martes, 6 de septiembre de 2016

SAVITRI Y SATYAVAN

Savitri, la hija de Aswapati el rey de los Madras, era joven y muy hermosa. Muchos hombres iban a la corte de su padre para pedirle la mano, pero ella no deseaba a ninguno de ellos porque no había ni uno que tuviera tan siquiera un poco de gracia. Todos eran caprichosos y superficiales, estaban llenos de orgullo, y entendían como algo habitual la manipulación y la traición. 
Fue entonces cuando Savitri le dijo a su padre: —Yo misma saldré en mi carroza de guerra dorada, y no regresaré hasta haber encontrado marido.
Ella fue a pueblos y villas, pero todos le tenían miedo; así que decidió ir a los bosques para encontrar a su compañero. Su carroza se hizo camino entre los árboles y, entre los animales, los había que se quedaban en donde estaban para observarla, mientras otros corrían y se escondían detrás de las piedras o se iban a las cuevas. Muchos excavaban y se escondían en la tierra. Incluso otros se refugiaban dentro de los árboles y cerraban sus ojos con fuerza.
Savitri fue a los lugares que los bramanes y los ksatriyas elegían para retirarse del mundo, y un tiempo después ella regresó a palacio y le dijo a Aswapati: —Lo he encontrado.
—¿A quién? —El rey le preguntó.
—Él es Satyavan —contestó Savitri—. Debido a que el tiempo le quitó al rey Dyumatsena su vista, un enemigo lo expulsó de su trono de Salwa; y Dyumatsena fue a vivir al bosque con su esposa y su único hijo: Satyavan.
—¡Ah! Estoy contento —Le dijo el rey—, haré los arreglos. Iremos juntos a verle.
Cuando Savitri se fue, Aswapati llamó a su ministro y le preguntó: —¿Qué hay de Satyavan?
—Su Majestad —replicó el ministro—, él nació en la corte de su padre; pero cuando era aún un bebé en brazos fue llevado al bosque y ha vivido allí desde entonces. Es leal y afectuoso, y es tan hermoso como la luna, y tiene el poder y la energía del sol. Es generoso y valiente y tan paciente como la Tierra. Sólo tiene un defecto y ningún otro: exactamente dentro de un año y un día, morirá.
Aswapati le dijo a Savitri lo que había escuchado y le dijo: —Cambia de parecer. No te cases con la tristeza.
Savitri le contestó: —No escogeré dos veces, sea su vida larga o corta. En mi corazón ya lo he tomado como mi esposo.
Aswapati vio que su decisión era inquebrantable. —Será como tú digas. Mañana iremos a ver a Dyumatsena en el bosque.
Al día siguiente, el rey fue a pie hasta la ermita de Dyumatsena y llevó a Savitri consigo. Se sentó debajo de un árbol, en una alfombra hecha de helechos, y le pidió que aceptara a su hija como nuera.
—¿Es que ella podrá aguantar vivir en el bosque? —preguntó Dyumatsena.
Aswapati dijo: —Tanto tú como yo sabemos que la felicidad y la tristeza van y vienen como quieren y nos acompañan siempre en donde estemos. Me inclino ante ti en signo de amistad. No me desprecies, no destruyas mi esperanza.
—Sean bienvenidos —dijo Dyumatsena. —Sean bendecidos ustedes dos.
Los dos reyes organizaron el matrimonio entre Savitri y Satyavan, y Aswapati regresó a su palacio, mientras Savitri se quedó en la ermita con sus suegros y su joven esposo.

Con amor y felicidad en el matrimonio, el año de vida de Satyavan pasó rápidamente, y Savitri iba descontando los días hasta que quedó sólo uno. La noche anterior a su muerte, ella observó hasta el amanecer cómo Satyavan dormía a su lado. Le cocinó el desayuno pero no comió, esperando la hora y el momento, pensando: «Hoy es ese día».
Cuando el sol estuvo dos palmos arriba, Satyavan apoyó el hacha en su hombro y fue al bosque para recolectar leña junto a Savitri. Ella lo acompañó, ofreciéndole de tanto en tanto su sonrisa suave, y observó cada uno de sus movimientos y comportamientos.
Poco después llegaron hasta donde había un árbol caído. Satyavan comenzó a cortar sus ramas, pero temblaba y estaba empapado de sudor. Cuando se detuvo para secarse su cabeza, ésta empezó a dolerle, y la luz del sol hacía que sus ojos le dolieran. Puso el hacha en el suelo y se acostó, apoyando su cabeza en el regazo de Savitri.
Cuando cerró sus ojos, su rostro empalideció y perdió vida. Poco después el color regresó y se quedó dormido junto a ella, pacíficamente. Savitri acariciaba su pelo mojado; pero sentía que alguien los observaba, y miró hacia arriba.
Un hombre alto observaba a Satyavan con ojos tranquilos y profundos. Su piel era verde oscura, y llevaba una túnica roja con una flor roja marchita en sus cabellos sueltos y negros. Él se encontraba parado a menos de un tiro de arco de Satyavan, y tenía en su mano izquierda un fino cordón de plata no muy largo. Contemplaba al esposo de Savitri paciente y bondadosamente.
Savitri colocó cuidadosamente la cabeza de Satyavan en la tierra. El dios la miró, girando su rostro hacia ella aunque sin fijar directamente sus ojos negros en los suyos. Ella le dijo entonces: —Señor Yama, yo soy Savitri.
Yama habló suavemente: —Los días de la vida de Satyavan están completos, y he venido por él.
El señor de la muerte extendió su brazo hasta tocar el lado izquierdo del pecho de Satyavan, en algún punto muy cercano al corazón, extrajo su alma —una persona minúscula más pequeña que un dedo pulgar—, y la amarró en la cuerda que traía. Cuando el alma fue extraída, el cuerpo de Satyavan ya no respiraba y estaba frío.
Yama se retiró al bosque, pero Savitri lo siguió y caminó al lado suyo. Él se detuvo y le dijo: —Regresa, y hazle el funeral.
Savitri le contestó: —He escuchado que tú has sido el primero de los hombres en morir, de modo que así podrías conocer el camino hasta el hogar de los que no pueden regresar.
—Así es —respondió Yama—. Ahora regresa. No puedes seguirme por más tiempo. Estás libre de cualquier lazo contraído con Satyavan, y de cualquier fidelidad.
—Todos los que alguna vez han nacido deben seguirte. Sólo déjame acompañarte un poco más lejos, como amiga tuya.
Yama se detuvo, y lentamente giró su rostro hacia ella y esta vez la miró. —Es cierto. No me tienes miedo. Acepto tu amistad, y para devolverte la gentileza quiero que aceptes un obsequio: cualquier cosa que pueda ofrecerte. Pero no puedo devolverte la vida de Satyavan.
—La amistad sólo puede consumarse luego de haber dado siete pasos juntos —le dijo Savitri—. Permite que la ceguera de Dyumatsena desaparezca de sus ojos.
—Está hecho. Ahora regresa, veo que estás cansada.
—¡Pero si no lo estoy! —le dijo Savitri—. Es mi último momento con Satyavan. Permíteme caminar junto a ti un rato más.
—Otorgo. Siempre tomo, y tomo una vez más. Es bueno otorgar. Entonces sígueme si eso es lo que quieres, y acepta otro regalo; excepto el que te he dicho que no puedes tener.
—Permite que Dyumatsena recupere su reino.
—Lo tendrá —le dijo Yama. Él y Savitri siguieron la marcha hacia el Sur, y las ramas y las viñas se apartaban del camino para darles paso y luego se cerraban a sus espaldas. De pronto llegaron a un pequeño río y el señor de la muerte tomó agua en sus manos para darle de beber a Savitri.
—No es difícil de dar —le dijo Yama—. Ya que, cuando la vida se ha acabado y todo debe ser entregado, ya no es difícil. La vida está llena de dolor, no así la muerte. Lo que es difícil de encontrar es a alguien que sea digno de darle algo. Nada puede escaparse de mí. Los he visto a todos —entonces miró a Savitri—; sin embargo, esta agua no es más cristalina que tu corazón. Tú buscas lo que quieres, eliges y está hecho. No deseas ser ningún otro. Desde hace mucho tiempo que no veo algo parecido. Pídeme otro deseo, cualquier cosa que no sea la vida de Satyavan.
—Permite que mi padre tenga cien hijos.
—Los tendrá —accedió Yama—. Pero pídeme aún otra cosa más; algo que sea para ti, cualquier cosa que no sea la vida de Satyavan.
Savitri contestó: —Entonces permite que también yo tenga cien hijos procedentes de mi esposo.
Yama se sentó en el banco del río y contempló el fluir del agua que era como una serpiente plateada. —Me lo has pedido sin ninguna premeditación. Has dicho la verdad. ¿Cómo puedes tener hijos si Satyavan está muerto? Pero no pensaste en eso.
—No.
—Sé que no lo hiciste. Pero él ya no tiene más vida. Se le ha ido toda.
—Es por eso que no pedí nada para mí. Yo estoy medio muerta, y no deseo ni siquiera el Paraíso.
Yama suspiró —Soy eternamente equitativo con todos los hombres, y más que ningún otro sé lo que es la verdad y la justicia. Sé que todo el pasado y todo el futuro están prendados a la Verdad. El peligro huye de él. ¿Cuánto vale tu vida sin la de Satyavan?
—No vale nada, señor.
—¿Me darías la mitad de tus días en la Tierra?
—Sí, puedes tenerlos —Le respondió Savitri.
Otra vez, los ojos inmóviles de Yama se posaron largamente en los de Savitri. Al fin, él le dijo: —Está hecho. He tomado tus días y se los he dado a tu esposo como si fueran los suyos. ¿Quieres que te diga cuántos días son?
—No. ¿Regresamos ahora?
El señor de la muerte elevó el cordón de plata y estaba vacío. —Su alma descansa contigo. Se lo llevarás tú misma.
Yama se levantó y caminó solo hacia la tierra de los muertos, con un cordón desarramado y vacío. Cuando Savitri se dio la vuelta, un relámpago cayó cerca de su casa.

Era de noche cuando Savitri regresó. El cuerpo de Satyavan estaba frío bajo la luz de la luna. Ella se sentó a su lado y puso su cabeza en su regazo. Sintió cómo poco a poco su piel se hacía cada vez más cálida.
Satyavan la miró como cuando alguien regresa de un viaje muy largo y se encuentra nuevamente con su propia casa, y le dijo: —He dormido todo el día. He tenido un sueño en el que me habían llevado.
—Ése se ha ido —le dijo Savitri.
—¿No fue un sueño?
—Es tarde. Mira ese árbol que arde, nos guiará de regreso —ella entonces ayudó a Satyavan a incorporarse y a caminar, con el brazo de él sobre su hombro y el suyo alrededor de su cintura—. Llevaré el hacha —le dijo ella—, y hablaremos una vez que hayamos llegado a casa.
En la ermita, Dyumatsena le echaba leña a la hoguera y le contaba a su esposa las historias de los reyes de antaño. Miró entonces a Savitri y a Satyavan entrar, y les dijo: —Hay estrellas en sus cabellos que mis nuevos ojos pueden ver, y hay oro en la luz del fuego reflejada en la piel de ustedes.
Se sentaron y Savitri dijo: —Yama vino para llevarse a tu hijo, pero se fue sin él. Y por amabilidad me regaló tu visión, y prontamente tu reino, y también muchos hijos para ti y para nosotros. Ahora quédense, y les haré la cena.
Pero Dyumatsena puso su mano sobre su hombro y no le permitió levantarse; sino que le trajo él mismo la comida. Cuando terminaron de comer, un mensajero de Salwa llegó y Dyumatsena dijo: —Si no se trata de ningún secreto, dinos por qué estás aquí.
—No hay ningún secreto que guardar —dijo el hombre—. Vengo de parte del primer ministro del rey, que dice: «Su Majestad, con un cuchillo nuevo le he sacado la vida al usurpador, y sus amigos han huido y no se atreven a mirarme. Mantengo el reino para ti y espero a que me digas qué hacer.
Regresaron a la capital en triunfo los cuatro miembros de la familia real, y, unos cinco o seis años después, los ancianos reyes abdicaron en su hijo y nuera. El reinado de Savitri y Satyavan fue largo y próspero; tuvieron muchos hijos y la llama de su afecto nunca se apagó. Décadas después de haber abdicado, contando ambos esposos más de cien años de vida, saludaron al Señor de los Difuntos como a un buen amigo cuando los tres, juntos, se marcharon a las tierras desconocidas.

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