contra su esposa, y, en efecto, no la desperdició Yago: haciendo del distraído exclamó:
— ¡Ah, no; esto jamás!
— ¿Qué dices? — pregunta Otelo.
— Nada, señor; es que...— responde Yago,— con cierta turbación como si se arrepintiese de haber hablado imprudentemente.
— ¿No era Cassio el que estaba ahora mismo con mi mujer? — pregunta Otelo.
—¿Cassio, señor?— repite Yago, como sorprendido;— no, a fe mía; no puedo creer que Cassio huyera como quien obra mal, al veros venir.
— Pues, me parece que era él— persiste Otelo.
En aquel mismo instante sale Desdémona a recibir a Otelo, y le dice:— Ah, sñoror, acabo de hablar con uno que vino a pedir mi mediación, un infeliz que gime bajo el peso de vuestra indignación.
— ¿Quién es?
— Vuestro lugarteniente Cassio — responde cándidamente Desdémona.
Y empieza a interceder por el culpable con una elocuencia nacida de un corazón sencillo y bien intencionado. Pero la observación de Yago había turbado la serenidad de Otelo.
— ¿Era el que acaba de salir, no es verdad?— pregunta Otelo sacudidamente.
— Ciertamente y el pobre esta tan abatido que me ha dejado también a mí en cierta manera afligida y sufro de verle en tal estado. Ea, compadécete de él, amor mío, y admítele de nuevo a tu servicio.
— Ahora, no, Desdémona; más tarde, veremos.
—¿En breve, no es verdad?— replica Desdémona.
— Lo más pronto que pueda, mi amor y por respeto a ti— dice Otelo con mayor blandura.
— ¿Esta noche a la hora de cenar?
— No, esta noche no.
— Entonces ¿mañana?
—Mariana no comeré contigo— responde Otelo; — tengo una cita en la ciudadela con los capitanes.
— Bueno, pues mañana por la noche, ¿eh?, o el martes próximo por la mañana, a mediodía o por la noche, o, lo más tarde, miércoles por la mañana. ¡Ea, Otelo!, dime de fijo cuando será y que no pase de tres días— insiste Desdémona en tono meloso y acariciando a su marido. Y prosigue intercediendo por el atribulado mancebo, con una tan persuasiva dulzura, que Otelo no puede ya resistir más, y acaba por decirle:
— No me importunes más. Que venga cuando quiera, no puedo negarte cosa alguna que me pidas.
Y al retirarse Desdémona, satisfecha de haberle arrancado la promesa del perdón para su favorecido, exclama Otelo en un arranque de tranquila confianza y de infinito afecto:
— ¡Ah, piérdase mi alma, si no te amare! Si alguna vez dejo de quererte, quedo sumido en un profundo caos.
La situación había cambiado totalmente, y todo hubiera quedado arreglado, si no hubiese estado allí Yago, pronto siempre a verter su veneno en el inquieto corazón del Moro. Con una diabólica perfidia (tejido de insinuaciones, frases a medio decir y luego retractadas, fingimiento de una franqueza temerosa siempre de excederse) consiguió Yago sumir a Otelo en un abismo de sospechas contra Cassio. Con su habitual socarronería, parecía dejarse arrancar, mal de su grado, cada una de las palabras que su pérfida lengua profería, y consiguió, ni más ni menos que la noche anterior, aplastar a Cassio con sus odiosas calumnias, mientras hacía del que le disculpaba.
No contento con esto, que ya era un triunfo para su venganza, no tardó, con serpentina malicia, en insinuarse en el ánimo de Otelo e inocular en él finísimas sospechas contra Desdémona, protestando, empero, que nada estaba más lejos de su ánimo que revelar sus pensamientos (temerarios quizá) y suplicándole muy ahincadamente que se guardase de los celos.
— El hombre celoso — decíale — arrastra una triste y penosa existencia, llena de amarguras: adora en el objeto de sus ansias y duda sin embargo, sospechando siempre, pero sin cesar de amar. ¡Oh Dios clemente y bondadoso! (añadía con fingido fervor) no permitas que alguno de los míos caiga en el abismo de los celos.
— Y ¿a qué viene todo esto? — pregunta Otelo, excitándose por momentos, tal como había intentado Yago. — ¿Crees tú acaso que yo soportaría una vida de celos, entre sospechas y temores, cambiando de rostro como la luna? No:  la duda y la resolución solo pueden durar en mí un momento... No, Yago, no; antes de dudar, quiero ver; si dudare, haré la prueba, y después de hecha la prueba, ya no me quedará sino la disyuntiva, o despedirme del amor, o rechazar la duda.
Expresóle Yago cuanto le complacía el saber que así discurría porque en adelante podían dar con mayor franqueza pruebas de afecto y lealtad. Advirtiole, pues , que vigilase cuidadosamente a su mujer y que se fijase en la conducta que ésta observaba con Cassio. Después, fingiendo mejor acuerdo, pónese a suplicar a Otelo que no piense ya más en ello y que de tiempo al tiempo. Despídese, por fin, del Moro, después de haber conseguido amargar su existencia y hacerle un ser desdichado.
— ¡Qué joven tan honrado es éste y qué talento tiene para distinguir los varios matices de las acciones humanas!— piensa para sí Otelo, victima ya de los manejos de Yago; pero luego, al ver ante sí a Desdémona, resplandeciendo en su frente la nívea blancura de la inocencia y en sus ojos el brillo del candor, bórrase de su corazón, como por encanto, toda sombra de desconfianza.
— ¡Si hubiese doblez en su alma — exclama aparte — oh, entonces sería que el cielo se burla de sí mismo! No puedo creerlo.
Desdémona venía a anunciar a su marido que la comida estaba a punto y que los nobles de la isla, a quienes él había invitado, estaban aguardando. Conturbado por el recuerdo de la conversación que tuviera con Yago, responde Otelo con una voz tan débil, que Desdémona le pregunta con sorpresa, si se siente indispuesto.
—No; pero me duele la cabeza — responde Otelo.
— Es la falta de dormir. Voy a curarte; te vendaré la cabeza, y en menos de una hora estarás bien— dice Desdémona, sacando un pañuelo de bolsillo bordado de fresas.
— Es demasiado pequeño— replica Otelo, apartándolo con la mano. — Déjalo: voy contigo.
— Mucho me aflige el ver que te sientes enfermo — replica Desdémona con seriedad e infantil candidez.
El pañuelo había caído al suelo, sin advertirlo Desdémona: al ausentarse, pues, los dos esposos, recogiolo Emilia, mujer de Yago, alegrándose de haberlo hallado, pues su marido le había rogado varias veces que procurase tomárselo a Desdémona y guardarlo para él. Este pañuelo era el primer regalo que Otelo había hecho a Desdémona, suplicándole que no se desprendiese jamás de él, y era tanto lo que apreciaba Desdémona aquella prenda del amor de su esposo, que lo llevaba siempre encima guardándolo cuidadosamente y lo besaba y le dirigía amorosas palabras.
—Haré bordar uno igual, copiando su labor, y lo daré a Yago— pensó Emilia:— Sabe Dios (que yo no) lo que él quiere hacer con este pañuelo; a mi bástame darle gusto y seguir su capricho.
Compareció en aquel mismo instante Yago, y apenas le diera Emilia el pañuelo, ya le dolia de haberlo hecho y quizá se negara absolutamente a entregárselo, a no habérselo Yago arrebatado traidoramente con la una mano, mientras con la otra la acariciaba villanamente. Tan pronto como tuvo el pañuelo en su poder, cambió de tono y despidió bruscamente a Emilia.
Grande fue la alegría que tuvo Yago al ver en su poder aquel objeto que tan a maravilla había de servir para sus depravados intentos. Ocurriósele dejarlo en la habitación de Cassio, previendo que el incauto joven lo recogería y entonces de su cuenta correría persuadir a Otelo que Desdémona lo había regalado al lugarteniente. Muy bien sabía Yago que «cosas de tan poca monta y más ligeras que el mismo aire son para el celoso pruebas más convincentes que los mismos textos de la Sagrada Escritura.» En efecto, al ver venir a Otelo, observó con diabolica satisfacción, la nube de tristeza y de inquietud que obscurecía la frente del Moro.
— Ni el zumo de la adormidera, ni el de la mandrágora ni otro narcótico alguno, será capaz de procurarte jamás el dulce sueño de que disfrutaste ayer— dijo para sí el maligno Yago. En efecto, la paz y el sosiego habían abandonado para siempre el corazón de Otelo, y la vida ya no había de tener para él en adelante encanto ni interés alguno. Asi lo expresó él mismo, en un amarguísimo lamento:
— ¡Ahora si que puedo despedirme de vosotros, tranquilidad de mi espíritu, contentamiento de mi corazón!... ¡Adiós para siempre, escuadrones empenachados; ¡adiós campos de batalla que hacéis de la ambición una virtud heroica!... ¡Adiós relinchadores corceles, estridentes trompetas, tambores que dais valor y esfuerzo, pífanos atronadores, reales estandartes!... ¡Adiós, honor, gloria, pompa y azares de la guerra, que lleva a la victoria y al triunfo! ¡Adiós!... ¡Otelo terminó ya su carrera!... ¡todo acabó para él!
— ¡Señor mío! ¿es posible?— exclamó Yago con fingida simpatía.
Arrebatado por un repentino furor, vuélvese Otelo y ase de él apretándole la garganta y diciendo:
— ¡Ah, villano! dame una prueba de la infidelidad de mi esposa. Dame una prueba - repetía sacudiéndole violentamente, como si quisiera ahogarle en sus manos.
Fingió Yago gran sentimiento por la desconfianza que le manifestaba Otelo, y afirmó que estaba pronto a facilitarle la prueba de lo que había insinuado y añadió:
— Solo una cosa quiero que me digáis, señor; ¿acaso no habéis visto alguna vez en manos de vuestra esposa un pañuelo bordado de fresas?
— Yo le di uno por el estilo; fue mi primer regalo de novio — contesta Otelo.
— Pues bien, no es que yo sepa nada; pero lo que puedo afirmar es que acabo de ver en manos de vuestro ayudante Cassio un pañuelo muy parecido.
Naturalmente, ante tal testimonio, no pudo ya dudar Otelo de que Desdémona hubiese regalado a Cassio aquel objeto que era precioso presente de su esposo. Aprovechó la primera ocasión para reclamárselo, y Desdémona, naturalmente, no pudo sacarlo. Gran turbación le ocasionó la pérdida de aquel tesoro; pero al ver la insistencia con que Otelo lo reclamaba, no osó confesar que lo había perdido, y contentóse con decir que en aquel momento no sabía dónde estaba.
— Falta grave es ésta — dice Otelo frunciendo el entrecejo y mostrándose enojado; —porque este pañuelo se lo dió a mi madre una hechicera egipcia que leía y veía lo oculto del corazón de las personas: al regalárselo dijo a mi madre que mientras guardase aquel pañuelo, conservaría el afecto de su marido, pero que si lo perdía o se desprendía de él, mi padre la abandonaría hastiado de ella. De mi madre, en el lecho de muerte, lo recibí y ella me encargó que lo regalara a mi mujer cuando el destino quisiese que me casara. Esto es lo que hice; ándate pues con cuidado y guárdalo como un tesoro, pues el perderlo o darlo, serfa para ti una fatal desgracia.
— ¿Es posible?— dice Desdémona con tembloroso acento.
— Indudable— responde Otelo; — este tejido encierra una virtud mágica; su labor la hizo una sibila que tenía doscientos años de edad; los gusanos que hilaron la seda eran sagrados y se tiñó con jugo de corazón de virgen, momificado y conservado con gran esmero.
— ¿Es así como dices?— pregunta Desdémona cada vez más alarmada.
—No lo dudes, y procura no perderlo— dice Otelo, en tono de amenaza.
Reitera Desdémona su afirmación que el pañuelo no puede estar perdido. Luego, acordándose de lo que había prometido a Cassio de interceder por él cerca de Otelo, aprovecha imprudentemente aquella malhadada ocasión para insistir en su súplica. Aquel acto, aunque inspirado en la inocente bondad de Desdémona, fue la gota que llenó el vaso de la celosa cólera de Otelo, el cual apartóse de allí repitiendo en el delirio de su furor: ¡Ah!, ¡el pañuelo, el pañuelo!
Instigado hasta hacerle perder el juicio, por las diabólicas maquinaciones de Yago, no ve ya en la cándida y sincera actitud de su esposa, sino la más refinada perfidia, y determina castigar de la manera más terrible la deslealtad de la que supone culpable.

4. El único recurso
En el tempestuoso proceso de sus celos había, es verdad, Otelo llegado a pronunciar sentencia de muerte contra su esposa; pero ardía en su corazón, inextinguible el fuego de la pasión hacia ella y no podía apartar de su pensamiento la idea de los encantos y belleza de Desdémona: ello naturalmente contrariaba los planes de Yago, por lo cual, temiendo éste que Otelo volviese atrás y que no se llevase a término la venganza, no perdía ocasión de avivar su resentimiento contra Desdémona. Recordaba insidiosamente al moro las palabras que Brabantio le dijera al partir de Venecia, y sugeríale que si Desdémona había logrado engañar a su padre ocultándole su afecto hacia Otelo, de la misma manera podía ser que ocultara a su marido el amor que profesase a otro cualquiera.
—No, no puede vivir...— decía Otelo:— mi corazón se ha convertido en piedra; al golpearlo me lastimo la mano...
Después, como desdiciéndose, exclama:
— ¡Ah!, ¡no hay en el mundo criatura más divina!...
— Esto no hace al caso— replica Yago contrariado.
—No digo sino lo que ella es-dice Otelo;— tan diestra en manejar la aguja, tan inspirada artista musical, que con su canto amansaría las bestias feroces. ¡Una inteligencia tan clara, una imaginación tan fecunda!...
— Todas estas cualidades la hacen más culpable.
— ¡Oh!, mil y mil veces más culpable— repite Otelo. —
Y además, ¡de tan noble cuna! — añade el Moro pensativo.
— Ciertamente; demasiado noble — replica Yago con sardónica risa.
— Es verdad,... y, sin embargo, ¡que compasiva, Yago!, ¡qué compasiva!
Pero lo mismo hubiera sido pedir compasión al tigre que acecha el momento de saltar sobre su presa. Yago no conocía la clemencia: su único ideal era satisfacer su venganza. «Que Otelo se decida a quitar la vida a Desdémona (decía para sí), que en cuanto Cassio, de mi cuenta corre.»
Emilia, la mujer de Yago, era toda de su joven ama. De carácter franco y leal sabía hablar con energía y sin rodeos; por lo cual, al ver los celos y violencia de Otelo y como iban cada vez en aumento, declarole francamente que sus desconfianzas eran injustificadas. Pero ¿qué eficacia habían de tener ante Otelo sus razonamientos, si por otro lado veíase apretado por las pérfidas insinuaciones de Yago? Persuadido estaba Otelo de que la candidez y simplicidad de su mujer no eran sino una máscara con que encubría su fina y sutil hipocresía, y creía cumplir un sagrado deber sacándola de este mundo para que no pudiese en adelante engañar a otro.
Aquel mismo día al hablar a su esposa, usó de términos tan extraños y en tono de amenaza tal que Desdémona quedo sobrecogida de horror.
— De rodillas os pido que me digáis qué significa este lenguaje — dícele con el corazón transido de pena: — veo que vuestras palabras respiran cólera y furor, pero no comprendo el alcance de ellas; sedme explícito.
Responde Otelo con un torrente de terribles acusaciones que desconciertan a Desdémona sumiéndola en la más horrorosa de las inquietudes: después abandónala bruscamente, procurando Emilia en vano consolarla. Aquella excelente mujer indignada por la vergonzosa conducta de Otelo declara paladinamente en presencia de Yago, que el moro es sin duda juguete «de algún bribón redomado o de algún infame detractor».
— ¡Oh Cielos! — exclama, echando chispas de sus ojos, — ¿por qué no quitais la máscara a esos criminales?, ¿por qué no tomáis en vuestras manos un látigo para azotar a esos monstruos de iniquidad, haciéndoles andar errantes y desnudos de oriente hasta occidente?
Mal estómago había de hacer a Yago la invectiva de Emilia, y así tratola de estúpida y le impuso silencio. Después al llamarle Desdémona para que le dijese que le parecía que le tocaba hacer para recobrar la benevolencia de Otelo, disuadiola Yago de su intento tranquilizándola con que era un exceso de mal humor de Otelo, en lo cual no poca parte tenían los negocios de Estado que le atormentaban, y naturalmente se desahogaba con ella.
Alguna apariencia de verdad tenía aquella explicación, pues acababan de llegar de Venecia unos enviados extraordinarios con orden de que saliese Otelo de Chipre y le substituyese Cassio en el gobierno de la isla.
Comprendió Yago con esto que si quería sacar de en medio a Cassio, era cosa de no perder tiempo, pues a él tocaría salir de Chipre, junto con todos los demás del séquito de Otelo. Determinó, pues, valerse de la cooperación de Rodrigo, cuya. debilidad de carácter era un dócil instrumento en sus pérfidas manos: sugiriole la idea de darle muerte aquella misma noche. aprovechándose de la obscuridad. Pero fracasó la tentativa, pues Rodrigo no hizo más que herir a Cassio en la pierna, quedando él mismo, en cambio, gravemente herido. Los enviados de Venecia que pasaban casualmente por la calle, teatro de aquella sangrienta escena, al oir los gemidos, paráronse para auxiliar a las víctimas, pero la noche era demasiado obscura para distinguir quienes eran. Al mismo momento acudió Yago, llevando una antorcha, y al ver herido a Rodrigo y temiendo que al ser llamado éste a declarar confesase la parte que Yago había tornado en el complot, le remató traidoramente con una puñalada. En cuanto a Cassio se le atendió con cuidado y se le curaron las heridas.
Aquella noche, mientras Desdémona se disponía a acostarse fue presa de una extrana melancolía. Emilia, su camarera, procuró distraerla con alegre e interesante charla; pero Desdémona no podía sacudir los tristes pensamientos que invadían su mente.
— Mi madre tenía una muchacha de servicio, llamada Bárbara— decía Desdémona entre dientes:— estaba enamorada, y su amante, en un ataque de locura, la abandonó. Bárbara sabia una canción, «la canción del sauce», leyenda antigua, pero que respondía admirablemente al destino de la infeliz, y murió cantando dicha canción. No puedo desterrar de mi espíritu esta noche la canción del sauce.
Mientras Emilia la ayudaba a desnudarse, Desdémona empezó a cantar con dulce y plañidera voz:

A la sombra sentada 

Del sicomoro lánguido, 
La doncella cuitada 
Exclama en su deliquio: 
Cantad al sauce umbrío.


Con mano oprime ansiosa 

Su corazón, su cara 
Inclina temblorosa 
Y dice en su deliquio: 
Cantad al sauce umbrío.


A sus pies juguetea 

Manso arroyuelo límpido 
Que su espíritu recrea 
Y dice en su deliquio: 
Cantad al sauce umbrío.


De sus hinchados ojos 

Saltan dulces lágrimas 
Que al mármol dan enojos, 
Y dice en su deliquio: 
Cantad al sauce umbrío.


Cantad, cantad al sauce de color esmeralda, 

Con sus lánguidas ramas tejedme una guirnalda. 
No culpéis a mi amante si desfogó su ira, 
Pues le disculpa ansiosa la que por él suspira.


— No es esto lo que sigue... Emilia ¿qué es esto? ¿quién llama?
— Nadie, señora; es el viento.
Pone Desdémona, un instante, el oído atento, y vuelve a su canción:

A mi amante he llamado 

Engañador impío; 
¿Sabéis que ha contestado? 
Cantad al sauce umbrío.


La voz de Desdémona va languideciendo y calla por fin Emilia termina su tarea; despídela Desdémona, deseándole una buena noche, y ya sola, cierra sus atribulados ojos y se duerme.
Aquél era el momento escogido por Otelo para poner por obra su tenebroso plan. Entra y, al ver a su bella y joven esposa descansando en brazos de un tranquilo e inocente sueño derrítesele el corazón en un deliquio de amor y compasión! Inclínase hacia ella y le da un tierno beso. Sin embargo, aquella emoción es pasajera: asalta de nuevo su espíritu la idea del móvil que le induce a la premeditada acción, y su corazón vuelve a su primitiva dureza. Su alma se ve invadida por una nueva y arrolladora ola de celos; toma las almohadas y ahoga con ellas a Desdémona, hasta parecerle que su vida se ha extinguido.
Óyese entonces resonar un violento golpe en la puerta: es Emilia que llama, pidiendo para entrar.
Otelo se para y reflexiona:
-¿Qué voy a hacer ahora? si entra, querrá sin duda hablar con ml mujer. ¡Mi mujer!... ¡mi mujer!... ¿Qué mujer si ya no tengo?... ¡Oh terrible e insoportable momento! ¡Oh pensamiento abrumador!
Y echa Otelo un sordo gemido, tapándose con las manos el rostro.
Y vuelven a llamar: oyese la voz de Emilia que dice:
— Señor, necesito deciros una palabra.
Otelo entonces corre la cortina de la cama y abre.
Emilia, presa de viva agitación, llevaba a Otelo la noticia de la muerte de Rodrigo; mientras hacía el relato del suceso, llama su atención un extraño gemido: reconoce la voz de su señora y adelántase precipitadamente hacia el lecho, descorriendo la cortina.
-¡Socorro; socorro!... ¡Oh señora, hablad! ¿qué tenéis?¡Desdémona! ¡Oh amable Desdémona, señora mía! ¿Qué os pasa?
-Muero inocente— responde Desdémona.
— ¡Oh! y ¿quién ha cometido esta maldad?
-Nadie; yo misma. ¡Adiós! Despídeme de mi buen marido. ¡Adiós!
Y su encantadora alma vuela en un suave suspiro.
Dijo en seguida Otelo que no era verdad lo que dijera Desdémona, pues él era quien le había dado muerte. Volvióse contra él Emilia, en un arrebato de furor y desprecio; pero calmóla él explicándole las razones que había tenido para obrar de aquella manera y diciéndole que Yago era quien se lo había revelado todo. No pudo Emilia dar fe a semejante atrocidad: corrió a pedir socorro, y al acudir los oficiales, y entre ellos Yago, échale en cara lo que Otelo acababa de decide.
— Díjele lo que yo pensaba— responde cínicamente Yago,— y jamás afirmé, ni di por cierta cosa alguna que él no reconociese ser justa y verdadera.
—Pues valiente mentira has dicho; odiosa e infernal mentira; por mi alma, que has mentido criminalmente — díce Emilia desconcertada. En vano intenta Yago ponerle silencio; ella proclama a voz en grito la villanía de Yago.
Entonces y sólo entonces empieza Otelo a comprender que ha sido víctima del engaño. Sin embargo, una cosa queda en pie, como justificante cierto; el pañuelo, el precioso recuerdo de Otelo y que Desdémona diera a Cassio.
— ¡Oh estúpido Moro!— exclama Emilia.— El pañuelo de que hablas, yo lo hallé casualmente y lo di a mi marido, porque varias veces y con repetidas instancias me había pedido que lo sustrajera... ¿Cómo se entiende que digas que ella lo regaló a Cassio? Nada de esto. Yo fui quien lo halló y yo quien lo dió a mi marido.
— ¡Mientes!— dícele Yago.
— Al cielo por testigo, que no miento: yo no miento, señores.
Enfurecido por lo que decía su mujer, intento clavarle el puñal, pero escapó ella de su alcance, pues los oficiales allí presentes la defendieron. Lánzase de nuevo contra ella, espada en mano, y cae herida.
— Ponedme al lado de mi señora— dice.
Y allí, al lado de su señora, expiró a los pocos minutos cantando la balada del sauce y protestando hasta su último suspiro de la inocencia de su señora.
Verdaderamente todo había terminado para Otelo; no le quedaba más que un estéril remordimiento que roia su corazón.
— ¡Oh Desdémona, Desdémona! ¡Muerta estás! — Este era el grito desgarrador que resonaba en la fúnebre estancia.
Pero ya no había remedio. Inútiles eran las torturas de su amor y su pena; vanos sus lamentos; vanas y estériles sus lágrimas; vano el amargo desprecio con que censuraba a su alma criminal.
Fría, fría, pálida y en la quietud de la muerte, reposaba su bella y joven esposa; ya no oía las voces de la tierra; su última sonrisa había quedado helada en sus mudos labios.
A Otelo se le había ya quitado el mando de la isla y éste estaba en manos de Cassio. Pero poco le importaba esto a Otelo; sus sueños de humana ambición se habían ya desvanecido. Al retirarse los oficiales de la cámara mortuoria, llevándose prisionero a Yago, parólos Otelo con un ademán imperioso.
— Deteneos — dice: — dos palabras antes que os vayáis. Algunos servicios, bien lo sabe todo el mundo, he prestado a la nación; pero no hablemos de ello. Una cosa os pido: en vuestras cartas, cuando hagáis el relato de los acontecimientos que acaban de tener lugar, hablad de mi con toda verdad; pintadme tal cual yo soy; no atenuéis la gravedad de los hechos, pero no añadáis cosa alguna que la malignidad pudiese sugeriros. Decid de Otelo que fue un hombre que amó con poca discreción, pero con gran ardor; que no se dejó arrastrar fácilmente a los celos, pero que poseído de ellos, sufrió todas sus amarguras y llegó a todos los excesos. Decid que, a semejanza del judío incivilizado, echó lejos de sí una perla de más valor que toda su raza entera... Escribid esto y añadid que una vez hallándome en Alepo, al ver que un inicuo turco, con turbante en la cabeza, golpeaba a un veneciano e insultaba al Estado, le apreté la garganta como a un inmundo perro y lo maté... así.
Diciendo estas palabras, atravesóse el corazón de una puñalada. Con lánguido paso arrastróse hasta el lecho y cayó muerto sobre el cadáver de Desdémona.
—Antes de matarte te besé— murmura exhalando el último suspiro:— no me quedaba otro recurso; matarme y morir pegando mis labios a los tuyos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario