sábado, 18 de enero de 2020

DIEZ DE GIANNI RODARI

Estos son diez microcuentos de Rodari, que una servidora ha adaptado a su manera.


DIÁLOGO DE BESUGOS
–Pon mucha atención –le dice el pez gordo al pezqueñín–. Eso de ahí es un anzuelo. No te lo metas en la boca.
–¿Por qué? –pregunta el pezqueñín.
–Por dos razones –responde el pez gordo–. La primera es que, si te lo tragas, te pescan, te destripan, te rebozan, y te fríen en la freidora. Luego se te comen las personas, con dos hojitas de lechuga iceberg por guarnición y una rodajita de limón.
–¡Arrea! Pues muchísimas gracias. Me has salvado la vida. ¿Y la segunda razón?
–La segunda razón –dice el pez gordo–, es que quiero ser yo el que te coma.

EL TREINTA Y TRES
Conozco a la dueña de un pequeño negocio. No trata ni con azúcar ni con café. No vende ni jabones ni pienso para gatos. Vende sólo el número treinta y tres.
Es una persona muy honrada, vende mercancía genuina y jamás roba al peso: nunca estafaría a los clientes. No es de esos Thénardier que dicen: “Ahí tiene su treinta y tres, señor”, y en cambio a lo mejor es solo un treinta y uno o un veintinueve.
Sus treinta y tres son todos de marca registrada, con garantías, impares al cien por cien, cada uno con sus tres decenas y una unidad, en la que siempre recala el acento.
Sin embargo, el negocio no va precisamente viento en popa. De treinta y tres no hay lo que se diga mucha demanda. Sólo quienes tienen cita con médicos entran en la tiendecilla y compran uno. Pero también están los que compran un treinta y tres de segunda mano en el Rastro. De todos modos, ella no se queja. Podéis mandar a su tienda a una criatura en edad preescolar, o incluso a un gato, con la seguridad de que no la liará.
Es una vendedora honrada. En su modestia, es una piedra angular de la sociedad.

LA POSTAL SIN DIRECCIÓN
Érase una vez una postal sin dirección. Sólo estaba escrito: “RECUER2 Y BESOS”. Y, debajo, la firma: “CHRIS”. Nadie podía decir si el o la tal Chris era un Christopher, un Christian o una Christina; si era un estudiante hípster o un coronel retirado, una vieja solterona cascarrabias o una choni sobrada de maquillaje. O tal vez una espía.
A mucha gente le hubiera gustado recibir al menos uno de aquellos “RECUER2” o de aquellos “BESOS”, al menos el más pequeñito. Pero… ¿cómo fiarse?

BREVE DIÁLOGO
–¿Qué espera de mí la gente?
–Que no esperes nada de ellos, Vicente.

ORNITOLOGÍA
Conozco a un señor amante de las aves. Todas las aves: las de bosque, las palustres, las marinas, las domésticas. Los cuervos, los chotacabras, los colibríes. Los patos, las fochas, los verderones, los faisanes. Las aves europeas y las africanas. Tiene toda una biblioteca sobre aves: tres mil volúmenes, la mayoría encuadernados en cuero.
Le entusiasma instruirse sobre las costumbres de las diferentes especies aviares. Ha aprendido que los cuclillos, a la hora de emigrar de norte a sur, toman la línea España-Marruecos, y, en climas más orientales, la línea Turquía-Siria-Egipto, para cruzar el Mediterráneo: les da mucho miedo sobrevolar la alta mar. La ruta más breve no es siempre la más segura.
Hace años, lustros, décadas, que ese conocido mío estudia las aves. Así, sabe con precisa exactitud cuándo pasan, se pone allí con el rifle al hombro y ¡pim! ¡pam! ¡pum! no falla ni una.

LA CADENA
La cadena se avergonzaba de sí misma. “Vaya”, pensaba, “todos me eluden y tienen mucha razón: la gente ama la libertad y odia las cadenas”.
Pasó alguien por allí, recogió la cadena, se subió a un árbol, ató los dos extremos a una sólida rama e hizo un columpio.
Ahora la cadena sirve para hacer volar por los aires a los niños, y está muy contenta.

EN EL TREN DE CERCANÍAS
En el tren de Valencia a Castellón, conozco a un señor de mediana edad. Llevamos una agradable conversación sobre lo uno y lo otro, y de muchas más cosas. Y llega el momento en que él me dice:
–¿Sabes qué? Yo voy a Moncofa.
–¡Bravo! –aplaudo con admiración–. Ha hecho usted un magnífico complemento de dirección o destino.
De repente, él adopta una expresión severa, adusta, incluso un poco disgustada.
–Mire usted –responde secamente–, hay ciertas cosas que yo se las dejo hacer a los demás.
Y, durante el resto del trayecto, no me dirige la palabra.

UN OTELO BIEN INUSUAL
Nuestra pequeña localidad ha festejado ayer al señor Gustavo Adolfo Etxeagorri, que ha dedicado treinta años de su vida y obra a grabar por sí solo y sin ayudantes la ópera Otelo, del maestro Giuseppe Verdi.
Ha comenzado desde sus años mozos, cantando delante del micrófono de su grabadora el papel de Otelo, seguido del de Yago, seguido del de Desdémona. Uno tras otro, cantó y grabó todos los papeles. También los coros. Como el coro de la hoguera, por ejemplo, tenía que ser de treinta cantantes, lo cantó treinta veces. A continuación, estudió todos los instrumentos, del violín a los timbales, del fagot al clarinete, de la trompeta al cuerno inglés, etcétera, etcétera, etcétera. Grabó todas las partes, una por una, y después las fundió en una cinta común para lograr el efecto de la orquesta sinfónica.
Todo este trabajo lo ha hecho en un sótano insonorizado alquilado con este fin preciso, lejos de su domicilio. A la familia le decía que iba a hacer horas extraordinarias. Y, en cambio, iba a hacer Otelo. Hizo los sonidos de los cañones, los de los caballos, hasta los aplausos al final de las arias más famosas. Para el aplauso que concluye el acto primero, ha aplaudido él solo, durante un minuto, tres mil veces, ya que había decidido que al espectáculo asistirían tres mil personas, de entre las cuales cuatrocientas dieciocho debían gritar “¡Viva!”; ciento veintiuna, “¡Estupendo!”; treinta y seis, “¡O-o-otra! ¡O-o-otra!”; y doce, en cambio, “¡Cenutrios! ¡Que os den morcilla!”
Y ayer, ut supra diximus, cuatro mil personas, agolpadas en el Teatro Principal, han asistido a la primera audición de esta excepcional ópera. Al final, casi todo el público fue unánime en su opinión, estando casi todos de acuerdo en decir: “¡Extraordinario! ¡Si hasta parece un disco!”

DE NUEVO EN EL TREN DE CERCANÍAS
Conozco a otro señor de mediana edad en el tren de Castellón a Valencia. Se ha subido en Nules con seis periódicos bajo el brazo. Empieza a leer.
Primero lee la primera página del primer periódico, seguida de la primera página del segundo periódico, la primera página del tercer periódico, y así hasta la primera página del sexto.
Después pasa a leer la segunda página del primer periódico, la segunda página del segundo periódico, la segunda página del tercer periódico, y así sucesivamente.
Después inicia la lectura de la tercera página del primer periódico, la tercera página del segundo, la tercera página del tercero… con método y diligencia, tomando de vez en cuando unas rápidas notas en el puño derecho de la camisa.
De repente, me asalta un pensamiento espantoso:
“Si todos los periódicos tienen el mismo número de páginas, todo irá como una seda… pero… ¿qué sucederá si un periódico tiene dieciséis páginas, otro tiene veinticuatro, y otro no tiene más de ocho? Al ver que su método es falible, ¿cómo reaccionará este pobre pecador?”
Por fortuna, ese día me bajo en el Cabanyal, y no me da tiempo a asistir a la tragedia.

CON LA O
Una página del diccionario de la RAE que ocupa a menudo mis pensamientos es aquella donde cohabitan en silencio, sin saludarse nunca ni felicitarse las fiestas de guardar, la ORUGA, la ORTIGA, la ORTOGRAFÍA y el ORZUELO.
La cosa no deja de intrigarme. Mientras me imagino a la ORUGA dedicada a zamparse a la ORTIGA para que el ORZUELO crezca libremente, nada perturba mi paz interior. Pero ocurre que el ORZUELO se pone a enseñarle ORTOGRAFÍA a la ORUGA, a la cual, siendo un bichito, le importa incluso menos que un rábano (al menos, los rábanos son comestibles, piensa la ORUGA con su diminuto ganglio cerebral). En ese momento exactamente, pasa por la misma página un pope ORTODOXO. ¿Por quién estará rezando? ¿Por la ORUGA muerta de hambre, por el ORZUELO loco o por todos aquellos que sufren por culpa de la ORTOGRAFÍA? Esta cuestión abre ante mis ojos un verdadero y auténtico abismo, por el fondo del cual –es decir, por el fondo de la página– deambula solitario el sustantivo ORTÓGRAFO. Parece que significa “persona que se ocupa o trata de ortografía”. Pero su sonido es espantoso. Quizás sea una palabra caníbal.

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