domingo, 15 de enero de 2023

EL AÑO DE LOS GRANDES NÍSPEROS

 

Cabe entonces notar que, al principio de los tiempos (estoy hablando de cuarenta cuarentenas de noches, siguiendo el calendario lunisolar de los druidas), poco después que Caín matara a su hermano Abel, la sangre del puro regó los surcos de la tierra, que, cierto año, fue tan fértil y abundante en toda clase de frutos, sobre todo en nísperos, que aquel año ha pasado a la historia como el AÑO DE LOS GRANDES NÍSPEROS, ya que con tres se llenaba un cubo de una azumbre.

En ese año, se encontraron las calendas en los breviarios griegos. La Cuaresma no cayó en marzo, mientras que el Ferragosto se celebró en mayo. En el mes de octubre, o tal vez fuera septiembre (para no equivocarnos, ya que prefiero guardarme de los errores, diremos a principios de otoño: tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando), se dio la renombrada semana conocida en catalán como la “setmana dels tres dijous”, ya que hubo tres jueves bisiestos, a consecuencia de que el Sol dio un pequeño traspié hacia la izquierda. La Luna, cuyas fases estaban bastante erráticas, se alejó de su órbita más de cinco cables, creando un visible movimiento de trepidación en el firmamento, más allá del Sistema Solar. La Pléyade mediana, la cuarta de las siete, que atiende por Celeno (un poco hastiada del síndrome del segundón y espoleada por ver pasar a la Luna tan cerca de ellas), dejó a sus hermanas, dejándose caer por la Nube de Oort; y la estrella llamada Espiga dejó la mano de Virgo, donde suele estar tan pancha, para retirarse a un platillo de la vecina constelación de Libra. Todos éstos son casos tan imponentes y tan duros de roer que ningún astrónomo es capaz de hincarles el diente. ¡Ay del que tuviera los dientes lo bastante duros, y lo bastante largos para alcanzar esas alturas del firmamento!

Pero volvamos a la Tierra, porque allí es donde sucede lo que nos interesa. No es de extrañar que todo el mundo devoraba con placer aquellos grandes nísperos, ya que eran tan hermosos como eran deliciosos, pero, igual que quien ha probado licor por primera vez se da cuenta del efecto al día siguiente,desconociendo lo fuerte que es lo que ha ingerido, del mismo modo ignoraban los hombres y las mujeres de aquella Edad de Oro, devorando con gran placer aquellas señoras frutas, que éstas también tendrían efectos secundarios.

Pues les ocurrieron toda clase de hechos muy diversos, ya que a todos se les produjo en el cuerpo una hinchazón de lo más horrible, pero no a todos en el mismo lugar. A algunos les afectó en torno al talle, y se les puso la barriga como un tonel de cerveza. De ellos se ha escrito lo de “Ventrem omnipotentem“, y de este linaje descienden Papá Noel y don Carnal, y otras muchas gentes de bien, alegres y siempre de buen humor.

Otros se hincharon por las espaldas, y desarrollaron chepas tan grandes que fueron conocidos como montíferos, es decir, portamontes o portamontañas; algunos incluso tuvieron que desplazarse a cuatro patas, como dromedarios humanos, debido al peso de dichas chepas. Aún se ven montíferos por este mundo, de todos los sexos, razas y rangos; y de este linaje desciende un tal Quasimodo, sobre el cual podéis ver la película o, si sois aún más valientes, leer la novela de Víctor Hugo.

A algunos hombres se les desarrolló esa parte de la anatomía masculina conocida como miembro viril, de modo que lo tenían prodigiosamente largo, grande, grueso, ufano, vascularizado y crestado, como una estela fálica. Cuando lo tenían flácido, podían usarlo como cinturón, atándoselo unas cinco o seis veces en torno al talle; y cuando lo tenían rígido, como un mástil –viento en popa, a toda vela–, uno podría haberles tomado por caballeros con la lanza en ristre, listos para descabalgar al contrincante. Y esta estirpe, lamentablemente, se ha extinguido, de modo que más de una mujer y unos cuantos varoncitos lamentan continuamente que “aquel tiempo pasado fue sin duda mejor”.

Otros varones crecieron tanto en cuestión de huevos que con tres escrotos suyos se podría llenar un saco de harina. De éstos descienden los loreneses, a quienes los huevos rara vez les caben en la bragueta: se les caen siempre en una o la otra pernera. De allí que Francisco Esteban de Lorena, príncipe consorte del imperio de Austria, le diera a su augusta esposa dieciséis hijos legítimos (sin contar los bastardos que tuvo con otras damas).

A otras personas les crecieron las piernas, y uno podría haberles tomado por grullas, flamencos u otras aves zancudas, o por zancudos de feria. Los pequeños colegiales les llamaban “yambos” o “yámbicos”, jugando con la palabra francesa para decir “pierna” y la medida de los versos.

A otros les creció la nariz de modo que la tenían como un alambique, como una alquitara medio viva, toda enjoyada y jaspeada y esmaltada y rebozada en purpurina y bordada en dorado sobre escarlata. De esta estirpe surgieron pocos aficionados a la tila y al poleo: todos fueron amantes de los jugos de septiembre. De allí toman su origen los Nasones, entre ellos Ovidio, así como ese Ovidio Nasón más narizado, ese reloj de sol mal encarado, al que canta don Francisco de Quevedo, por no hablar del teniente Bardolph (cuyo rostro, citando al Bardo del Avón, era todo carbubunclos, y espinillas, y verrugas, y llamaradas) al que hizo ejecutar Enrique V. Y de ellos se ha dicho: “Ne(z) reminiscaris“.

Otros crecieron en cuestión de orejas: las tenían tan grandes que con una podrían hacerse un traje de tres piezas –coleto, calzas y casaca–, y con la otra un capote largo a la española para llevar encima de dicho traje. Dicen que en la región francesa del Borbonés aún quedan algunos descendientes vivos de estos orejudos, de allí la expresión de “orejas de borbonés”. Aunque, dado que en mi Castellón natal se oye mucho lo de “pam, pam, orellut”, allí también se halla otra rama de la misma estirpe, que seguro que desciende de algún oficial que trajo la ocupación de Felipe V, el primer Borbón de las Españas, entre la batalla de Almansa y el once de septiembre (por cierto: también existe un político donostiarra que atiende por Jaime Mayor Oreja, pero lo suyo es pura coincidencia).

Y, en fin, hubo los que crecieron por todo el cuerpo.

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François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel.

Traducción adaptada de Sandra Dermark

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