domingo, 5 de mayo de 2019

Las madres muertas - GUSTAVO MARTÍN GARZO

Las madres muertas

Nada podía separar a una madre de su hijo, al menos mientras éste era un bebé. Terremotos, inundaciones, terribles injusticias, podían irrumpir en ese jardín cerrado que era su amor, desbaratando su orden de claridad y de pañales perfumados, pero ellas siempre estaban dispuestas a empezar otra vez. Ni siquiera la muerte conseguía separarlas de ellos. Porque sucedía a veces que una madre moría siendo su niño aún bebé. Era una situación que entristecía a todos los que vivían alrededor ese niño, haciéndoles pensar que sería para siempre un desgraciado. Pero tampoco entonces los abandonaban sus madres muertas. Nadie se daba cuenta, pero ellas seguían viniendo a verlos. Lo hacían cuando todos dormían. Volvían a sus casas y, como tantas veces habían hecho en vida, recorrían el camino que las llevaba al cuarto de sus niños. No podían hacer nada por ellos, ni siquiera el gesto mínimo de cubrirles con las mantas si acaso se habían destapado, pues las muertas no tienen poder alguno sobre las cosas reales pero los contemplaban largamente. Y no había en el mundo nada comparable a esa mirada, que era la mirada de quien sabía que ya no regresaría nunca. Muchas madres intuían esto, y de pronto miraban a sus hijitos con los ojos de las que ya no estaban en el mundo. El dolor que sentían entonces era muy intenso, pues les parecía que nunca más podrían tocarlos ni tenerlos en sus brazos, pero también su placer, pues nunca sus bebés eran más radiantes y hermosos que contemplados desde esos ojos que nada podían, pues la belleza tiene que ver siempre con lo que no pertenece a nadie ni se puede guardar.

GUSTAVO MARTÍN GARZO, Todas las madres del mundo.


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