El del espejo
Así como las mujeres se sonríen a través del espejo, Gabriel había caído, yo no sé cómo, en la manía de verse en el cristal cuando dialogaba consigo mismo.
¡Qué hombre no habla solo!
Todo el mundo habla solo. Pero a Gabriel no le bastaba hablar solo, sino que lo hacía frente al espejo.
Parecíale que, de otra manera, el diálogo no era completo.
Necesitaba un interlocutor, y ese interlocutor era la imagen que el espejo le devolvía; tanto más cuanto que gesticulaba al par que él, y como hacía con los labios los mismos movimientos que Gabriel, hasta le parecía a éste que hablaba la imagen.
Tuvo, pues, al cabo de poco tiempo, dos «yoes», no internos, sino externos, sustantivos, individualizados: el suyo propio, y el de la imagen que le devolvía el espejo.
Cada uno de esos yoes mostraba su índole, su carácter, personalísimos.
El alter ego que en lo íntimo de nuestro espíritu departe con nosotros, que generalmente alardea de una opinión contraria a la nuestra, que nos sume en frecuentes perplejidades, para Gabriel estaba personificado en la imagen del espejo; de tal modo, que acabó por ver en ella a un sosias antagonista, con quien, si hemos de ser francos, le complacía discutir, porque así desahogaba sus iras, vaciaba sus problemas, se desembarazaba de sus objeciones.
Esta, como todas las costumbres, llegó a ser en Gabriel una segunda naturaleza.
Le hubiera sido imposible examinar, analizar una cosa a solas. Necesitaba departir con su otro yo, con su doble, con el caballero aquél del espejo... que siempre le llevaba la contraria.
Y así, cuando en la noche oprimía el botón de la incandescente y se quedaba a obscuras para dormir, era cuando se sentía solo. El del espejo no estaba allí, puesto que no había luz.
Debía de dormir también allá, en el fondo misterioso del biselado cristal, con un sueño levísimo de fantasma.
Pero si, antes de que Gabriel se durmiese le tumultuaba en el cerebro alguna idea, alguna preocupación de las que nos trae el insomnio, incapaz de soportarla solo, saltaba de la cama, encendía la luz y se iba al espejo, a despertar al otro, a discutir con él los «por qué» de su inquietud y de su angustia.
—¿Crees tú— porque lo tuteaba— crees tú— decíale a cada paso, en estas discusiones,— crees tú que tengo razón?
Y el espejo devolvía a Gabriel un encogimiento de hombros... El otro se encogía de hombros.
—¡Eso no es responder!— solía replicar Gabriel, exaltándose poco a poco; y el del espejo iba también exaltándose, hasta que ambos manoteaban desesperadamente y gritaban (o cuando menos gritaba uno de ellos) hasta desgañitarse.
La cólera del individuo del espejo, sus ademanes trágicos, su rostro congestionado, encendían más y más las iras de Gabriel, y el que esto escribe no se explica cómo pudieron en tanto tiempo no venir a las manos y abofetearse concienzudamente.
Pero que no lo hicieron lo testificó la integridad del espejo, tranquilo, brillante, profundo, que no mostraba ni la más mínima lesión... ¡hasta el día en que sucedió la gran desgracia!
Los criados sabían que el señorito Gabriel hablaba solo, y como esto nada tiene de raro, dejábanlo en paz. Apenas si muy de vez en cuando alguno de ellos se asomaba al ojo de la cerradura.
Pero aquella mañana no dejó de inquietarles el diapasón de la voz.
Gabriel decía quién sabe cuántas cosas con estentóreo acento.
La discusión, allá, dentro de la pieza, había llegado a extremos deplorables.
El caballero del espejo empezó, como de costumbre, por encogerse de hombros; luego manoteó, luego... (¡quien lo creyera!) le enseñó los puños a Gabriel.
Este no pudo más, y en el paroxismo de la rabia, corrió hacia un secrétaire, y de un cajón sacó su revólver.
Debo advertir que la discusión no tenía importancia. A lo que parece, el otro le reprochaba interiormente a Gabriel ciertas palabras nada corteses que había dirigido a un individuo antipático. Pero Gabriel, aquel día, estaba más nervioso que de costumbre, y a las primeras réplicas se exaltó.
Ya con el revólver en la mano, volvió de nuevo al espejo.
—Miserable— dijo al sosias— ya no puedo soportarte. Me estás amargando la vida. Eres un canalla, un... esto, un... lo otro... ¡Vas a ver!
Al vas a ver, el del espejo se encogió de hombros (así lo creemos cuando menos, pues no tenemos más indicios de lo que debió de acontecer), y Gabriel, ciego de ira, le apuntó a la cabeza y disparó.
Al oír la detonación, la servidumbre, ya inquieta por la extraordinaria violencia de los gritos, se precipitó en la pieza y se quedó consternada:
El espejo había sido estrellado por el proyectil, y Gabriel yacía exánime a los pies del cristal, con un balazo en la frente.
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