Entre madre e hija
Pensaba que estaba dormida y entraba en su cuarto y se sentaba en la orilla de su cama muy despacio, sin hacer ruido, y le apartaba un mechón del flequillo de la frente y la miraba con dulzura infinita y no tardaba mucho en echarse a llorar.
María José, de la dulzura, no podía verlo porque se hacía la dormida. Al principio, porque no quería que su madre la riñera (otra vez) por estar despierta a esas horas, pero luego mantenía los ojos cerrados y se esforzaba en que su respiración pareciese tan tranquila como si estuviese teniendo un sueño bonito porque quería sentir la mano de su madre acariciándole la frente, o la espalda, o el costado, como si ése fuera el único momento de paz que tenía ese día. María José, se moría de ganas de darle un abrazo, de apoyar la cabeza en el hombro de ella, de decirle mamá, no me riñas tanto o, mejor, no me riñas más, pero se quedaba quieta incluso cuando su madre lloraba porque le daba miedo deshacer ese instante mágico e irrepetible en el que su madre parecía quererla más que a nada en este mundo, y porque algo en su interior le decía que esas lágrimas eran distintas de las otras que vertía el resto del día, tal vez más alegres. También en eso tenía razón.
En la cama, Pilar murmuraba. María José no llegaba a entenderla, pero le parecía que eran palabras bonitas. Lo eran. Le decía que era la más guapa, la alegría de su vida, lo mejor que había hecho. Le pedía perdón por no ser una buena madre, por pagar también con ella su frustración, por no ser capaz de olvidarlo todo y ser una mujer mejor, más feliz. Le prometía que mañana sería diferente, que trataría de sonreír más y de apreciar más las sonrisas de ella. Le contaba que no tenía la culpa de ser tan desgraciada, que algo en su interior la obligaba a estar todo el tiempo enfadada con el mundo. Le suplicaba que no fuese nunca como ella. Le recitaba sus partes favoritas de la oración, ¿verdad que estaremos siempre juntos?, porque también ella la quería con todo su corazón. Tampoco de eso se tomaron fotos.
Sí las hubo, fotos, de María José entre sus padres en un jardín, de María José en la fila con los otros comuniantes, de María José recibiendo el cuerpo de Cristo, de María José sentada a la mesa del convite con una servilleta anudada al cuello para que no se manchase la vainica del vestido, de María José dándole un beso a su padre, de María José dándole un beso a su madre, de María José repartiendo puros entre los invitados con su padre, de María José recogiendo regalos, de María José bailando un rock con su padre, de Pilar hablando con Paco con un gesto inequívoco de enfado, y de Paco agachando la cabeza en un inequívoco gesto de sumisión. Segundos después de esa instantánea, María José se acercó a sus padres y les dijo va, no os enfadéis hoy, que es mi comunión...
CARMEN AMORAGA, El tiempo mientras tanto.
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