sábado, 9 de diciembre de 2017

LA MALDICIÓN DE LOS SOARES (HAMLET COLONIAL)


Belén de Pará
Dieron un paseo por Belén de Pará. Gustó el puerto bullicioso, lleno de barcas, la hermosa iglesia de Nuestra Señora de Nazaré, el Orquidário do Coreto y el pintoresco mercado de Ver-o-Peso. Las calles estaban llenas de gente asomada a la puerta de su casa.
Mientras visitaban el puerto y el casco antiguo, uno sentía que se sumergía en el siglo XVII. Imaginaba cómo habría sido vivir en aquel siglo de casas coloniales pintadas de blanco, azul, rosa y amarillo pastel.
Los edificios parecieron hermosos y un poco destartalados, tachonados de azulejos, de techos de tejas y de farolas antiguas.
La imaginación todavía excitada por el paseo.

...a vivir en una comunidad de casas situadas sobre un palafito con vistas a la bahía de Guajará.

El acceso estaba vigilado por guardas armados. Parecía que se tratara de una vivienda normal y corriente, con su porche para aparcar el coche, pero al asomarse a las ventanas traseras descubrieron que había sido construida sobre la bahía. No había motivo para preocuparse, el condominio estaba protegido; había un guarda en la entrada que lo hacía inaccesible y en el piso de abajo dormía Fernanda, la empregada.

—¿Y si entra algún animal salvaje?

—Creo que los animales prefieren estar en la selva. Además, esta casa es muy segura y los guardas los verían. ¿No te parece?

—¿Y si entra alguien por la parte que no da al río? Alguien que no sea un animal, quiero decir.
Resultó imposible dormir aquella noche en Belén. El ambiente olía a humedad y el sonido persistente del agua no tranquilizaba. La luna iluminaba la estancia con una claridad obstinada.
El calor hacía que se pasaran las horas muy lentamente, sumergidas en un extraño sopor.
Las compañeras de Belén no eran tan mundanas.

Por la noche, fueron a cenar a un barco restaurante en el río. Estaba completamente iluminado con hileras de bombillas. El ambiente era agradable y el olor delicioso. Sirvieron pescado aderezado con una salsa de mandioca, llamada tucupí, pimienta roja y cilantro. Y se explicó qué clase de peces se correspondían con nombres tan raros como filete de pirarucú, jaraqui frito o tambaqui asado.

—Hoy me ha ido muy bien en el hospital —explicó—. He conocido a mi primer paciente. Tiene una patología extraña.


—¿Cuáles son los síntomas de la enfermedad?
—Los síntomas parecen ser siempre los mismos: visión nocturna...

—¿Visión nocturna? —interrumpió.

—Exacto. Aunque parezca mentira, las personas afectadas por esta enfermedad pueden ver en la oscuridad, como muchos animales de la selva. También tienen fotofobia, es decir, alergia a la luz directa, y no digamos al sol. No pueden soportarlo.

—¿Qué pasa si les da la luz del sol?

—No lo toleran —explicó—. Solo pueden estar en la penumbra. Pueden ver la luz de lejos, pero nunca directamente. Tienen el pulso muy débil, la temperatura baja y el corazón les late muy lento.

—¿Como el de los deportistas muy entrenados?

—Algo así.

—Y ahora, ¿qué estás haciendo en el hospital?

—Intentar estudiar a Mayara, una chiquilla de catorce años que tengo como paciente. Es extraño, pero no he encontrado ningún síntoma en ella, salvo que está algo resfriada.

—Los chicos y chicas son muy diferentes. Cuando les he dicho donde vivía, me han comentado que estamos demasiado cerca del estuario del río y que la selva está plagada de anacondas, osos hormigueros y jaguares. Eso no ha animado mucho que digamos.

—No me extraña. Hay miles de animales más. como las ranas venenosas y los cocodrilos, pero no vendrán a visitar por las noches.

—También han hablado de una leyenda sobre unos niños que nunca duermen. Los meninos sem sonho. Han dicho que esos sí que vienen por las noches.

—Creo que no han sido muy amables al contar esas cosas. Lo han dicho con la intención de asustar.

—Hoy he conocido a dos personas interesantes.
—¿Sí? ¿Quiénes son?
—El padre Pedro Salgado, un misionero español que lleva más de cincuenta años viviendo en la selva. La verdad es que no sé cómo lo hace para tener la vitalidad que tiene. Tiene párkinson y problemas de corazón. Sin embargo, todavía le quedan fuerzas para apoyar a los indígenas de estas tierras. Me encantaría que lo conocieras. Lo voy a invitar a cenar una noche, tiene cientos de historias que contar y es muy amable.

—Y el otro paciente, ¿quién es?

—Un hombre muy interesante; se llama João Ribeira y es un defensor del ecosistema amazónico. Me recuerda en algo a...

La forma de pensar, supongo. Es un hombre muy comprometido. El caso es que está enfermo de malaria.

...en aquel rincón del mundo. Todo era nuevo y amenazador allí. Las costumbres y comidas eran diferentes, los compañeros de colegio eran poco acogedores y vivían en una casa que se sostenía de milagro sobre la bahía.

Coger el autobús al colegio, cada mañana, era el mejor momento del día. El vehículo destartalado iba muy despacio y el conductor sintonizaba una radio popular. Los pasajeros se movían al son de la música y, mientras las gruesas gotas de lluvia golpeaban los cristales, los desempañaban por dentro y miraban el casco antiguo imaginando historias de amor. Seguro que en aquellos balcones los enamorados habían cantado serenatas a sus amadas, y entre las rejas, exóticas mujeres habían escuchado sus palabras de seducción. En los desgastados adoquines, las pisadas de los traidores habían resonado en su huida en medio de la noche, y bajo los rayos blancos de la luna habían resplandecido las armas de los duelistas. En cada una de aquellas casas, había muerto gente y sus fantasmas tal vez rondaban a los vivos.


Meninos sem sonho

Cuando estaba en la segunda planta, se cruzó con una chica de ojos muy oscuros, vestida con una bata blanca y con un fardo de ropa en las manos.

La muchacha sonrió con una mirada de complicidad y bajó por las escaleras.

—Los han detenido los responsables de seguridad. Mayara ha desaparecido. —Miró por la ventana con pesadumbre—. Está anocheciendo. Vete a saber dónde estará en estos momentos. Es una pena, ahora seguro que no podré acabar de hacer las pruebas.
[···]

Junto a la ventana se vio la silueta de un muchacho.

El tono de su voz era amable y no parecía albergar malas intenciones. Se acercó lentamente a la ventana y se asomó para ver por dónde había subido el muchacho. Allí abajo, a unos seis metros, solo había agua.

—El caso es que aquí estoy. ¡Qué importa cómo haya entrado! ¿No te parece?

Lo observó detenidamente a la la luz de la reluciente luna llena. Tenía ojos oscuros y la expresión seria.

—Cualquiera no es como yo —dijo el joven.

—¿Qué quieres decir?

—Cualquiera no es un menino sem sonho, gracias a Dios.

—¡Entonces, es verdad lo que cuentan en el colegio! —exclamó—. Existís de verdad.

—Sí, claro —contestó—. No sé por qué extraña tanto. Se pasan el día estudiando por qué somos como somos. Además, el otro día conociste a Mayara. Te cruzaste con ella en las escaleras del hospital.

—La chica que se escapó.

—Exacto.

—¿Qué peligro os acecha? —le preguntó.
—Morfeu Soares. Uno de los seres más miserables que te puedas imaginar, aunque parece muy normal. Es un famoso multimillonario. Tiene negocios, coches de lujo, fantásticas mansiones, un jet privado y mucha popularidad.
—Explícame de qué va todo esto —le suplicó.

—Antes de explicarlo, necesito que confíes en mí, pero también necesito confiar en ti y saber que no hablarás, o acabarás con todos nosotros.

—¿Con los meninos sem sonho, quieres decir?

—Con todos.

—Yo jamás os haría daño —le aseguró.

—A veces no hace falta querer dañar a alguien para hacerle daño. Si fueras indiscreta y contaras que he venido, por ejemplo, empezarían a buscarnos y eso es justo lo que no queremos —explicó el joven—. Normalmente no abandonamos nuestro escondite por miedo a que Soares nos atrape y no hablamos con nadie. Solo salimos por las noches.

—No entiendo nada. ¿Por qué no lo explicas de manera menos misteriosa? —se impacientó.

—Morfeu Soares es quien ha hecho detener el proyecto. Su objetivo es que ella trabaje para él.

—¿Por qué?

—Para encontrarnos con la excusa de investigar una enfermedad que no existe. Esa enfermedad extraña que investigan, se la inventó Soares para tener una excusa por la que buscarnos.

—Pero ¿para qué os quiere?

—Para trabajar en su mina.

—¿Trabajar en una mina? —preguntó extrañada.

—Así es.

¿Era verdad lo que contaba aquel chico?

—Está bien —dijo el joven—. Por favor, no le cuentes a nadie lo de mi visita. Ni siquiera a tu madre. ¿Lo prometes?

—Lo prometo —dijo mirando a Xavier mientras pensaba que aquel muchacho tenía una expresión muy dulce.

—Espero mañana cerca del embarcadero al que sueles ir.

—¿Cómo sabes que suelo ir? —preguntó.

—En la selva hay ojos que observan —dijo Xavier sonriendo.

—¿Me has espiado?

—Sí —reconoció Xavier.

—A unos trescientos metros del embarcadero, si te adentras por el camino que va a la jungla, junto al camino, hay un viejo camión abandonado recubierto de vegetación —explicó Xavier—. Apenas se ve, pero estoy seguro de que lo encontrarás. Espero allí a las doce y media de la noche. Ponte ropa de abrigo, calcetines y unas buenas botas para caminar. No lleves una luz muy fuerte. Yo te encontraré.

—¿Puedes ver de noche?

—Mucho mejor que tú, seguro.

—Allí estaré.

Ante la mirada perpleja, Xavier cogió algo que ella no pudo distinguir entre sus manos, y se dejó caer por la ventana. Ella no escuchó el sonido de su cuerpo golpeando el agua. Se asomó y miró hacia abajo. No había nadie.


La misión de San Ignacio

Estaba claro que Xavier y su grupo de meninos sem sonho vivía en mitad de la selva y que caminar por la jungla en plena madrugada no era el plan más tentador que se le podía ocurrir, y quién sabe cómo reaccionarían aquellos muchachos al verla aparecer. Tal vez era peligroso. Una trampa para secuestrarla y pedir un rescate. Tras mucho reflexionar, llegó a la conclusión de que iría. Xavier parecía sincero y creía que ella era valiente.

Se preparó para el viaje. Llenó una cantimplora de agua, cogió un poco de comida y metió todo dentro de la mochila. Llegó hasta el embarcadero y después cogió el camino que se internaba en la selva; se oían ruidos entre la maleza. Caminó en la oscuridad, alumbrada por una pequeña linterna. Cada recodo del camino y cada sombra parecía una amenaza. Tenía la impresión de que alguien, desde el interior de la selva, la seguía.

Los trescientos metros se hicieron eternos en la penumbra, pero por fin llegó al camión abandonado. Se quedó un rato allí, de pie, esperando que viniera alguien.

No quería sentarse ni tocar nada. Escuchó un ruido a sus espaldas y vio que era Xavier quien salía de la selva acompañado por otros jóvenes. Todos miraban.

—Hola —saludó Xavier, y se acercó—. He traído a algunos de los nuestros para que comprueben que eres de fiar y llevarte con nosotros al sitio donde vivimos.

Xavier sonrió y le tendió la mano.

—Ven, no te preocupes —respondió—. Estás a salvo con nosotros. Este es nuestro territorio.

Mientras caminaba guiada por la cálida mano de Xavier, oía miles de ruidos diferentes. Los meninos sem sonho avanzaban con paso seguro; se notaba que la jungla era su casa. Conocían muy bien el camino.

Siguieron caminando con pasos apresurados, durante mucho tiempo, sin pronunciar ni una sola palabra. Cinco horas o más... La última parte del trayecto, Xavier parecía no agotarse.

La luz del alba empezaba a rasgar la oscuridad. Detrás de los tupidos árboles apareció una construcción colonial rodeada por un muro de piedra recubierto de plantas trepadoras. La visión de aquel viejo edificio de piedra antigua y rojiza como la tierra misma parecía una ilusión envuelta en la débil luz rosada. En el cielo se dibujaba el amanecer y se escuchaban las aves.

—Ya hemos llegado —anunció Xavier.

—¿Esta es vuestra casa? Parece una iglesia abandonada.

—Así es —afirmó él, feliz.

Acercándose hasta la entrada, leyó el nombre que estaba grabado en la fachada: "Misión de San Ignacio".

—¡Es una antigua misión española! ¿En mitad de la selva brasileña? ¡Qué extraño!

El edificio estaba en ruinas, pero seguían en pie algunas partes, entre ellas, el campanario puntiagudo, remontado por una cruz, en cuyo interior todavía se veía la campana recubierta de moho.

—Es el lugar más apartado de la civilización que hemos encontrado. Nadie puede llegar hasta aquí sin perderse. Y si alguien intentara entrar, nosotros se lo impediríamos. Ven, te enseñaré nuestro hogar —dijo Xavier, orgulloso.

—Todo a su tiempo —dijo Xavier—. Ya los conocerás...


Entraron en el edificio. El patio principal estaba desierto. Los meninos sem sonho se dirigieron hacia el interior. Cuando Xavier entró, se sintió refrescado por la penumbra. Las ventanas estaban tapiadas. Los ojos tardaron un poco en acostumbrarse de nuevo a las sombras, pero pudo mirar a su alrededor y descubrir a unos cincuenta niños y jóvenes con la vista clavada.

Los anfitriones se echaron a reír como si les hubieran hecho una broma.

—No nos importa —dijo una joven de cabellos cobrizos que se acercó—. Ven, tenemos comida.

Un joven muy moreno, con unos ojos verdes que resplandecían en la penumbra, también se acercó y se puso a mirar la mochila con mucho interés.

—¿Tienes comida ahí dentro? —preguntó.

—Sí.

El rostro del joven se transformó al ver un trozo de queso y los demás chicos también se acercaron para ver qué había allí dentro.

—He traído pan, algunas frutas y un poco de queso —explicó, tratando de ser amable.

—Queso —dijo un chico, relamiéndose.

—Veo que os gusta. Si lo queréis os lo doy, pero no habrá para todo el mundo. Lo siento.

El joven cogió un trozo de queso y lo miró con mucho interés. Cuando estaba a punto de metérselo en la boca se escuchó la voz de Xavier:

—Milton, no seas descortés con nuestra invitada —dijo.

—Perdona —dijo el joven con aire avergonzado y metió el trozo de queso en la mochila de nuevo.
—Bienvenida a la misión de San Ignacio —dijo una chica.


La reconoció inmediatamente: era Mayara.

—¿Y vosotros? —preguntó mirando a Xavier—. ¿No estáis cansados?

—No —dijo Milton—. Nosotros ya estamos acostumbrados.

—¿Por qué habéis tapiado las ventanas?

—Cualquier medida de seguridad es poca. Nos buscan desde hace muchos años porque saben que nos escondemos en la selva. Hicimos correr la voz de que hay una enfermedad extraña para que nadie se adentrase en ella.

—¿Por qué?

—El objetivo de Soares es reclutar niños y jóvenes para trabajar sin cesar en las minas —explicó Xavier.

—¿Por qué?

—Porque son más productivos en las minas de hierro, oro y estaño —explicó Moutinho—. Ni siquiera hay que pagarles...

A todos aquellos niños y jóvenes los obligaban a trabajar para que Soares se hiciera más rico de lo que ya era.

—¿Y por qué el rechazo a la luz? ¿Es verdad que no veis de día?

—Vemos mejor que nadie, pero solo salimos de noche —explicó una chica, muy pequeña. No aparentaba más de doce años—. De noche todo es posible. Vamos a los pueblos a buscar comida —dijo.

—¿Por qué los niños no se escapan de la mina?

—Porque no pueden —aclaró la chica—. La mina está vigilada de día por los guardias de Soares, y de noche los encierran entre rejas. De esa manera trabajan más tiempo.

—Me parece algo horrible... —dijo, indignada.

—Algo horrible —repitió una niña de color a la que le faltaban todos los dientes delanteros.

—¡Ya está bien, Noroña! Deja de burlarte. Deberías ir al río a limpiar los frutos que hemos recolectado —le recriminó otra.

—Algo horrible —repitió la niña, riéndose.

—¡Noroña, ya es suficiente! ¡Haces demasiado ruido!

Todos los niños se quedaron mudos al escuchar aquella voz.

Era un joven con gafas y aspecto impasible.

—Así es, Leo —contestó Xavier, poniéndose a la defensiva.

—Te enviamos para que la previnieras, no para que la trajeras aquí. ¿Te has vuelto loco, Xavier?

—Yo quería venir.

—Así que tú has decidido venir... —repitió con ironía Leo.

—Sí.

—¿Y qué te hace pensar que eso nos importa? —preguntó Leo. 

—No lo he pensado —reconoció y miró a Xavier.

—Xavier, el padre Salgado ha hecho un gran esfuerzo para mantener oculta la existencia de esta misión y proteger a los niños —continuó Leo.

—Ya no somos niños —dijo Xavier.

—Eso es verdad —intervino Moutinho—. Ya llevamos algunos años huyendo. Nos buscan desde hace tiempo, pero el Amazonas todavía tiene escondrijos. Lo único que sé es que si nos descubren nos llevarán a todos.

—Pues debemos evitarlo...

—¿Acabas de llegar y ya opinas? —dijo Leo.

—Estoy de acuerdo —afirmó Xavier—. La solución no es vivir siempre escondidos, sino acabar con Soares para que no continúe saliéndose con la suya.

—En junio se celebra el Boi Bumbá en Manaos —aseguró Lucelia, una niña menuda, bajita.

—¿No conoces el Boi Bumbá? —preguntó Lucelia.

—El Boi Bumbá es un festival del Amazonas en el que todo el mundo va disfrazado. Las tribus participan y hay danzas, bailes y representaciones durante todo el mes. Muchas fiestas —explicó la niña, animándose.

—Y aprovechando que vienen miles de personas de todo Brasil y del mundo entero, Soares rapta a sus futuros trabajadores, si es que puede llamárseles así, ya que en realidad son esclavos —acabó la explicación Lucelia.

—Los engaña con comida y golosinas. Nadie se da cuenta de nada entre la multitud —dijo Moutinho—. Cada año desaparecen muchos adolescentes que nadie reclama. Soares se ocupa de elegir a jóvenes huérfanos que viven en la calle. A veces, alguno se escapa. Si lo encontramos, lo traemos aquí; pero si Soares lo localiza, lo lleva directamente a la mina.

—A mí me engañó en el Cirio de Nazaré en Belén —confirmó uno de los chicos.

El Cirio de Nazaré era una fiesta religiosa muy popular que se celebraba en octubre y a la que iba mucha gente. En ocasiones, más de un millón de personas seguía la imagen de la Virgen durante la procesión.

—Soares siempre espera a las fiestas populares para aprovechar las multitudes y el anonimato —explicó Moutinho—. Lleva más de quince años haciéndolo impunemente.

—¿No se podría denunciar a las autoridades?

—Ojalá se pudiera, pero no hay pruebas.

—No es posible... —dijo, sorprendida.

—No podemos enfrentarnos directamente con los poderosos porque acabarían con nosotros en un santiamén —dijo Moutinho.

—¿Por qué?

—Somos como hormigas para ellos —afirmó Mayara—, ¡Pueden aplastarnos con facilidad!

—La mina está llena de muchachos. Si nos uniéramos, podríamos acabar con Soares —dijo Xavier—. Hay que detener a Soares, aunque siempre está rodeado de guardaespaldas. No somos sus únicos enemigos.

[···]
Los jóvenes condujeron por la misión hasta llegar a una puerta de piedra que estaba cerrada. La abrieron sin demasiado esfuerzo con un resorte.

—Esta es una de las entradas, pero hay otras —dijo Lucelia, sonriendo.

Pasaron por una galería muy estrecha. Oswaldo llevaba una antorcha que iluminaba las paredes y el suelo.

—¿Quién lo ha construido? Los pasadizos parecen muy antiguos.

—Lo hicieron los jesuitas para esconderse si los atacaban —explicó Oswaldo—. El padre Salgado sabía que existían estos túneles y empezó a usarlos para ocultarnos a medida que nos iba rescatando.

—Con el tiempo debimos ampliarlos porque éramos demasiados —dijo Xavier—. Entre todos le ayudamos a excavar y aprovechamos una cueva cercana para ampliar las galerías y crear nuestro hogar.

—La misión no es lo bastante segura para nosotros —dijo Lucelia, uniéndose a ellos a través de otro pasadizo.

—Si alguien la encuentra, podría descubrirnos —dijo Xavier—. Además, necesitábamos más espacio.

—El padre cree que se va a morir pronto. Tiene esa idea en mente desde hace algunos meses y teme por nosotros —dijo Moutinho con tristeza,

—¿Y crees que eso puede pasar?

—Ya es muy mayor —dijo Moutinho—. Yo fui el primer menino sem sonho que rescató de las manos de Soares y soy el mayor del grupo. Cuando él no está, la misión queda a mi cargo.

—Quieres mucho al padre Salgado, ¿verdad?

—Sí. Para mí, perderlo será lo más triste que pueda sucederme —agregó—, pero me gustaría que viera cómo acabamos con Soares y recobramos nuestra libertad.

Los jóvenes continuaron caminando por corredores estrechos a cuyos lados se veían muchas puertas.

—Son habitaciones individuales, pero como son un poco solitarias, los muchachos prefieren estar juntos en la cueva —explicó Xavier.

Siguieron andando hasta que llegaron a una bifurcación de caminos. Tomaron el de la derecha, y unos minutos después llegaron a un espacio grande, abierto. La cueva tenía muchas salidas al exterior por las que entraba la luz. La gruta estaba muy bien acondicionada, con ramas y arbustos trenzados en forma de hamaca. Había algunos restos de hogueras, y pucheros repletos de comida y agua potable. También había frutos y algunos animales de compañía. Mayara y el resto de compañeros los estaban esperando.

—De día recolectamos frutos, buscamos agua y arbustos caídos para las hogueras, que encendemos en el interior de la cueva... —explicó Milton.

—Por la noche, bajamos a los pueblos a robar víveres y enseres, como mantas, linternas, arroz, maíz, legumbres, hortalizas, libros, medicamentos... Tenemos un gran sentido de la orientación y podemos guiarnos por la luna —dijo Mayara.

—No le tememos a la noche: vemos mucho mejor que el resto —dijo Lucelia, orgullosa.

—La jungla está llena de cosas útiles. Mi mono, por ejemplo, se encarga de recoger bayas, frutos o ramas cuando se lo pido. También es capaz de encontrar a nuestros aliados y darles mensajes durante el día —explicó Oswaldo.

—Nuestra mayor preocupación es buscar un sitio al que podamos ir el día que los terratenientes talen la selva y nuestro escondite sea descubierto —reveló Xavier.

—Evitamos utilizar aquello que no sea parte del bosque —aclaró Noroña—, para no dejar rastros.

—Eso despertaría sospechas —explicó Leo, que acababa de llegar—. Los secuaces de Soares no dejan de buscarnos.

—Por suerte, hay quienes nos ayudan siempre y son muy valientes —explicó Xavier.

Leo sonrió burlonamente. Nadie contestaba.

—El padre Salgado no aprueba los sistemas que emplean —dijo Xavier—, pero si no fuera por ellos ya nos habrían descubierto.

—En un par de ocasiones, los matones de Soares casi llegaron hasta nosotros. Incluso lograron ver la misión, pero impidieron que salieran de la selva. —Noroña rio con estruendo.

—Si ellos no hubiesen intervenido, los sicarios de Soares nos habrían encontrado y arrasado la misión —explicó Lucelia.

—La violencia es la única manera de conseguir cosas y de hacer revoluciones... —dijo Leo.

—Hay una tribu amazónica muy respetada, Desde hace años, tenemos un pacto de amistad —explicó Moutinho—. Ellos saben que los matones de Morfeu Soares quieren acabar con nosotros y nos protegen.

—Esos chicos se desplazan por la selva saltando de árbol en árbol. Son chicos muy pequeños y ágiles —afirmó Xavier—. Vienen de todas las tribus amazónicas y son elegidos por su aspecto físico. Cuando cumplen diez años, a veces ante, ya se sabe si podrán serlo. Si pueden serlo, se les lleva a la tribu, para que se adapten a su nueva vida.

—Ser uno de ellos es un gran honor, pues son los vigilantes de la selva —agregó Moutinho—. Ellos ven antes que nadie lo que sucede porque se pasan la vida subidos a los árboles.

—El padre Salgado desaprueba lo que hacen en muchas ocasiones... —dijo Moutinho.

—¿Qué hacen? —la historia que estaban contando era digna de un fantástico cuento.

—Si ven a algún blanco con malas intenciones, le lanzan curare con una cerbatana. Tienen una puntería increíble —concluyó Leo con un gesto de satisfacción.

—¿Curare?

—Sí, curare. Es un veneno que se extrae de la corteza de ciertos árboles que son muy abundantes en la selva —explicó Moutinho.

—El curare te paraliza. Primero, las piernas y los brazos; después, el resto del cuerpo y el cerebro, y por último, el corazón —matizó Leo.


Aquel era otro mundo, y aunque era algo inquietante, ya no sentía miedo.

—Cuando venías con nosotros por la selva, estaban observando. Saben que estás aquí —dijo Oswaldo.

—He estando pensando acerca de tu oferta —dijo Moutinho de repente.

—¿Y?

—Podríamos aceptarla, ya que existe la única persona que puede infiltrarse en la hacienda de Soares y ayudarnos a liberar a los chicos de la mina.

—¿La mina está allí? —preguntó.

—Así es —intervino Xavier—. No existe lugar más seguro que la hacienda de El Dorado. Está vigilada día y noche. Soares nunca está solo; un grupo de guardaespaldas lo protege a todas horas.

—Según me contó el padre Salgado, la hacienda está bastante cerca de la mina. De día hay guardias, y de noche la cierran con una reja y controlan las salidas con las cámaras, así que no hay mucha vigilancia en las inmediaciones —explicó Moutinho.

—Lo que tienes que hacer es coger una llave que tiene Saulo Soares y abrir la reja. Nosotros estaremos en la selva colindante vigilando.

—¿Quién es Saulo Soares?

—Es el hijo de Morfeu y tiene la llave de una reja de entrada a la mina. Me lo ha dicho el padre Salgado. Lo único que tienes que hacer es abrirnos la reja y liberar a los niños de la mina. Nosotros los traeremos aquí —dijo Moutinho con vehemencia.

—No va a ser tan fácil como lo explicas, Moutinho —le previno Leo.

—Ya lo sé. pero esa es la idea general, ¿no?

—Es la única posibilidad —reconoció Leo.

—¿De dónde ha sacado la llave Saulo Soares? —preguntó.

—La tenía su madre —respondió Moutinho.

—¿Y por qué la tenía su madre?

—¿Y por qué no paras de preguntar? —dijo Leo.
—Todos los años, Soares prepara una gran fiesta en su hacienda e invita a mucha gente. Esta vez no va a ser menos. Las cosas le están yendo muy bien. Tengo entendido que ha vendido miles de hectáreas de selva a las multinacionales. Si llegaran a decirle algo, sería nuestro fin.

—Pues yo no me fío de ti —sentenció Leo.

—Te lo voy a explicar bien claramente para que lo entiendas —dijo Leo acercando su rostro al de ella.

—No es necesario que seas agresivo, Leo —le advirtió Xavier.

—Llevamos años huyendo y escondiéndonos aquí —siguió diciendo el chico—. Hemos conseguido ser felices y ahora, de repente, todos confían en una completa desconocida. Si pasara algo, Soares le haría confesar lo que quisiese en menos de dos minutos y nos atraparía a todos. ¿Cómo sabemos que no contará todo lo que ha visto en cuanto llegue al lado de su mamá? ¿Es que no lo veis? —Se dirigió al grupo—. [···] —dijo con acento provocador.

—No creo que nos traicione —le respondió Xavier.
—No os engañéis —alzó la voz Leo—. Todos los que estamos aquí caímos en manos de Soares por ser demasiado confiados. ¿Acaso no hemos aprendido nada? ¿Vamos a confiar de nuevo?  Eso es de idiotas. Yo mismo fui castigado cuando intenté huir de la mina. Sé muy bien de lo que hablo. Yo he estado ahí y sé lo que es vivir encerrado bajo tierra. No pienso arriesgarme.

—Eso que dice es verdad, podría contarlo todo —dijo una niña de cabello muy largo, mirando con desconfianza por primera vez.

—Es verdad que no se puede creer en la gente —dijo otra chica—. A mí siempre me trataron como a un perro callejero y cuando creí que alguien iba a ayudarme me encontré con Soares. 

Leo caminó con dificultad hacia donde estaban ellos y entonces se dieron cuenta de que era cojo.

[···]

—Nada por ahora. Solo guardar silencio y esperar. Nos pondremos en contacto pronto —dijo Moutinho.



Durante todo el día permanecieron en la cueva los meninos sem sonho. Por lo general, eran alegres. Se habían acostumbrado a vivir de noche. Muchos de ellos dormían hasta que la luna aparecía en el cielo y entonces comenzaban su actividad cotidiana.

—Vivir de noche en la selva tiene sus ventajas —explicó Mayara.

—¿De verdad?

—Sí. La mayor parte de los animales duermen de noche y corremos menos riesgos de encontrarnos con alguno peligroso —aseguró—. Las posibilidades de tropezar con personas son mínimas, y aun así la oscuridad nos ampara, pues, como ya sabéis, vemos bastante bien en la oscuridad.

—Es difícil de entender. ¿Podéis ver perfectamente?

—Perfectamente, no; pero mejor que quienes no están acostumbrados. Por eso surgió la leyenda de los meninos sem sonho. Vemos mejor durante la noche, y nuestro oído y olfato son muy finos. También somos más ágiles...

—Sí. La noche es mucho más emocionante de lo que parece y aquí, en la selva, hay mucha agitación.

—Nos encanta cuando hay luna llena —explicó Oswaldo, sonriente.

—Nada es peor que trabajar encerrado día y noche en la mina. No creo que puedan entenderlo —aseguró Leo.


Una simpatía irresistible por aquellos muchachos. Todos estaban felices de poder vivir en libertad en la selva, bebiendo agua de arroyos perdidos y con la compañía de los animales.



Tras despedirse de los chicos, Moutinho, Mayara y Xavier emprendieron el regreso a Belén. Cuando todavía faltaba un buen trecho para llegar, la comitiva se detuvo. Para sentarse en las piedras y descansar.

—Nosotros nos quedamos aquí —dijo Xavier de repente—. Puyara te acompañará hasta el río.

—¿Puyara? ¿Quién es Puyara?

—Ahí está —dijo Xavier. Miró hacia las alturas—. ¡Siempre tan puntual!

Siguiendo la dirección de su mirada... En las ramas bajas pareció ver a una joven de piel oscura con la cara pintada. Era bajita y muy ágil, pues se movía sobre el árbol con total naturalidad. La muchacha bajó de un salto. Sus ojos estaban rodeados de pintura oscura a modo de antifaz. Parecían misteriosos. Llevaba un carcaj con flechas y una cerbatana colgaba de una cuerda trenzada alrededor de la cintura.

—Puyara es una chica de nuestros aliados —explicó Xavier—. No habla portugués. Intenta no hacer movimientos extraños. Son muy desconfiados porque a medida que los blancos van entrando en la jungla destruyen los hogares de los indígenas que siempre han vivido en estas tierras. Para ella, todos los blancos son iguales. Tardará en confiar en ti —dijo Moutinho.

—Dime una cosa, Xavier —se atrevió a preguntar—. ¿Qué le pasó a Leo?

—El caso de Leo fue un milagro —explicó Xavier—. Leo trabajaba en la mina hasta que decidió escapar. La única manera es durante el día, pues por la noche cierran la mina con la reja. Pero él preferió arriesgarse que permanecer encerrado. Así que decidió huir y lo consiguió, pero lo hirieron y se quedó cojo. Aun así, pudo adentrarse en la selva hasta que le perdieron la pista. Siempre dice que volvería a hacerlo. Dice que prefiere oler la selva, escuchar las aves, correr o bañarse en el río por un día, antes que continuar encerrado en la mina el resto de su vida.

—Parece mentira que alguien pueda ser tan desalmado como ese Soares.

—Para creerlo, solo hace falta estar con él un rato —dijo Xavier—. Cree que no tenemos derecho a nada. Los meninos sem sonho, los árboles y los ríos solo existimos para servirle —agregó.

—Dime una cosa, Xavier —se atrevió a preguntar—. ¿Qué le pasó a Leo?

—El caso de Leo fue un milagro —explicó Xavier—. Leo trabajaba en la mina hasta que decidió escapar. La única manera es durante el día, pues por la noche cierran la mina con la reja. Pero él preferió arriesgarse que permanecer encerrado. Así que decidió huir y lo consiguió, pero lo hirieron y se quedó cojo. Aun así, pudo adentrarse en la selva hasta que le perdieron la pista. Siempre dice que volvería a hacerlo. Dice que prefiere oler la selva, escuchar las aves, correr o bañarse en el río por un día, antes que continuar encerrado en la mina el resto de su vida.

—Parece mentira que alguien pueda ser tan desalmado como ese Soares.

—Para creerlo, solo hace falta estar con él un rato —dijo Xavier—. Cree que no tenemos derecho a nada. Los meninos sem sonho, los árboles y los ríos solo existimos para servirle —agregó.

—Dejaré un mensaje en el embarcadero —contestó Xavier.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Dejaré una señal y nos veremos junto al viejo camión.

—De acuerdo —Puyara le hizo un gesto y empezó a caminar. Apenas tuvo tiempo de despedirse de sus nuevos amigos.

—Tienes suerte —dijo Xavier sonriendo—. Puyara es más rápida por los árboles que por el suelo.

Durante un par de horas caminó inmersa en sus pensamientos al lado de Puyara, pero no se dirigieron la palabra. De vez en cuando, Puyara se giraba para ver si su compañera la seguía y luego continuaba su camino, implacable. La agilidad de aquella niña era prodigiosa. Parecía volar y, cada cierto tiempo, trepaba a un árbol para ver la ruta que debían tomar. Lo hacía con una rapidez tan prodigiosa que sus movimientos, más que de un humano, parecían los de un animal. Parecía un milagro que alguien con el mismo cuerpo que nosotros, con dos manos y dos pies, fuera capaz de moverse y de saltar de esa manera. Si la hubiera encontrado en mitad de la noche uno se hubiera asustado.

Por fin, divisó la ribera del río y entendió que había llegado a una zona conocida. Se giró para darle las gracias a Puyara, pero la chica había desaparecido sin dejar rastro.



Teatro de la Paz
—¿Morfeu Soares? Es un hombre muy rico, nunca se sabe... tal vez podría financiar con los fondos de alguna de sus fundaciones.
[···]
—Nos ha invitado a un concierto en el teatro de la Paz. Además, después del concierto habrá una recepción por todo lo alto.
[···] a la recepción de aquel hombre—. ¿Irá el padre Salgado?
—Supongo que sí, aunque creo que a Soares no le agrada demasiado.
Paseando por el centro de Belén, uno imaginaba cómo sería perderse entre la multitud del mercado. Delante de los escaparates, uno se detenía mirando vestidos, pero parecían demasiado coloridos para ir a una fiesta en un teatro y estar a la altura.
Mientras se caminaba se observaba el bullicio de la gente que bajaba del ferri cargada de bultos atados con un cordel y con maletas destartaladas. Belén podía ser apacible y ruidosa a la vez, y la gente iba de un lado a otro sin prestar demasiada atención a su alrededor. Caminaban y miraban las casas de colores pastel que tanto gustaban. En la catedral, era agradable el ambiente que allí se respiraba. Por la noche, la catedral se veía bordada de hileras de luces que dibujaban su silueta, y el mercado también tenía iluminadas sus torres. Resultaba imposible no imaginar a los meninos sem sonho vagando por las calles a sus anchas y en libertad.
El teatro resplandecía en mitad de la plaza de la República y, a lo lejos, como guardaespaldas, se veían las luces de los altos edificios del centro moderno. El interior pareció precioso. La tapicería roja de las butacas, cientos de luces encendidas, los palcos llenos de gente y el ambiente animado. Las señoras se habían arreglado con esmero. Llamaron la atención sus vestidos elegantes y la cantidad de joyas que llevaban.
De pronto, Soares había entrado en el teatro.

Vio a un sacerdote jesuita de pelo blanco acompañado por un hombre vestido de manera informal.

—Padre Salgado, que suerte que haya venido...

—¿Cómo estás, João?

—...te presento a un paciente muy testarudo y muy valiente —dijo ella con una sonrisa resplandeciente.

João se acercó dispuesto a saludar.

—Es verdad —intervino João—. Somos muy normales, hacemos lo que creemos. No tiene mérito alguno. Es nuestra obligación. ¿Verdad, padre?

—Así es.
No tuvo tiempo de decir nada más, pues Morfeu Soares se estaba acercando rápidamente hacia ellos haciendo un gesto exagerado con los brazos.
[···]—exclamó—. Qué gusto que aceptaran mi invitación. Esta noche solo hemos invitado a lo más selecto de Brasil. Incluso habrá unos cuantos ministros. El tenor y la soprano han llegado directamente de Europa invitados por mí.
Tenía un aspecto muy normal. Soares era un hombre con bigote y sonrisa satisfecha. Alto, esbelto y con el cabello negro engominado. Parecía muy educado e iba bien vestido.
En su mirada había algo que inquietaba mucho.
—También ha venido, padre Salgado. Me alegro… —dijo sonriente entre dientes a un sacerdote jesuita de pelo blanco.
—Gracias. ¿Cómo está su hijo Saulo? —preguntó el sacerdote—. Hace casi dos años que no lo veo.
—Me temo que no quiere ver a nadie, padre. Cada vez está más alejado de todo. Usted se daría cuenta la última vez que vino a vernos.
—Lo recuerdo —admitió—. Fue muy triste. Aun así, me encantaría poder visitarlo algún día. Para bendecirlo y hablar con él. Ya sabe a qué me refiero.
—Claro —dijo Soares—.Tiene razón. Tal vez en la fiesta que daremos en El Dorado. Su salud está muy resentida y quizá sea bueno para él estar preparado. Tiene la misma enfermedad que su madre. Es muy delicado. —Soares hizo una pausa y continuó, …
—¿La mujer que está con Soares es su esposa? —le preguntaron al padre Salgado.
—Es su novia —rectificó el sacerdote—. Esperanza, la mujer de Soares, murió en extrañas circunstancias. Nunca se supo realmente qué ocurrió. Apareció ahogada en una poza cercana a la hacienda de El Dorado. Dicen que Soares tuvo algo que ver con su muerte. Saulo es su único hijo. Tiene dieciocho años y está enfermo.
Al preguntar sobre Saulo Soares.
—Es una historia muy extraña. No sé si contarla o no.
—¿Qué pasa con Saulo?
—Nadie lo sabe a ciencia cierta. El padre Salgado frecuentaba la hacienda cuando vivía la señora Soares. Por lo visto, era una buena persona. Una mujer de origen humilde, nada que ver con todos esos pavos reales que se han visto esta noche.
—Entonces, ¿por qué se casó con Soares?
—La casaron sus padres, por dinero. Según dicen, ella siempre fue infeliz al lado de Soares. Él lo sabía, pero se encaprichó de ella, pues era una mujer muy guapa. Dicen que murió en extrañas circunstancias. También hay una leyenda en torno a la hacienda de El Dorado. Se dice que cualquier joven que entra no vuelve a ser visto. Son habladurías. La hacienda de El Dorado está protegida por unas enormes medidas de seguridad. Cámaras, guardaespaldas, alarmas, perros… Es infranqueable, y el que lo intente tiene las de perder. Lo han intentado en un par de ocasiones y los incautos que se atrevieron salieron muy malheridos. Soares ha dado órdenes muy claras, pues se dice que posee una fortuna en piedras preciosas. No se sabe qué hay de cierto en todo esto… Ya sabemos que a la gente le encanta hablar de más.
—Pero ¿qué pasa con Saulo?
—En una ocasión, el padre Salgado aseguró que se trataba de un joven de una gran sensibilidad, muy parecido a su madre, aunque desde que ella murió está un poco desequilibrado. Vive recluido en la hacienda, y aunque estuvo a punto de marcharse a estudiar al extranjero, una enfermedad del corazón se lo impidió. Tiene su propia vivienda detrás de la casa principal y no recibe visitas.
—No sabemos cuánto hay de verdad en esta historia. Sólo se conoce la versión del padre Salgado, pero no se puede juzgar a nadie sin pruebas.
—¿Cuál es la versión del padre Salgado?
—Sea la que sea, no tiene fundamento; solo son especulaciones, habladurías.
—Pero ¿qué es lo que dice?
—Él piensa que en la hacienda de El Dorado hay algo turbio y que Saulo no está de acuerdo, como tampoco lo estaba su madre. Un día me habló acerca de una llave que abre un lugar terrible, pero son habladurías. Leyendas. De todas maneras, cuanto más rico eres, más rumores se generan. Muchos son fruto de la envidia.



João Ribeira


João Ribeira procedía de una familia humilde de recolectores de caucho. A los nueve años trabajaba con su padre y solía recorrer la distancia que lo separaba de la plantación con los brazos extendidos, imaginando que era un águila planeando sobre la selva. Ese era su sueño favorito y aunque sus hermanos se reían y le decían que estaba loco, João era feliz imaginando que volaba.
Cuando cumplió dieciocho años, aprendió a leer. A los veintidós, se afilió al Partido Verde del Brasil y se opuso a la deforestación de la selva. Dos años después comenzó a trabajar en una organización medioambiental local. Con los años, su popularidad fue creciendo entre el pueblo, y mucha gente se acercaba a escucharlo. Sin embargo, ciertos latifundistas se habían fijado en él, pues alertaba al mundo sobre los incendios provocados que acabarían por destruir el Amazonas.
João luchaba para terminar con la impunidad de esos terratenientes y por la protección de la jungla. Creía que la única manera de salvarla era hacer entender a la gente la importancia del Amazonas como reserva natural para mantener el equilibrio de lluvias del planeta.
Aquella tarde, João miraba cómo caía la lluvia, sentado en un bar del barrio más popular de Belén donde había quedado con su amigo y compañero de partido, Manoel Peres.
—¿Te das cuenta, Manoel? En el 2020 tan solo un cinco por ciento de la selva conservará su estado salvaje —dijo—.  ¿Cuánto tiempo hay que esperar para que alguien reaccione? Cada vez estoy más harto de la indiferencia. —João frunció el ceño. No le gustaba la amargura que sentía.
—Te entiendo —dijo Peres mirando a su alrededor con recelo. Antes de sentarse había comprobado que nadie lo siguiera y que no hubiera cámaras cerca. João Ribeira estaba convirtiéndose en un personaje con fuerza entre el pueblo.
—Sabía que era difícil cuando comencé, pero no pensé que tanto. A veces creo que todo esto es inútil... —dijo João.
—La realidad es que a nadie le interesa el futuro, sino lo que se puede aprovechar ahora —señaló Peres. Todo se vende: la madera, los minerales, los terrenos para cultivos, el petróleo... ¿Te crees que les importa la selva a las multinacionales? Si escuchas hablar a sus portavoces, pueden llegar a convencerte de que le están haciendo un favor al planeta.
—No se puede dialogar. Hay que actuar con energía. Hace falta una revolución —dijo João.
—Eres un romántico, sabes que es imposible en esta ligera sociedad moderna en la que todos mienten mirando a la cámara que los está filmando. Hasta los políticos tienen miedo de salir sin maquillaje. Ni siquiera podemos actuar sin que los medios de comunicación nos acusen de radicales —reconoció Peres.
—¡Al infierno con ellos entonces! —dijo João.
—Algún día nos darán la razón, y los hijos de la gente que nos considera molestos nos agradecerán lo que hemos hecho —dijo Peres.
—Me importa un rábano que nos den las gracias. No hemos llegado hasta aquí para quedar bien con nadie, sino para conseguir nuestro objetivo.
—¡Claro! —respondió Peres—. Pero escucha, João, te he llamado para decirte algo.
—¿Qué pasa? João se quedó mirando a su amigo.
—Creo que corres peligro. Ten cuidado, se ha quedado mucha gente en el camino por querer evitar el desastre y pueden acabar contigo en cualquier momento. Nada más fácil, ya lo sabes.
—No quiero morir, pero no tengo miedo.
—Pues deberías tenerlo, João. No me gustaría perderte. Eres más útil vivo. Además, ¿qué hará el partido si te matan? —No hay nadie imprescindible —dijo João.
—Te aconsejo que tengas cuidado. Estamos hablando de hombres muy poderososo. Modérate un poco. Si los atacas frontalmente y perjudicas sus intereses económicos te eliminarán. Vente a Brasilia conmigo, podemos trabajar juntos. Haríamos grandes cosas...
—Te lo agradezco, pero no —reconoció João.
—Escucha, amigo, te has convertido en un problema, hazme caso. Vente conmigo.
—¿Desde cuándo nos conocemos, Manoel? —le preguntó João mirándole a los ojos.
—Ya ni lo recuerdo... —bromeó Peres.
—Yo, sí, y todos estos años hemos pensado igual. Ahora no vamos a aflojar por miedo. Nadie nos dice lo que tenemos que hacer. Tú haz bien tu trabajo y yo haré bien el mío. Olvídate de mí. Tú puedes ser más útil que yo si te lo propones. Eres diputado. Te gusta dialogar, negociar y esas cosas. Hazme un favor, Manoel, ¿quieres?
—Lo que sea. —Peres sonrió. João le devolvía la energía perdida.
—Nunca dejes de irritarte con los indiferentes. Son unos egoístas y unos cobardes.

Cuando João llegó a su casa decidió acostarse pronto. Se echó en el sofá. Estaba muy cansado. Desde que había enfermado de malaria, por las tardes se encontraba agotado. Se quedó dormido con la ropa puesta y tuvo una pesadilla terrible. Soñó que el bosque se quemaba y que un gas negro y letal se esparcía por el cielo. Se despertó sobresaltado y empapado en sudor.
Fuera, el aguacero caía con furia. João sonrió. El sonido del agua sobre las planchas metálicas del techo lo tranquilizaba. Miró el reloj: eran las siete de la tarde.
Se levantó y miró por la ventana mientras pensaba que su vida era inusual, pero completa. Tenía una razón para vivir. Pocas personas tenían tanta suerte como él. Sabía que lo que estaba haciendo era arriesgado y por ese motivo había decidido tomarse la vida como una sucesión de instantes, una cadena de imágenes, olores y sonidos para guardar en la memoria. Ya era casi la hora de cenar. Se asomó a la ventana, cogió una linterna, y se dirigió a cerrar con candado el pequeño establo.
Cuando abrió la puerta, escuchó un ruido que retumbó en el aire. Al principio no entendió muy bien de qué se trataba. Avanzó dos o tres pasos. De repente, su noción del tiempo cambió y los segundos se transformaron en días, en meses y años enteros. Vio a su madre bajo el sol del verano. Las manos de su padre. Los juegos de sus hermanos. Los pasos presurosos de su perra Nova. Escuchó las risas de los niños del barrio y los sonidos de la selva. El murmullo del agua y el sonido del viento. Supo que aquello era su propia muerte y le sorprendió que no fuera desagradable. Desde arriba vio su cuerpo tendido en el porche de su casa y el agua cayendo sobre él y mezclándose con la tierra, y su sangre que manaba del hueco en el centro de su pecho. También vio a una mujer sollozante, inclinada sobre su cuerpo y su propio rostro muy pálido. La boca entreabierta. No escuchó nada más. Sintió que se alejaba volando y que se convertía por fin en el águila arpía de sus sueños. Llegó a divisar a su asesino, uno de los sicarios de Morfeu Soares, huyendo a gran velocidad por el bosque con cara de satisfacción por la misión cumplida. No experimentó dolor alguno, sino todo lo contrario: la sensación de encontrarse extraordinariamente ligero y libre. Se alejaba cada vez más, pero todavía tuvo tiempo de ver cómo se iban acercando sus vecinos. Algunas mujeres gritaban. El fuerte aguacero inundaba el terreno y le llegó el olor de la tierra empapada. Escuchó los ruidos familiares de la noche, y tuvo un único pensamiento claro y certero. El mismo que había tenido desde su más tierna infancia y que le impulsó a continuar día a día sin desfallecer en pos de su sueño. "La selva es la vida", pensó y se marchó para siempre.



Mientras esperaba reunirse con Xavier y los meninos sem sonho, tenía la impresión de que el tiempo pasaba muy lentamente. Las lluvias torrenciales de los meses pasados no ayudaban a cambiar la sensación y abril no tenía aspecto de ser mucho más seco. El rumor de la lluvia producía una especie de adormecimiento y una calma que iba invadiendo poco a poco y se apoderaba de la voluntad.

Habían asesinado a João Ribeira de un tiro de escopeta en el porche de su casa.

—Estaba amenazado de muerte y lo sabía, pero siguió con su objetivo en lugar de abandonarlo o de marcharse —explicó sin dejar de sollozar.

[···]

Nunca imaginó que adentrarse en la selva mientras anochecía dejaría de darle miedo. Por primera vez en su vida, no pensó en el peligro, sino en que iba a encontrarse con  Xavier. Además, sabía que Puyara y sus compañeros estaban observando desde los árboles. Tal vez pudiera ver a los chicos. Nadie iba a su encuentro, pero cuando ya había caminado unos cincuenta metros y empezaba a inquietarse, se pegó un susto de muerte cuando uno de los chicos se lanzó sobre un árbol y aterrizó casi encima.

Era un chico pintado igual que Puyara, aunque un poco más alto. Miró fijamente durante un rato, hasta que por fin emitió un extraño sonido con la boca.

En unos instantes, se vio rodeada por una docena de jóvenes de ambos sexos, que cayeron de las ramas donde habían estado ocultos y que observaban con sus ojos pintados. Algunos se acercaron con interés, ... Junto a los chicos, vio a unos cuantos monos que también observaban. Eran algunas de las mascotas de los chicos.

—¿Habéis venido a buscarme para llevarme a la misión? —preguntó.

Cuando la escucharon hablar, empezaron a reírse.

Las risas se volvieron contagiosas y los monos empezaron a ir de un lado a otro. Uno de ellos se dedicó a tirar de la camiseta que llevaba y a salir corriendo.

—¿Dónde está Xavier? —exigió, adoptando su tono más serio. Nadie contestó.

—Me llamo Maijura y tú no vas a irte a ninguna parte. Regresarás cuando nosotros lo digamos. Este es nuestro territorio y aquí mandamos nosotros —escuchó que decían.

Se giró sorprendida al escuchar a uno de aquellos nativos hablando en perfecto portugués.

—Eres como todos los blancos. Llegas a nuestro territorio y nos dices lo que tenemos que hacer. ¿Quién te has creído que eres? ¿Es que nadie te ha enseñado a reír, cara blanca? —dijo el joven que la había asustado al descender del árbol con expresión de desilusión.

—¿Esta es la chica que va a ayudarnos? —preguntó el muchacho mirando hacia la selva como si esperase una respuesta.

Todos se giraron en la misma dirección mientras se ponían en alerta.

En la espesura, no se veía nada. Al cabo de un rato, Moutinho salió de entre la vegetación con paso tranquilo. Parecía increíble.

Los chicos de ese poblado, al igual que los meninos sem sonho, tenían el oído tan desarrollado como los animales.

—¿Habéis estado asustando a la extranjera? —preguntó Moutinho al ver la cara de la muchacha.

—Parece muy débil, y necesitamos a alguien que tenga la fiereza del puma, la inteligencia de la serpiente y la capacidad de ocultarse del caimán. No creo que nos sirva una llorona de pelo rojo —dijo el muchacho moreno.

Ella seguía sin poder articular palabra. Aquel chico era el más insolente del mundo.

—Yo no soy una llorona —se explicó ante Moutinho.

—Aquí no vale la pena ofenderse. Te están poniendo a prueba. Debes sentir que eres como ellos para confiar en ti.

—He venido aquí para ver cómo puedo ayudar —se armó de valor y se dirigió a los chicos—. Hace unos días conocí a Soares —dijo—. He sabido de todo lo que es capaz y quiero ayudar a liberar a los meninos sem sonho y a los chicos de la mina.

Maijura le hizo un gesto para que se callara y empezó a traducir lo que había dicho en su lengua. El resto de los muchachos se iba animando a medida que escuchaba sus palabras. Deliberaron unos instantes y tomaron una decisión.

—Está bien, te creemos y vamos a llevarte al poblado. Espero que no nos defraudes o tendremos que hacerte callar a la fuerza —aseguró Maijura.

El poblado estaba tan lejos como la misión.

Maijura y Puyara se miraron y sonrieron.

—No te preocupes —le dijo Moutinho—. Estarás en casa antes de que regrese tu madre.

Una vez más, ella caminó durante horas mientras los chicos literalmente volaban a su alrededor, saltando de árbol en árbol. Escuchaba su deambular por las ramas y a duras penas podía distinguir a los monos de aquellos muchachos, de lo hábiles que eran.

—No sabía que fuese posible saltar de esa manera, Moutinho —dijo—. ¡La forma en que se agarran a los árboles es impresionante! ¡Cuánto me gustaría poder hacer lo que ellos hacen!

—Demasiado tarde —afirmó el muchacho—. Me temo que eres un poco rígida. No te atreverías a saltar. Además, este es su hábitat.

—Me parece que es más que eso.

—No creas. El cuerpo humano es el de un animal. Ellos están muy bien entrenados.

El mono Guacho iba y volvía, y se le subía al hombro de vez en cuando para después salir  corriendo y gritando. Moutinho avanzaba con rapidez. Se notaba que tenía mucha práctica en recorrer la selva.

Hicieron una parada para descansar unos minutos y el muchacho sacó una libretita en la que empezó a anotar algo.

—Si no es mucha indiscreción, ¿qué estás escribiendo? —se atrevió a preguntar, presa de la curiosidad.

—Algo que se me ha ocurrido.

—¿Escribes un diario?

—Escribo poesías —explicó Moutinho.

—Nunca habría imaginado que escribieras poemas.

—¿Por qué no? Moutinho observó con interés.

—No lo sé —miró a su alrededor y escuchó los sonidos de las aves.

—Aquí hay mucha inspiración. ¿No te parece hermosa esta selva? —preguntó el joven.

—Sí. Cuanto más la conozco, más me gusta.

—El padre Salgado suele decir que así debía de ser el paraíso terrenal y que Dios no permitirá que lo destruyan, pero yo creo que se equivoca, aunque nunca se lo diré. Esta es la última jungla, ¿sabes?

—¿Por qué lo dices?

—Porque la gente ya no echa en falta el bosque y toda esta belleza se está acabando.

—No eres muy alegre, ¿verdad? —le dijo ella.

—Es la realidad, por eso escribo poesía.

—¿Para enseñar la realidad?

—No, para expresar con palabras la tristeza que siento.


Continuaron su camino hasta que llegaron a un pequeño claro, muy cerca de un río. Los rayos del sol se filtraban a través de los árboles e iluminaban el agua transparente. El canto de las aves, unido al sonido del riachuelo era relajante. Se sentó sobre una roca y observó la corriente de agua y las plantas. La mayoría eran muy grandes, de colores vivos y formas tan extrañas que no parecían reales, pero algunas, como comprobó con gran sorpresa, eran plantas carnívoras que esperaban que los insectos se les acercaran para atraparlos.

Por primera vez en su vida, se dio cuenta de que el bosque estaba vivo. Hasta el más insignificante trozo de moho lo estaba. Las plantas que había visto tantas veces por la calle o en las tiendas eran algo más que simples objetos decorativos. Pareció que Moutinho tal vez tuviera razón...

Las aguas del río eran tan transparentes que hasta se veían los peces. El agua debía de estar fresca, perfecta para meter la mano si uno tenía mucho calor.


—Mejor no metas la mano —previno Maijura—. Esta zona del río es profunda y puede haber pirañas. Más adelante mostraré un lugar donde puedes bañarte con toda tranquilidad.

—Ya hemos llegado —anunció Puyara.

—¿Adónde?

—A nuestro poblado.

No se veía nada en derredor. Allí no había ningún poblado; solo una cascada cuya agua caía a tal velocidad por entre las piedras que se convertía en una especie de niebla. Seguro que la temperatura de la poza era perfecta. Además, el movimiento del agua era demasiado vivo como para que hubiera pirañas u otros animales. La vegetación era espesa, y el sonido de animales desconocidos se escuchaba por doquier.

—¿Dónde está el poblado? —preguntó.

Moutinho sonrió.

—Es normal que no lo veas, porque está arriba.

Mirando hacia arriba, entre los altos y robustos árboles se divisaban escaleras hechas con plantas y arbustos. Desde abajo no se veían las plataformas construidas por los nativos, ya que estaban camufladas por las ramas de los árboles. Por las noches, recogían las escaleras para protegerse de cualquier accidente.

—Es increíble —musitó.

—Primero iremos a refrescarnos al río, Pronto anochecerá y llegarán mis compañeros —propuso Moutinho.

En cuanto llegó la noche, llegaron los meninos sem sonho. Todos se saludaron cordialmente.

—Va a llover bastante esta noche, mejor si acabamos rápido y nos refugiamos.

—¿Qué te parece el poblado? —preguntó Xavier. Mayara se lo quedó mirando. Seguro que la chica admiraba secretamente a Xavier. No extrañó nada. Cuando Xavier sonreía, sus ojos negros brillaban. Su expresión era seria y sensible. Lo observó con disimulo intentando adivinar si a él le gustaba Mayara, pero él no parecía muy interesado en la chica.

—¿Vas a ir con el padre Salgado a la fiesta de Soares?

—Sí.

—¿Sabes que la finca está llena de cámaras?

—¡Cámaras dentro de la finca! exclamó, sorprendida.

Guacho encontraba cada vez más divertida a aquella muchacha. Ponía unas caras que jamás había visto. Se le acercó y se quedó mirando. Después le tocó la nariz y se marchó corriendo nuevamente.

—Lo aseguro —explicó Leo—. Supongo que no me atraparon porque hui por la única zona libre de ellas. La que da a la jungla. Ellos saben que quien entra en la selva no suele salir con vida. Tal vez por eso no hay tantas cámaras en esa parte de la finca.

—Nosotros siempre vigilamos esa zona y por suerte lo encontramos, aunque estaba herido —aseguró Puyara.

—Así es —dijo Leo, poniendo cara de pocos amigos.
—Es importante hablar con Saulo Soares la noche de la fiesta —dijo Moutinho.

—¿Crees que podrás? —le preguntó Leo.
—Saulo estará en la fiesta. Vive ahí  —dijo Moutinho.

—Entonces hablaré con él —aseguró mirando a Leo a los ojos.
—Saulo tiene la llave de una de las rejas de la mina —explicó Moutinho—. Me lo dijo el padre Salgado. Su padre lo ignora. Solo sabe que su esposa encontró la mina y cuando amenazó con denunciarlo a las autoridades, la eliminó —explicó.
—¿Y Saulo lo sabe todo? —preguntó.
—El padre Salgado dice que Esperanza Soares tuvo tiempo de contarle a su hijo lo que había visto. Desde entonces, Saulo está encerrado en su pabellón. Su padre alega que está enfermo, pero el padre Salgado asegura que está bien, aunque es posible que Soares lo mantenga debilitado con algún tipo de medicamento o veneno para que no pueda marcharse. Espero que esté en condiciones de poder decir dónde la escondió.
—¿Cómo consiguió la llave? —preguntó.
—Se la dio su madre antes de morir, pero Soares no lo sabe —explicó Moutinho—. Pertenece a una salida de la mina que nunca se usa. Supongo que cree que se ha perdido. Colocaron explosivos cerca de las rejas que cierran la entrada de la mina y volver a usarla perjudicaría la estabilidad de la cantera.
—¿Qué se tiene que hacer?
—Cuando entren en la hacienda, tienen que hablar con Saulo. Lo encontrarán cerca del invernadero. Su casa está al lado. Él es el único que puede hacer algo. Intenta que entregue la llave. Dile que vamos de parte del padre Salgado —insistió Moutinho.
—Si Saulo quiere actuar, el día de la fiesta será su única posibilidad, pues al ser multitudinaria habrá representantes de los medios de comunicación, muchos invitados y mucha prensa. Soares tendrá cuidado…

—Entonces, ¿hablarás con Saulo? —preguntó Moutinho.

—Naturalmente.

Maijura, Puyara y los demás miraron con un poco de escepticismo.

—¿Aunque acabes como nosotros si te atrapan? —preguntó Xavier.

La lluvia volvió a caer con fuerza y en cuestión de segundos todos los muchachos corrieron a cobijarse. Puyara indicó dónde iba a pasar la noche y dio una linterna. Si dormir en un barco pareció extraño, dormir en la copa de un árbol de diez metros era todavía más insólito y mucho más peligroso. No había luz mientras trepaban a la pequeña plataforma en el árbol.

Una sólida estructura vegetal colocada en forma de baranda impedía que quien estuviese en lo alto se cayese. Llovía torrencialmente, pero ni una sola gota se filtraba a través de la protección confeccionada con hojas de gran tamaño. El ruido del aguacero era ensordecedor, pero allí no se veía nada.

[···] pensando en la indiferencia de Xavier.

La luz de una linterna la sacó de sus reflexiones. Luego escuchó una voz. 

—Soy Xavier. ¿Puedo subir contigo un rato? —oyó que susurraba.

—¡Claro! —contestó ella en voz baja. No se lo podía creer. Xavier había venido a visitarla.

El muchacho estaba empapado. Subió a la plataforma con agilidad y sonrió.

—Me he escapado. Por suerte duermen como troncos. Imaginé que te sentirías sola. Supongo que no es muy normal para ti eso de dormir encima de un árbol en la selva —dijo en voz baja.

—Tienes razón.

—¿Sabes? Tengo curiosidad —dijo Xavier.
—¿Curiosidad?

—Sí. Quiero saber cosas.

—¿Qué clase de cosas? —Ella se preparó pare contestar todas sus preguntas.      



[···] en la esterilla que olía a hierba, viendo caer la lluvia...



Un espectáculo se ofrecía ante sus ojos. Desde las alturas de aquellos árboles centenarios se veía una selva sin fin, como un mar verde lleno de vida. Un jardín de bromelias y orquídeas suspendidas en los árboles, como si campos de flores multicolores hubieran crecido en el cielo. Higueras/Hiedras estranguladoras y monos que se trasladaban de un árbol a otro torciendo las ramas de las copas para usarlas como trampolín o lanzándose al vacío con lianas. Uno se sentía bien aspirando aquel aire extraordinariamente limpio. Se hubiera quedado más tiempo contemplando tanta perfección... Xavier y los meninos sem sonho se habían ido.


La hacienda
Por fin el día había llegado. La hacienda de El Dorado no estaba demasiado lejos de Belén. El camino hasta la hacienda era muy hermoso. A medida que se acercaban, la carretera se iba volviendo más y más agreste. Aquella finca le había sido robada a la selva. De repente, desaparecía casi por completo entre los árboles y los invitados iban sumergiéndose en la espesura de un bosque misterioso y casi impenetrable.
Cuando uno empezaba a pensar que se había equivocado de camino ante uno apareció, a lo lejos, la hacienda. Era para quedarse sin aliento. Era la casa más bonita que uno había visto en su vida, situada delante del mar. Era blanca, de estilo colonial y estaba rodeada por el bosque. Tenía amplios balcones y galerías por donde corría el viento. Las tejas eran del mismo color rojo de aquella tierra fértil. Una tapia de piedra la rodeaba y la hacía inexpugnable. Aunque en algunas partes se adivinaba, recubierto por la vegetación, que allí estaba el omnipresente muro para impedir que alguien penetrara en la propiedad.
A medida que se fueron acercando vieron a los responsables de seguridad y a los guardaespaldas de Soares, con sus gestos arrogantes y sus rostros inquisitivos. Por todo el camino había lujosos coches aparcados. En una larga hilera.
Se dispusieron a bajar caminando por una avenida de palmeras muy antiguas.
Nada más entrar en el jardín de El Dorado, uno experimentaba un poco de recelo al ver que los guardaespaldas pedían a los invitados que se identificaran.
—Permitid que os acompañe al jardín interior —sugirió Soares—. Por si alguien quiere bañarse, tenemos bañadores a vuestra disposición en la piscina. De todas las tallas, formas y colores. Os acompaño al bar —dijo guiñando un ojo.
Un grupo de bossa nova tocaba en un jardín exuberante, muy cuidado. Aquella música y la belleza del lugar hacían que uno se sintiera muy a gusto. Todos los invitados eran ricos y todas las mujeres eran, o al menos así lo parecían, jóvenes. Sus cuerpos perfectos y bronceados lucían vestidos carísimos, bolsos y zapatos de pieles prohibidas, y joyas de tamaños sorprendentes.
—Morfeu, ¿ha llegado ya el padre Salgado? —le preguntó una voz esperanzada.
—Hace un ratito, pero creo que primero va a visitar a Saulo. Mi pobre muchacho cada día está peor…
—¿Y no mejora? —preguntó.
—No. A veces temo por su vida. Ya me entiendes…
—Lo siento mucho.
Soares miró a otra.
—¿No quieres bañarte? El agua de la piscina está perfecta.
[···]
—Bien, os dejo, que mi prometida debe de estar preguntándose donde estoy. Nos vemos más tarde.
—¿Puedo dar una vuelta por el jardín, señor Soares? Es precioso. Hay plantas que jamás habíamos visto…
—Naturalmente. Pero no te pierdas, que esto es muy grande. Y no me llames señor, llámame solo Morfeu y, sobre todo, no tengas miedo si te encuentras con algún guardaespaldas. Están aquí para proteger de los malos.
Dieron una vuelta por los jardines hasta llegar a una balaustrada desde la que se veía el mar. Al asomarse, uno comprobó que había un pequeño embarcadero en el que se veía fondeado un yate de gran tamaño. Algo habían leído sobre ese famoso barco.
—Ese debe ser el barco de Soares. Se ha leído en alguna revista que todos los grifos son de oro.
—Y la vajilla también. ¡Qué ostentación tan inútil! A estas personas —señaló con la cabeza en dirección a la fiesta— no les importa nada excepto ellas mismas. Pero no pensemos en cosas desagradables, mira qué paisaje tan hermoso…
A lo lejos se veía una de las muchas islas cercanas. Cerrados los ojos, encantaba el olor del mar. Permanecieron un rato mirando el paisaje y luego se adentraron en un camino bordeado de tupidos árboles hasta llegar a una especie de invernadero muy antiguo, repleto de plantas extrañas. Se notaba que quien se encargaba de aquella parte del jardín tenía muy buen gusto. Las plantas estaban colocadas en macetones artísticos. A lo lejos se seguía escuchando la música y llegaba el aire marino. La sombra de las plantas creaba extrañas formas en el invernadero. Un mirador estaba situado cerca, de donde salía una escalera que bajaba hasta la playa. Sin embargo, por mi parte, entremos a curiosear en el invernadero. Sentados en uno de los bancos, pongámonos a observar las plantas. La calma era total. El aroma y la música sumergieron en una especie de letargo.
Los rayos del sol entraban en haces dorados a través de las ventanas semiabiertas.
—¿Qué haces aquí? —escucha que decían.
—¡Qué susto me has dado!
Es todo lo que uno pudo decir mientras observaba al joven que había hablado. Era un chico moreno, de unos dieciocho años, pálido, ojeroso y de aspecto cansado. Tomó asiento en el banco.
—¿Quién eres? —preguntó de nuevo el joven.
El joven acercó su mano y cabe de notar que no tenía nada de vitalidad. Le hubiera gustado a uno pasarle algo de la suya a aquel joven con tan mal aspecto.
—¿Y tú eres…? —preguntó, aunque ya se imaginaba quien era.
—Saulo Soares.
—¿El hijo del señor Soares?
El joven sonrió con ironía.
—¿Estás enfermo? Pareces cansado.
—¿Acaso no es evidente?
—¿Qué tienes exactamente, si no es mucha indiscreción?
—Una enfermedad rara que afecta a mi corazón.
El joven pareció pensar. Se notaba que le costaba mucho esfuerzo.
—Entiendo, entonces… El padre Salgado, con quien acabo de hablar hace unos instantes, me ha hablado de una famosa doctora. Tengo muchas ganas de conocerla. Tal vez ella encuentre el remedio para mi enfermedad.
El joven se quedó mirando de una manera extraña.
—¿Qué síntomas tienes?
—Un cansancio tremendo. No tengo apetito. Todo me cuesta mucho. Casi no puedo pensar, y moverme me supone un verdadero esfuerzo. Mi corazón late tan débilmente que, a veces, por las noches, pienso que en cualquier momento cerraré los ojos y se parará del todo —explicó—. La verdad es que no creo que viva mucho tiempo porque cada vez estoy peor. Además, siempre me siento triste —aseguró con dulzura—. ¿Te gusta mi invernadero? —preguntó.
—Es precioso.
—Es la única cosa que me motiva en la vida. Soy feliz cuando cuido mis plantas. Son mis únicas compañeras. Ven, que voy a enseñar mis preferidas. Se abren al anochecer —dijo.
Y condujo fuera del invernadero en dirección a un estanque cercano en el cual se veían unas enormes plantas de flores blancas con grandes hojas circulares que flotaban en el agua.
—Esta es la Victoria regia. ¿No te parece preciosa? —La señaló con la mano, miró y sonrió.
—Sí. Es muy bonita y ese olor… —aspiró el aroma— es fantástico, parece albaricoque. Saulo, ¿puedes darme la llave de la mina? —susurró con disimulo mientras acercaba su cara a la planta para olerla de cerca.
Saulo miró fijamente. Sus ojos negros y hundidos brillaron.
—¿Quién te envía? —Saulo se inclinó sobre una de las hojas ocultando su rostro.
—Los meninos sem sonho. Son los protegidos del padre Salgado. —Al meter la mano en el estanque… El agua estaba templada.
—Los conozco. No hables más —dijo Saulo y se inclinó junto al estanque—. Vendré a buscar a eso de las once detrás de la carpa que hay cerca de la piscina —dijo en voz muy baja acariciando una flor.
—De acuerdo.
Entraron de nuevo en el invernadero.
—¿Sabes por qué huele tan bien la Victoria regia? —preguntó Saulo.
—Ni idea.
—Para atraer a las abejas polinizadoras. Una vez que se adentran en ella, se quedan atrapadas.
—Todas estas plantas son muy crueles, ¿no?
—El mundo es un lugar cruel.
—Di, ¿no te cansa cuidar las plantas?
—Sí, mucho —contestó Saulo.
—Si estás tan enfermo, ¿por qué no consultas a un especialista de otro país?
—Porque aquí tengo a los doctores de mi padre para que me atiendan.
—Pero si te ven otros especialistas podrían darte otra opinión.
—Mis médicos son muy buenos.
—Tienes toda la razón. Gracias por tu confianza, hijo —dijo Soares, que había estado escuchando la conversación escondido detrás de las plantas del invernadero.
—¡Señor Soares, está usted ahí…! —exclamó, sorprendido. ¿Cuánto tiempo llevaría oculto? Por eso Saulo había llevado al estanque.
—Saulo está en buenas manos. Las mías —dijo Morfeu Soares mostrando sus manos, largas y elegantes—. Aunque es cierto que tal vez sería interesante que esa médico le echara un vistazo.
—Bien, ahora he de irme. No voy a ir a la fiesta, papá. Estoy muy cansado —dijo Saulo.
—Me parece bien, Saulo. Tienes que descansar.
—Ha sido un placer conocerte… se despidió.
—Lo mismo digo —Saulo sonrió y se marchó arrastrando los pies hacia la puerta del invernadero que lo conducía directamente a su casa.
—Nosotros volvemos a la fiesta —dijo Soares—. Veo que mi hijo ha enseñado su estanque. Le encantan las plantas acuáticas.
—Así es, señor Soares.
Miró fijamente con sus ojos fríos. Caminaron juntos en dirección a la fiesta mientras él contaba la historia de la casa sin dejar de observar.
El padre Salgado salió a su encuentro. Fue como sentir una ráfaga de aire limpio en el rostro.
—Por fin te encuentro.
—Aquí se la traigo sana y salva, padre —dijo Soares—. Estaba curioseando por la casa. Me la he encontrado en el invernadero, charlando con mi hijo. Ese bendito chico estará agotado mañana. Han sido demasiadas emociones para su débil corazón.
—Gracias, Morfeu.

El padre Salgado intentó sonreír, pero era de notar que hacía un esfuerzo para mostrarse alegre.

—Y tú, diviértete, pero no te vayas a perder por el jardín, sobre todo cuando anochezca —advirtió Soares—. Esta casa está en mitad de la selva y siempre se acercan animales salvajes por la noche, por eso a veces se escucha algún disparo. Son los responsables de seguridad que los alejan con el ruido de las balas. No quisiera que se produjera algún accidente. No lo olvides. ¿De acuerdo?

La cantante se había cambiado de ropa e iba vestida de blanco, con una flor del mismo color como único adorno en sus cabellos. Los invitados charlaban animadamente sin hacerle el menor caso, sin preocuparse por escuchar la canción.
Morfeu Soares se acercó con una copa en la mano, en compañía de su novia. Se notaba que empezaba a estar bajo los efectos del alcohol.

—Si quieres puedo hacer que cante esta canción hasta que os canséis de escucharla, solo tienes que decirlo —aseguró Soares.
—Por lo que veo solo la alta sociedad se está divirtiendo en esta fiesta, pero vosotros —miró al padre Salgado y a los suyos—, ¿os lo estáis pasando bien? No está llena de personas espirituales e intelectuales, supongo…
—Creo que en este país hay más gente espiritual de lo que parece —dijo el padre Salgado.
—Me encantan las personas como usted, padre Salgado, siempre pensando que hay algo bueno en el interior de los seres humanos —dijo Soares—. Me encantaría pensar lo mismo, pero no he tenido la suerte de estar inspirado por Dios y, además, cuando miro a mi alrededor, creo que a la gente le gustan más mis fiestas que sus reuniones dominicales.
La novia de Soares soltó una risita mientras jugaba con el collar que llevaba en el cuello.
—Los asistentes a sus fiestas son más ricos que sus feligreses…
—Le aseguro que si sus feligreses fueran ricos serían más parecidos a mis amigos —dijo Soares. Miró con expresión amable.
[···]
—Seguid divirtiéndoos a mi salud —dijo Soares, satisfecho.
—Lo haremos. Gracias.
—Y tened cuidado cuando anochezca. Esta finca es enorme y está pegada a la selva. No quisiera tener ningún disgusto.

—Así me gusta. Bueno, y ahora viene lo mejor. Esto se va a convertir en una verdadera fiesta. Mirad, por ahí vienen las bailarinas de la Escola do Samba y se va a organizar un verdadero carnaval.

—Estamos en una fiesta y has venido a divertirte —advirtió el hombre.

Las bailarinas parecían muy altas con sus calzados de plataforma y sus penachos de plumas de colores. Sus cuerpos cobrizos estaban recubiertos de pedrería y bisutería dorada que se movían al compás de sus más ligeros movimientos.

—Los zapatos no son tan incómodos cuando te acostumbras —dijo la novia de Soares. La chica había hablado por fin.

[···] —dijo la novia de Soares con tono burlón.

Rescate
Pasó el tiempo y esperaba en vano una señal de Saulo mientras le pedía a Dios que Morfeu Soares no lo viera. Acababan de llegar algunos invitados pertenecientes a los medios de comunicación, pues a Soares le encantaba aparecer en televisión. [···] se dirigió hacia una parte poco iluminada detrás de la carpa blanca, tal y como había indicado Saulo. Allí notó como alguien le tocaba el hombro. Se giró. Era Saulo.
—Por fin, empezaba a creer que ya no ibas a venir —dijo la joven pelirroja.
—Vamos para allí. Pase lo que pase no mires atrás. No tengas miedo —dijo Saulo.
—De acuerdo.
—Yo sé dónde no hay cámaras.
—Pero si casi no puedes andar.
—No te preocupes. Toma la llave. Únicamente tú puedes liberarlos. Yo no tengo suficiente fuerza en los brazos, ¿entendido? Si empiezan a disparar no te pares, aunque me hieran, aunque me maten. Pase lo que pase, sigue adelante. Hemos de conseguirlo. Si algo me sucede, recuerda que la llave pertenece a la entrada más cercana a la selva. ¡Vamos!
Saulo empezó a andar a paso rápido en dirección a la mina. Él llevaba una minúscula linterna para alumbrar el suelo y no tropezar. Afortunadamente había luna llena y bastante claridad. A medida que avanzaban, la sensación de que estaban en peligro iba en aumento.
A lo lejos se escucharon unas voces y el ladrido de unos perros. Después unos susurros entre los matorrales. Eran los matones de Soares.
—Creo que los perros ya nos han olido. Apagaré la linterna —dijo el muchacho.
Se escucharon más voces y después varios tiros.
—No te preocupes. Los conozco bien, están disparando al aire —dijo Saulo.
Continuaron su silenciosa carrera unos pocos metros, corriendo en línea recta. Uno no entendía muy bien cómo aquel chico que parecía tan enfermo hacia unas horas podía estar huyendo con tanta seguridad.
—No comprendo cómo eres capaz de correr si esta tarde a duras penas podías respirar —jadeó su compañera.
—No he comido ni bebido en dos días. Esa es la manera que tienen de debilitarme. Estoy un poco mejor. ¿No llevarás un poco de agua por casualidad? —resopló Saulo.
—No. ¿Cómo puedes saber dónde no hay cámaras?
—Conozco perfectamente la ruta —afirmó.

Nunca imaginó que aquella finca fuera tan grande. Por fin llegaron a una zona donde no había ni un árbol. Ni un matorral siquiera.
—Hemos llegado —dijo Saulo con la voz quebrada por el cansancio—. ¡Lo vamos a conseguir! —le oyó exclamar ella.
El joven, que miraba con expresión grave, le habló con un hilo de voz.
—Hay algo que quiero explicarte.
—Dime.
—Cuando desapareció la llave, los matones de mi padre se dedicaron a intimidar a los chicos de la mina, por si alguno de ellos la tenía. Cada cierto tiempo dejaban abierta la reja para ver si intentaban escapar. A veces, especialmente al principio, algunos salían y los atrapaban. Ahora ya no intentan escapar.
—¿Nunca?
Saulo calló un instante para tomar aliento. Cada vez se le veía más agotado.
—Nunca. Saben que es imposible salir de la mina porque les están esperando fuera. No saldrán ni aunque abramos la reja. Tendrás que bajar a la mina. Me gustaría bajar, pero no lo resistiría y necesito tu ayuda. Solo tú puedes convencerlos para que salgan. Tendrás que ser muy rápida.

[···]

—Recuerda. Hay pequeñas luces que marcan el camino. Síguelas y llegarás al lugar donde se reúnen los chicos. Es todo lo que puedo decirte.

—¿Cuánto tiempo puedo tardar?

—Unos diez minutos. El lugar donde duermen no está en una zona muy profunda.

—Está bien.

—Voy a abrir esa reja. Aunque sea lo último que haga en esta vida.

Se escucharon nuevos tiros y ella decidió seguir a Saulo campo a través hasta llegar al otro lado de la mina. Sentía que no podía más.
Saulo corrió hacia la salida y se dirigió a una entrada excavada en la tierra. Ante ellos se erguía una pequeña puerta de hierro forjado.
Saulo intentó abrir la reja, pero las manos le temblaban tanto por el esfuerzo que había hecho, que no podía meter la llave en la cerradura. Cuando por fin lo consiguió, no pudo girarla.

—Ahora te toca a ti. Recuerda, mira las luces y síguelas. No pares ni un instante. Toma, ponte esto. Te va a hacer falta. ¡Suerte!

En la mina, el olor era insoportable. Un olor seco y mineral, cargado de partículas en suspensión. Sintió que se iba a a marear y miró lo que Saulo acababa de darle. Era una mascarilla. Se la puso rápidamente.

El túnel descendía y las paredes de las galerías eran anchas. Fijó su mirada en las lucecitas tal y como Saulo había recomendado y empezó a caminar...
Por fin llegó a un espacio más amplio donde un grupo de muchachos miraban asombrados. Durante la noche no solían recibir la visita de los guardas. Cuando la vieron se escuchó un murmullo de sorpresa. Ella podía ver sus caras a duras penas, pues las lámparas de queroseno no alumbraban demasiado y los chicos estaban tiznados de polvo oscuro. Solo se veía el brillo de sus ojos.

—No hay tiempo que perder, hemos abierto la reja y hay que salir cuanto antes —dijo.

— ¿Y tú quien eres? —preguntó un chico de aspecto hosco incorporándose.

—La hija de la doctora. He abierto la reja y tengo la llave que la señora Soares robó hace tiempo. ¡Rápido! ¡Hay que salir cuanto antes! Por favor, seguidme.

—Es una trampa —escuchó que decía alguien.

—¡Es verdad! La señora Soares desapareció hace años, aunque nos dijo que volvería —dijo el chico mirando con cara de pocos amigos.

—La señora Soares murió. Saulo, su hijo, tenía escondida la llave. ¡Vamos! Tenemos que salir cuanto antes —alzó la voz.

—Entonces, ¿por qué no vino a rescatarnos él mismo? —preguntó el muchacho acercándose con aire amenazador. La cogió por el brazo y empezó a zarandearla con fuerza.

—¡Suéltame!

—¿Qué truco habéis planeado esta vez? —dijo el chico, mientras le clavaba amenazante los dedos en el brazo.

—¡Te he dicho que me sueltes! No hay trucos.

—¿Qué te han dicho que nos digas los guardias de arriba?

—No me han dicho nada y no tenemos tiempo que perder con tonterías, hay que salir. Me estás haciendo daño. ¡Suéltame, te digo!

—Suéltala, Diogo. Ellos nunca vienen por la noche —dijo uno de los muchachos.

—Suéltala, yo creo que está diciendo la verdad —dijo otro chico levantándose.

Diogo la soltó y ella se alejó de él intentando no demostrar miedo, mientras sentía que los ojos se le llenaban de lágrimas de rabia.

— Saulo Soares no podía venir —dijo por fin—. Lo han estado envenenando desde hace años. ¡Por favor, os estoy diciendo la verdad!

Nadie contestó, pero tampoco nadie se atrevió a seguirla. No podía liberarse de la rabia que la embargaba. Tenía que hacer o decir algo para que reaccionaran.

—Está bien. ¡Quedaos aquí si es lo que queréis! Aunque fuese una trampa, os aseguro que es mejor morir al aire libre que permanecer encerrados en esta mina apestosa como ratas.

—Nosotros no somos ratas —dijo Diogo cambiando de expresión.

—Pues entonces demostradlo ahora —lo miró desafiante.

—Te juro que si mientes me las pagarás —dijo el chico acercándose nuevamente.

—¡Los que quieran ser libres, que me sigan, y los que no, que se queden y se pudran aquí dentro! —y luego salió corriendo en dirección a la puerta sin mirar hacia atrás.
El miedo que sintió ella le daba alas y llegó adonde estaba Saulo, que estaba esperando. No tuvo tiempo de decir nada. Saulo la atrajo hacia sí mientras un río de jóvenes empezó a salir de manera incontrolada por aquella puerta. No podían ni contarlos.
—Tenemos que sacarlos de aquí. ¡Vamos hacia la selva, la zona donde no están los matones de mi padre! —gritó Saulo.
A lo lejos vieron los rostros de los meninos sem sonho que llegaban en su ayuda.
Demasiado tarde. Algunos de los muchachos habían corrido desordenadamente hacia su libertad. Se acercaban los hombres de Soares con las armas.
—¡Al suelo! ¡Todos al suelo!
La mayor parte de los chicos se pusieron a salvo con gran rapidez tirándose al suelo, tal y como les habían indicado. Parecía estar viviendo una película. Todo era muy irreal. A lo lejos se pudieron percibir unos flashes. Parecía que alguien estaba fotografiando lo sucedido.
[···]
—¿Están todos bien? —fue todo lo que ella atinó a preguntar con las pocas fuerzas que tenía.
—¿Quiénes?
—Los chicos.
—Sí. Los hemos puesto a salvo. [···] ¿Qué hacías ahí, si es que se puede saber?
—Hice lo que me dijo Saulo.
—Saulo Soares ha sido muy valiente, pero no tenía que haberte inmiscuido en este asunto —dijo.
—Me alegro de que lo hiciera.
—Saulo avisó a la policía y existen fotos de todo lo sucedido. Parece ser que desde la muerte de su madre, Saulo sabía lo que sucedía en la mina y planeó la fuga. Incluso alertó a la prensa aquella noche.
—¿Cómo está él? —preguntó.
—Débil. Me han comentado ciertos colegas que no entienden cómo sacó fuerzas para liberar a esos jóvenes. La puerta de metal estaba muy oxidada. Tuvo que hacer mucha fuerza para abrirla, dado su estado. Por lo visto, Morfeu Soares lo mantenía enfermo y el muchacho fingía estar trastornado para conseguir sus objetivos.
—Gustaría ir a verlo.
—Iremos a visitarlo. Está ingresado en una clínica. Será uno de los principales testigos contra su padre.
—Necesitan hablar con Saulo.
—Aseguro que iremos, pero antes [···]

¿Cómo mencionar todo lo que había pasado sin mencionar a Xavier y a los otros meninos sem sonho?

—No lo sé, encontré a Saulo, pidió ayuda y cuando me di cuenta estaba ayudándolo.

El hecho había trascendido y todos estaban pendientes de lo sucedido. Algunas personas lo encontraban tan excesivo que creían que no era cierto. En pleno siglo XXI, el magnate y terrateniente Morfeu Soares hacía trabajar a niños para aumentar el rendimiento económico de sus minas. También se acusaba a Soares de haber colaborado en el asesinato del ecologista João Ribeira.
Por primera vez, se reconocía públicamente que la salvación de aquellos muchachos había sido gracias a Saulo. Una foto suya aparecía en todos los periódicos. Estaban felices de que por lo menos se reconociera su gran valor. La doctora se afanaba en cuidar a los muchachos liberados y en buscar una manera de mitigar su sufrimiento. Casi todos estaban enfermos a causa de las largas jornadas bajo tierra. Tenían molestias pulmonares debidas al mercurio y a otros minerales que se hallaban a muchos metros bajo tierra. La mayoría, además, sufría una desnutrición severa.
Morfeu Soares lo negó todo. Saulo, que tras un par de semanas alejado de los doctores de su padre tenía mucho mejor aspecto, estaba protegido por la policía como testigo. La suerte estaba echada.
Fueron a visitar a Saulo en la clínica donde se estaba recuperando.
—Lo sabías todo, Saulo —le dijeron cuando se quedaron a solas.
—Así es —afirmó él—. Llevaba años soñando con acabar con esta pesadilla. Mi padre sabía que yo conocía la existencia de la mina. Creo que si no me eliminó como a mi madre fue porque durante todo este tiempo fingí estar un poco loco y porque soy su hijo.
—¿Fingías siempre?
—Desde el primer momento hice lo que mi madre me dijo. Yo tenía doce años cuando ella murió. Un día encontró la mina y a partir de aquel momento se dedicó a visitar a los niños —explicó—. Les llevaba comida e intentaba consolarlos. Consiguió una llave. No sé como lo hizo, pero nos ha sido de gran utilidad. Por cierto… —Saulo miró burlón.
Las ojeras de Saulo habían desaparecido, pero todavía estaba muy delgado.
—Creo que mi madre planeaba liberarlos y fue ella quien habló con el padre Salgado. Mi padre se enteró de que había descubierto su secreto y se deshizo de ella. Después alegó que se había ahogado en misteriosas circunstancias. Evidentemente, un médico sobornado por mi padre confirmó el fallecimiento.
—¡Eso es espantoso!
—Sin duda, pero por suerte para nosotros, lo que nunca supo mi padre es que mi madre me dio la llave y me contó su secreto. Ella lo tenía todo previsto, conocía bien a mi padre. Me dijo que si a ella le sucedía algo, tenía que fingir estar trastornado y guardar la llave. También me dijo que solo confiara en mí mismo. La obedecí y fingí estar perturbado. No se trataba solo de mí, sino también de todos esos chicos encerrados.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Los médicos dicen que va a pasar algo de tiempo hasta que me recupere del todo, pero que me pondré bien.
—¿Por qué has esperado tanto tiempo para liberar a los niños de la mina? Tienes la llave desde que murió tu madre.
—No ha sido tan fácil —dijo Saulo—. Primero tuve que superar el trauma de su muerte. Yo era un adolescente apenas. Después. me enteré de lo que hacía mi padre. Le dije que pensaba irme y empecé a enfermar. Al principio no caí en la cuenta de que era él quien me estaba envenenando. Me fue incomunicando y yo no podía hacer nada solo. Además, era necesario que lo viera todo el mundo. Únicamente podía ser el día de la gran fiesta, en la que había periodistas. Si no hubieras abierto la reja, todos estos años de espera no habrían servido de nada.

—Estoy muy contenta de haberte ayudado.


Las fiestas del Boi Bumbá se celebraban en Manaos en junio. Desde Manaos hasta Belén, el río entero era una gran fiesta en la que se bailaba, se comía y se cantaba, mientras contemplaban juntos las competiciones, los bailes, los vestidos exóticos y las máscaras.

Pasado el Boi Bumbá, Xavier todavía no había dado señales de vida... en octubre iban a asistir a las fiestas del Cirio de Nazaré en Belén...

A las procesiones venía gente de todo Brasil. El ambiente era fervoroso, y la basílica estaba iluminada por infinidad de cirios.

En una de las calles colindantes a la catedral, colapsada de gente que seguía la celebración, se vio a Xavier.

—¿Qué piensas hacer ahora, Xavier? Estáis fuera de peligro, pero todo el mundo os vio. Es una cuestión de tiempo que os encuentren y descubran.

—Eso es imposible —aseguró Xavier—. Ya se han marchado nuestros aliados... En estos momentos deben de estar en algún lugar remoto dentro de la jungla. Sólo ellos pueden adentrarse tanto... Supongo que regresarán dentro de un tiempo, cuando todo este asunto se haya olvidado.

—El padre Salgado quiere que continuéis estudiando y preparándoos para proteger la selva. Tiene razón. Si no lo hacéis vosotros, nadie más lo hará. Moutinho y tú ya lo sabéis, ¿verdad?

—Tienes razón —dijo el muchacho, mirando con expresión grave y atrayéndola hacia sí por la cintura—. Gracias a Dios me has esperado.



Autora
Mar Cole
Autora de madre catalana y padre costarricense, vivió en Barranquilla hasta los cinco meses y luego cruzó el Atlántico con rumbo a Barcelona. Allí, junto a su abuelo materno, descubrió su biblioteca y el placer de leer. Sus estancias en Costa Rica fueron decisivas para descubrir paisajes de asombrosa belleza y desarrollar una sensibilidad especial hacia la naturaleza y a  favor de la defensa del medio ambiente.
La acción transcurre en Belén, una pequeña ciudad de Brasil, y se centra en torno a los niños de la noche, pequeños abandonados que viven en la selva, protegidos por un sacerdote, y que tratan de escapar de un hacendado que los explota en sus minas de manera esclavista.
Saulo Soares, el hijo de un terrible explotador de la región de la Amazonia, lucha por liberar a los meninos sem sonho de su esclavitud actual.
En la Amazonia, nos vemos involucrados en una aventura con los meninos sem sonho, un grupo de chicos que viven en la selva del Amazonas y que han escapado de Morfeu Soares, un terrateniente que los obligaba a trabajar en su mina. Saulo, el hijo de Soares, luchará por liberar a los muchachos presos en la mina.

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