miércoles, 25 de marzo de 2020

LA REINA DE LAS NIEVES, DUMAS - Príncipe y princesa

La reina de las nieves

(1858)

Alejandro Dumas (Padre)

Traductor
Enrique Leopoldo de Verneuil


V Príncipe y princesa


       En el reino donde estamos ahora vive una princesa que es increíblemente juiciosa y sabia; pero debe decirse también que esta suscrita a cuantos diarios se publican en el mundo. Cierto que tiene tanto talento, pero olvida al punto cuanto ha leído. Ocupó el trono a la edad de dieciocho años, y poco tiempo después se la oyó cantar una canción que comenzaba con estas palabras:
Ya es tiempo de casarme...
Pero el fin de la canción no era tan fácil de expresar como el principio, pues la princesa no quería solamente un príncipe como hay muchos, es decir, que supiera llevar bien un brillante traje, sonreír oportunamente y ser siempre de su opinión; no; quería un verdadero príncipe, apuesto, valeroso e inteligente, que pudiera estimular las artes durante la paz, y ponerse a la cabeza de los ejércitos en caso de guerra; y, mirando todos los tronos del mundo, no veía ninguno como ella lo deseaba. Pero la princesa no desesperó de encontrarle, y estaba resuelta a no fijarse en la condición, y elegir, en cualquiera clase que fuese, un esposo digno de ella. Mandó llamar al director general de la prensa, y al día siguiente los diarios aparecieron orlados de una guirnalda de rosas, anunciando que se abría un concurso para obtener la mano de la princesa, y que todo joven, de buen aspecto, de veinticinco años de edad, podría presentarse en el palacio para hablar con la princesa, que concedería su mano al que le pareciese reunir las mejores cualidades intelectuales y morales.
Todo esto no era nada probable, y, aunque parezcas dudar de la exactitud del relato, aplicando la diestra sobre mi corazón, os juro que no digo sino la verdad, y que he conocido todos estos detalles por una  que habita en el palacio y que es mi prometida.
Estando tan bien informada, ¿no se puede dudar de lo que estoy diciendo?
Los jóvenes solteros acudieron de todos los puntos del reino; había una considerable multitud, tanta que no se podía pasar por las calles; pero ningún joven fue admitido, ni el primer ni el segundo día. Todos hablaban bien y con mucha elocuencia mientras se hallaban delante de la puerta del palacio; pero, una vez dentro, cuando veían a los guardias con su brillante uniforme de plata, cuando después de subir las escaleras encontraban a los lacayos con su librea de oro, y cuando después de atravesar las grandes salas iluminadas se veían delante del trono de la princesa, ¡oh!, entonces era inútil que buscasen palabras; no podían hacer más que repetir la última de la frase que la princesa había pronunciado; de modo que ésta no necesitaba oír más, y sabía desde luego a qué atenerse en su juicio. Hubiérase dicho que todos aquellos jóvenes habían tomado un narcótico que entorpecía su inteligencia y que no recobraban el uso de la palabra hasta hallarse fuera del palacio. Cierto que entonces hablaban de nuevo muy bien, pero todos a la vez, contestándose unos a otros lo que debieron contestar a la princesa, de tal modo que aquello era una confusión en la que nadie se entendía. A la salida del palacio esperaban a los pretendientes muchos burgueses imbéciles que se reían del chasco de los jóvenes. Yo estaba allí y me reí también de la mejor gana.
El tercer día se presentó un hombre pequeño, sin coche ni caballo, y muy alegre, y entró resueltamente en el palacio. Sus ojos brillaban; tenía magníficos cabellos largos, y, a juzgar por su ropa, muy modesta, debía ser pobre.
Llevaba un pequeño saco a la espalda.
Sin embargo, lo que sé por boca de mi novia, es que el joven, al pasar por la gran puerta del palacio, al ver los guardias con su uniforme de plata, y en las escaleras a los lacayos con sus libreas de oro, no se intimidó, al parecer, en lo más mínimo. Hizo una señal amistosa con la cabeza y dijo:
«Me molesta permanecer en la escalera esperando, y de consiguiente voy a entrar. En efecto, penetró en las salas iluminadas, y allí, donde estaban los consejeros de la princesa, ostentando ricos trajes bordados, con los pies desnudos para no hacer ruido, él se adelantó con sus zapatos, que rechinaban mucho, sin que, al parecer, le importase nada.
Pues bien, el joven se dirigió valerosamente a la princesa sin vacilar.
Esta última estaba sentada en una perla del tamaño de la rueda de un torno; todas las damas de la corte, con las de servicio; todos los señores con sus acompañantes, y cada cual con un lacayo pequeño, estaban alineados en la sala, y, cuanto más próximos se hallaban a la puerta, mayor era la altivezde su expresión.
–¡Oh! Eso debía ser muy imponente. Y ¿es verdad que no se desconcertó un solo instante?
–Ni un momento: comenzó a hablar, según me ha dicho mi prometida, sirviéndose de la lengua del país, casi tan bien como lo hago yo cuando hablo con mi futura esposa.
¿Quieres conducir... al palacio, ...?
–¡Cra, era, era! gritó. Te saludo tres veces de parte de mi novia, y he aquí un pequeño pan que he cogido para ti en la cocina, pues debes tener mucha gana. No es posible que entres en el palacio, porque los guardias con uniforme de plata, y los lacayos con librea de oro, no ... dejarán nunca pasar. Sin embargo, no te aflijas, porque podrás subir a los graneros, y, una vez allí, mi compañera conoce una escalerilla secreta que conduce a la alcoba, y cuya llave sabemos dónde está. Sígueme. 
...  y así llegaron a la verja del parque de palacio; las dos hojas de la puerta estaban sujetas por una cadena; pero como esta última se había dejado algo floja,  ,,,
Una vez en el parque, tomaron una pequeña alameda, donde las hojas secas comenzaban a rechinar bajo los pies. Llegadas a la extremidad ocultáronse en una espesura y esperaron hasta que las luces del palacio se extinguieron una tras otra. Cuando la última se apagó, ,,, condujo ... a una puertecilla oculta bajo una capa de follaje.
... se hallaba en el palacio. En aquel momento, llegaron a la escalera; sobre un armario se hallaba una pequeña lámpara, y en el primer peldaño veíase ...
Servíos coger la lámpara que esta sobre el armario, y yo iré delante. Podemos avanzar mucho sin encontrar a nadie.
–Y, sin embargo, diríase que no estamos solos. ¿No veis pasar sombras por el muro? Me parece que allí hay caballos con sus jinetes y pajes, caballeros y damas, montados también; y al otro lado, una hermosa joven vestida de blanco, coronada de rosas, blancas también, echada en un ataúd, y alrededor de ella personas que lloran.
–Son los Sueños que vienen a robar los pensamientos de los que están dormidos en el castillo, y que se los llevan hacia los placeres o el pesar: esto es mejor, porque nos prueba que aquéllos han entrado ya.
Así, llegaron a la primera sala, cuyas paredes se hallaban revestidas de seda sonrosada con ramos de oro y de plata; los salones siguientes eran cada vez más magníficos, y había allí una riqueza que deslumbraba los ojos. Al fin, enetraron en la alcoba: el pabellón del lecho figuraba una palmera con el follaje de esmeraldas, de cuyo tallo estaban suspendidos dos lechos en forma de lirio; el uno, el de la princesa, blanco, y el otro, el del príncipe, encarnado.
... subió al estrado revestido de ricas alfombras, por donde se llegaba al lecho, y, al ver una cabeza con cabellos negros y rizados, ...
El príncipe despertó y volvió la cabeza hacia ...
En el mismo instante, en medio del blanco lecho, la princesa levanto la cabeza y pregunto quién era.
–¡Pobre niña! exclamaron los príncipes.
Y elogiaron a ... por cuanto habían hecho, diciendo que no se hablan enojado por la visita, puesto que gracias a ella habían tenido el gusto de conocer a ... Sin embargo, no debían entrar otra vez, porque acaso no fuesen tan bien recibidas. Por lo demás, la princesa estaba dispuesta a recompensar a las dos ....
–¿Queréis vuestra libertad, preguntó .., o preferís ser consejeros de la corona, con el usufructo, de toda la parte desocupada del palacio?
Se convino, por lo tanto, en que ... formaran parte del consejo de Estado desde el día siguiente.
Entretanto, como no sabían dónde acostar a ..., y atendido que el príncipe quería cederle su lecho, la princesa permitió que se acostase a su lado, dióle las buenas noches y la besó, única cosa que podía hacer.
–¡Oh! ¡Qué buenos son los hombres ... en este mundo!
Al día siguiente, la princesa vistió a ... de terciopelo y seda de pies a cabeza, y quiso ponerle en los pies unas preciosas zapatillas de paño de oro, con flores de color de cereza; 
La princesa quiso nombrarla dama de honor, señalándole una magnifica habitación en el castillo; ... rehusó, rogando que le diesen tan sólo un cochecito, con un caballo pequeño, pues deseaba seguir buscando a su querido amigo.
Como quería marchar al punto, la princesa dio sus órdenes, y poco después se detuvo a la puerta una pequeña carroza dorada con dos caballos y el postillón. En las portezuelas brillaban como estrellas las armas del príncipe y de la princesa. Estos últimos colocaron por sí mismos ... en el coche, deseándole toda especie de felicidades; 
El interior de la carroza estaba atestado de confites, y en la caja del pescante había frutas y bizcochos.
–¡Adiós, y buen viaje! exclamaron el príncipe y la princesa, enjugando cada cual una lágrima.
y allí estuvo ... mientras vio la carroza, que brillaba a los, rayos del sol.

VI La hija de los ladrones

Cuando la noche llegó, ... se hallaba a la entrada de un bosque sombrío, que parecía tanto más oscuro cuanto que el día declinaba.
El postillón se apeó para encender los faroles; de modo que la luz se reflejó en la carroza dorada.
Al verla brillar así, unos ladrones que estaban ocultos en el bosque se dijeron:
–¡La cosa no es posible, porque la carroza es de oro macizo!
Y se precipitaron sobre aquélla, detuvieron los caballos, mataron al postillón y sacaron del coche a ...

–No quiero que la maten, dijo la hija de los ladrones; jugará conmigo, me dará sus ricos trajes y sus zapatitos encarnados, y las dos dormiremos juntas.
...
–¡Quiero entrar en el coche! gritó la niña ladrona.
Y fue preciso acceder a su voluntad, porque no consentía en que le rehusasen nada.
–Bueno, dijo después; ahora quiero que pongan a la viajera junto a mí.
Y se hubo de poner a ... a su lado.
Esta última y la hija de los ladrones se hallaban, pues, sentadas en el coche, que rodaba sobre los fosos y las raíces de los árboles, internándose en la profundidad de los bosques.
La carroza se detuvo: ... habían llegado al centro del patio del castillo de los ladrones, gran edificio agrietado de arriba abajo; los cuervos y las cornejas pasaban y repasaban por las aberturas; pero estas aves eran salvajes, y en nada se parecían a las cornejas del príncipe y de la princesa.  ...
Poco después entraron en el castillo.
En medio de una gran sala baja, con el suelo embaldosado, ardía un gran fuego; el humo llegaba hasta el techo, saliendo después por donde podía; y en una olla enorme hervía la sopa; mientras que en tres asadores se hallaban atravesados algunos cuartos de jabalí, un pequeño corzo entero, diez o doce liebres y quince o veinte conejos.
Era la cena de los ladrones.
–Esta noche dormirás conmigo en mi lecho, dijo la hija de aquéllos.

VIII El castillo de la reina de las nieves y lo que sucedió allí

Poco a poco, a los musgos y a los líquenes sucedieron los brezos y rododendros; luego a los brezos y rododendros, zarzas y espinos; a las zarzas y espinos, abetos achaparrados, después otros más hermosos, luego verdes robles, y, por fin, oyeron cantar a los pajarillos; encontraron las primeras flores y divisaron, por último, un gran bosque de hayas y castaños.
De aquel bosque salió, montada en un magnífico caballo, que reconoció al punto por uno de los dos que habían sido enganchados a su carroza dorada, una linda joven que llevaba en la cabeza un gorro de color de escarlata y en la cintura dos pistolas.
Era la hija de los ladrones.
La arrogante amazona se había cansado de la vida que llevaba en el castillo del bosque, y, apoderándose de una gruesa suma de oro en la guarida de los ladrones, se llenó de él los bolsillos, sacó uno de los dos caballos dados por la princesa ..., montó en él y partió.
... le dio un golpecito en la mejilla, y le preguntó por el príncipe y la princesa.
–Están viajando por el extranjero, contestó la hija de los ladrones.













POSTSCRIPTUM DE MISS DERMARK

No os lo podéis creer, pero encontré la traducción de La Reina de las Nieves de Dumas al español, del siglo XIX, y os ofrezco mi trama secundaria favorita... ¡ya la tengo en francés en este blog y ahora os la presento en español! La publicó la Luis Tasso de Barcelona en 1858. Sería bueno enfrentarla a la versión francesa original, "Prince et princesse", en este blog. 
Por lo visto, M. de Verneuil también tradujo a Dickens (Dorrit, Oliver) y a otros anglófonos por vía del francés...

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