CUENTOS DE LA MADRE LUNA
ANTOLOGÍA DE SANDRA DERMARK
para las Navidades de 2018
LA FRESA TÍMIDA Y LA FRAMBUESA SILVESTRE
La Fresa Tímida no vino al mundo como una pequeña fresa tímida. Su timidez apareció más tarde, cuando ya había empezado a cambiar de pequeña fresa verde a fresa blanca de tamaño mediano. Entonces se dio cuenta de que las demás fresas de la planta no eran blancas como ella. Lentamente se estaban poniendo de color rosado o rojo.
"Algo no va bien, algo malo me pasa", pensó. Decidió entonces esconderse entre las hojas verdes. La Fresa Tímida no quería que nadie la viera.
Cuanto más tiempo pasaba escondida, más rojas se volvían las otras fresas y ella parecía quedarse más blanca. Por fin llegó el día de recoger la cosecha de fresas. La granjera recorría las hileras de la parcela de fresas, recogiendo las fresas rojas y maduras. Enseguida la cesta estuvo llena a rebosar y la parcela de fresas vacía...
¡Excepto porque todavía quedaba la Fresa Tímida! Todavía estaba escondida entre las hojas verdes, era demasiado tímida para asomarse. Miraba desde su escondite cómo la granjera se llevaba la cesta al cobertizo, dejándola a ella sola en la parcela.
¡Pero no por mucho tiempo! Pasando por encima de la verja en un extremo de la parcela había una rama de frambuesas silvestres. En el extremo de la rama había una frambuesa, la más roja de todo el arbusto. Estaba disfrutando del sol primaveral.
Cada día la rama crecía más y la Frambuesa Silvestre llegaba más y más lejos, hasta la parcela de fresas. Un día se asomó y vio a la Fresa Tímida, todavía escondida bajo una hoja verde. "¡Dios mío!" dijo la Frambuesa Silvestre, "¿Por qué estás escondida debajo de una hoja?"
"Soy demasiado tímida para asomarme, he estado escondida porque no tengo un hermoso abrigo rojo como mis hermanas," susurró la Fresa Tímida. "Pero, ¿es que no sabes que necesitas los dorados rayos del sol para convertirte en una fresa roja y madura?" Y a continuación, con la ayuda de un golpe de viento, empujó la hoja lejos de la fresa blanca y la dejó al sol.
Después de unos días a la luz y al calor del sol primaveral, la Fresa Tímida había cambiado su abrigo blanco y se había transformado en una fresa roja y madura. Enseguida tuvo un color rojo tan intenso como el de la Frambuesa Silvestre, aunque ésta pensaba que el color rojo de la fresa era más intenso. Sin embargo, antes de que tuvieran tiempo de discutir sobre ello, volvió la granjera a buscar un guante que había perdido. Vio a las dos frutas esperando al sol y las recogió.
Aquella noche la Fresa Tímida y la Frambuesa Silvestre decoraron la tarta de cumpleaños de la granjera y todo el mundo estaba de acuerdo en que eran las más hermosas frutas rojas que habían visto nunca.
(Strawberry Shy and Raspberry Wild)
CEREZA ROJA
Había una vez un pequeño gnomo que vivía con sus hermanas y hermanos varones bajo las raíces de una gran higuera. Este árbol estaba en medio de un bosque, cerca de una playa muy larga junto al mar.
Al gnomo le encantaba pasear y recoger cosas bonitas para enseñárselas a su familia. Lo que más le gustaba de todo eran cosas de color rojo. Su madre le había tejido un gorro rojo y pronto fue conocido por todos sus amigos del bosque como Cereza Roja.
En cuanto tenía tiempo libre se iba a pasear por aquí y por allá y recogía hojas rojas, bayas rojas, y otras cosas rojas del bosque.
Con el paso del tiempo, cada vez se alejaba más en sus paseos por los senderos, hasta que un día llegó al otro extremo del bosque y encontró un pequeño jardín detrás de una casita de ladrillos rojos.
Cereza Roja no podía creer lo que veía cuando entró en el jardín, nunca antes había visto tantas flores preciosas y tantos frutos juntos. ¡Estaba seguro de que allí había muchas más cosas rojas que en todo el bosque! Había geranios rojos, rosas rojas, amapolas, claveles y muchas más flores rojas. Creciendo por toda la verja había una enorme enredadera llena de pequeños tomates cherry y en la zona de la huerta había brillantes fresas rojas asomando sus cabecitas por entre las hojas verdes de las plantas de fresa.
¡Cereza Roja estaba tan contento! Cogió dos tomatitos y una fresa (teniendo cuidado de dejar bastante para los dueños del jardín) y fue corriendo todo el camino de vuelta por el sendero, para enseñárselos a su familia. Todo el camino de vuelta a casa, se sentía tan feliz que compuso una canción y la iba cantando para sí mismo:
Cereza Roja es un gnomo feliz,
con gorro rojo y capa carmesí:
¡recogiendo tesoros del jardín,
es como él se siente más feliz!
ZIPPITY, DIPPITY, ZIP
Y ¿sabéis qué?, desde aquel día hasta hoy, Cereza Roja ha vuelto a aquel jardín tan especial todas las mañanas. Se sienta allí todos los días para contemplar todos aquellos tesoros rojos: los tomates, las fresas y las flores. Y cada atardecer vuelve al bosque llevando un pequeño regalo rojo a su familia.
(Cherry Red)
EL CUENTO DE LOS DUENDES RUIDOSOS
Uno era Hump-dunk y hacía así: hump, dunk, hump, dunk, hump, dunk.
Otro era Brink-à-brac y hacía así: brink-brink, brac, brink-brink, brac.
Y el tercero era Clinken-clank y hacía así: clinkety-clank, clinkety-clank, clinkety-clank.
Los tres juntos sonaban así:
hump, dunk, brink-brink, brac, clinkety-clank.
Había un cuarto duendecillo y éste era muy diferente de los otros tres. Tenía un aspecto diferente, se vestía de forma diferente y su trabajo era muy diferente. Se llamaba Rab-a-dab y su tarea consistía en frotar y en abrillantar los cristales en bruto que habían sido extraídos de la roca por sus hermanos.
¡A Rab-a-dab no le gustaba nada el ruido! Se sentaba en un rincón de la cueva con su paño de abrillantar y trabajaba tranquilamente. Frotaba y abrillantaba los cristales de roca hasta que relucían con una luz plateada. Siempre que sus hermanos estaban fuera durante un tiempo y todo estaba tranquilo en la cueva, Rab-a-dab estaba seguro de que podía oír cantar a las piedras.
Los cuatro hermanos duendecillos vivían juntos y trabajaban juntos en la cueva de la roca, que era su hogar. Pero para Rab-a-dab era muy difícil. Siempre estaba pidiendo a sus ruidosos hermanos: "Por favor, por favor, no hagáis tanto ruido que me duelen los oídos!"
Pero a Hump-dunk, a Brink-à-brac y a Clinken-clank les encantaba hacer ruido. Y continuaban cavando, golpeando con sus martillos y haciendo ruido todo el día.
En una ocasión estaban los tres haciendo tanto ruido, que Rab-a-dab tuvo que dejar de trabajar, sentarse y taparse las orejas con las manos. Así que no pudo abrillantar más piedras en todo el día.
Al día siguiente, mientras los ruidos continuaban tan fuertes como antes, Rab-a-dab decidió que ya era suficiente.
"¡Cielos, oh, cielos!" exclamó. "¡No puedo soportarlo más, me duelen los oídos de tanto ruido!
Rab-a-dab recogió todos sus paños y todas sus piedras, lo colocó todo en un gran saco, se despidió de sus ruidosos hermanos y abandonó la cueva que había sido su hogar. Con su saco a cuestas se puso a buscar otro hogar en el que poder vivir y trabajar tranquilo y sin ruidos.
Desde entonces Rab-a-dab vive solo. Pero sus hermanos le visitan con frecuencia en su cueva tranquila y le traen nuevas piedras para que las abrillante. Y a veces él va a visitar a sus hermanos en su cueva ruidosa.
Cuando los tres hermanos van a visitar a Rab-a-dab, procuran estar tranquilos y cuando Rab-a-dab visita a sus hermanos trata de disfrutar de su alboroto. ¡Pero nunca se quedan mucho tiempo!
(A Noisy Gnome Story)
(A Noisy Gnome Story)
EL HOMBRECITO ESTRELLA DE HIERBAS
(Adaptación de un cuento popular inglés)
Había una vez una viejecita que iba caminando por las dunas de arena, donde las hierbas crecen altas y espesas. Y vio en medio de un grupo de hierbas algo que parecía una bola redonda de hierba. Cuando se agachó para cogerla, de repente surgió una pequeña cabeza de hierba, unos brazos de hierba y unas piernas de hierba. y un hombrecito estrella de hierba rodó de sus manos y corrió por la playa.
"Detente, hombrecito estrella, quiero jugar contigo", gritaba la viejecita. Pero el hombre estrella le respondía:
¿Jugar? ¿jugar? ¡No, yo no!, que voy de regreso al cielo.
No tengo tiempo para jugar, pertenezco al cielo, donde vive el sol.
¡Corre, corre todo lo rápido que puedas!
No podrás atraparme, soy el Hombre Estrella de Hierba.
Y siguió rodando por la arena y la viejecita corría detrás de él. Y llegó a donde un perro perseguía a las gaviotas. Cuando el perro le vio, ladró:
"¡Guau, guau! Detente, hombrecito estrella, quiero jugar contigo". Pero el hombre estrella le respondía:
¿Jugar? ¿jugar? ¡No, yo no!, que voy de regreso al cielo.
No tengo tiempo para jugar, pertenezco al cielo, donde vive el sol.
Me he escapado de una viejecita y me puedo escapar de ti sin recelo.
¡Corre, corre todo lo rápido que puedas!
No podrás atraparme, soy el Hombre Estrella de Hierba.
Y siguió rodando por la arena y la viejecita y el perro corrían detrás de él. Y llegó a donde un cangrejo justo salía de un agujero en la arena. Cuando el cangrejo le vio, gritó:
"¡Clac, clac! Detente, hombrecito estrella, quiero jugar contigo". Pero el hombre estrella le respondía:
¿Jugar? ¿jugar? ¡No, yo no!, que voy de regreso al cielo.
No tengo tiempo para jugar, pertenezco al cielo, donde vive el sol.
Me he escapado de una viejecita y de un perro y me puedo escapar de ti sin recelo.
¡Corre, corre todo lo rápido que puedas!
No podrás atraparme, soy el Hombre Estrella de Hierba.
Y siguió rodando por la arena y la viejecita, el perro y el cangrejo corrían detrás de él. Y llegó a donde unos pescadores pescaban en la orilla. Cuando los pescadores le vieron, gritaron:
"Detente, hombrecito estrella, queremos jugar contigo". Pero el hombre estrella les respondía:
¿Jugar? ¿jugar? ¡No, yo no!, que voy de regreso al cielo.
No tengo tiempo para jugar, pertenezco al cielo, donde vive el sol.
Me he escapado de una viejecita y de un perro y de un cangrejo y me puedo escapar de vosotros sin recelo.
¡Corre, corre todo lo rápido que puedas!
No podrás atraparme, soy el Hombre Estrella de Hierba.
Y siguió rodando por la arena y la viejecita, el perro, el cangrejo y los pescadores corrían detrás de él.
Justo en aquel momento el Padre Sol asomó su dorada cabeza por una ventana entre las nubes y envió sus dorados rayos de sol desde el cielo hasta la arena. Uno de los rayos iluminó al hombrecito estrella de la cabeza a los pies y salpicó brillo de oro sobre él. El hombrecito dejó de rodar y se sentó para admirar su nuevo abrigo dorado.
"Vaya", pensó orgulloso, "debo de ser tan importante que no tengo que visitar al Sol, el Sol ha venido a visitarme".
Como estaba sentado, admirando orgulloso su abrigo dorado, la viejecita pudo cogerle. "¿Te gustaría venir conmigo?" dijo la viejecita. "Me gustaría colgarte en mi casa como una luz navideña en Nochebuena".
"¡Oh, sí!", dijo el hombrecito. "¡Me gustaría ir, con mi nuevo abrigo brillaré tanto como el sol". La viejecita se sacó un trozo de cuerda del bolsillo, ató un extremo a su dedo y otro al hombrecito estrella y así lo llevó a su casa. Y como brillaba tanto lo colocó en su habitación como luz navideña.
En cuanto al perro, volvió a perseguir a las gaviotas. El cangrejo se volvió a su agujero en la arena y se quedó dormido. Y los pescadores... bueno, si vas a la playa puede que les veas allí quietos, pescando a la orilla.
(The Grass Star Man)
LA BURBUJA MÁS PEQUEÑA
Este es un cuento sobre una burbuja, una burbuja muy pequeña. En realidad, era la burbuja más pequeña que nadie hubiera visto nunca. Sólo podía ser vista por el ojo de un hada.
"No es justo, a nadie le importa", susurraba la burbuja más pequeña de todas y suspiraba mientras flotaba en el arroyo con todas las demás burbujas. "No es justo que yo sea tan pequeña, no es justo en absoluto.
Mirad a mis hermanas burbujas tan grandes. Mirad sus hermosos reflejos de arcoíris. Los míos apenas se ven".
Durante mucho tiempo las burbujas flotaban en la corriente, las grandes burbujas con reflejos de arcoíris y la más pequeña y triste burbuja, dejando a su burbujeante cascada "madre" allá lejos, detrás de sí.
Flotaban dejando atrás sauces verdes y juncos de hierbas, grandes vacas marrones bebiendo en las orillas y madrigueras de conejos. Flotaban rodeando las colinas, atravesando los llanos y los valles.
Continuaban flotando, hasta que llegaban al extremo de un gran prado verde. Allí se escuchaban risas y voces de niños alegres que disfrutaban de una merienda campestre a la sombra de un árbol frondoso.
"¡Mirad!" gritó un niño. "¡Burbujas, vamos a cogerlas!"
"¡Burbujas!" gritaban todos los niños y saltaban y corrían por toda la orilla del arroyo. "Burbujas, burbujas, las más hermosas burbujas que nunca se han visto. Vamos a coger las burbujas del arcoíris".
Algunos niños se metían en el agua, otros tumbados intentaban alcanzarlas desde la orilla. Todos se divertían intentando coger las burbujas. Pero enseguida las hermosas burbujas grandes habían desaparecido.
No habían sido más que un deseo en las manos de los niños, nada más que el reflejo de un arcoíris.
Pero ¿que había sido de la burbuja más pequeña? Los niños no la habían visto, no habían intentado atraparla. Y de pronto, allí estaba, completamente sola, flotando corriente abajo.
"¿Por qué?" pensó. "Claro, como soy tan pequeña, no me han perseguido". Y seguía flotando, ahora se sentía feliz y decidida, flotando y flotando hasta que la corriente del río llegó al mar. Allí las olas cogieron a esta burbuja y la llevaron lejos hacia el azul brumoso, lejos, muy lejos, allí donde las hadas marinas danzan y juegan.
Un hada marina estaba ocupada removiendo una olla de perlas, cuando apareció flotando la burbuja más pequeña, que sólo podía ser vista por el ojo de un hada. Su reflejo arcoíris deslumbró los ojos del hada.
"Justo lo que necesitaba para poner color en mi olla de perlas", se dijo. La cogió y la puso en la olla y con un giro por aquí y otro giro por allá, la burbuja más pequeña ayudó a preparar una olla de perlas del color del arcoíris.
(The Littlest Bubble)
LA HISTORIA DE UNA TOALLA
Una vez, en un gran armario de ropa, en lo más profundo de una casita muy acogedora, entre las toallas suaves y esponjosas había una recién llegada. No hacía mucho que un par de manos habían abierto el armario de madera lleno de sábanas, mantas y toallas y habían metido una toalla azul nueva. Era una toalla nueva deseosa de correr aventuras y que deseaba mucho, muchísimo ser usada. Al día siguiente las puertas del armario se abrieron y la madre cogió la mullida toalla abuela que había estado haciendo compañía a la nueva toalla.
A la mañana siguiente, la toalla abuela fue colocada de nuevo en el armario cerca de la nueva toalla azul. La joven toalla le preguntaba impaciente: "¿Qué has hecho?"
La toalla abuela le respondió: "He secado a un niñito de los pies a la cabeza cuando le han sacado de su baño calentito. Le he secado la cara, los brazos, las manos, los dedos, la espalda, debajo de la barbilla... hasta que estaba todo seco y listo para vestirse el pijama y acurrucarse en la cama".
La toalla azul estaba emocionada. "Suena maravilloso, abuela. Cuánta tarea para una toalla. ¿Nunca se te olvida lo que tiene que hacer una toalla?"
"Oh, no", dijo la abuela. "Canto una cancioncilla que siempre me ha ayudado a recordar. Puedo cantarla ahora. ¿Te gustaría?"
"Oh, sí, por favor", dijo la toalla azul nueva. Así que la toalla abuela empezó:
Envuélvelo y empieza a secar, primero la cara, luego al pelo llegarás.
Por todas partes, sin olvidar debajo de los brazos y la espalda por detrás.
¿Qué más nos faltará?
¡Ah, sí! Las piernas, los pies, los dedos, y al fin... no te olvides... ¡esta pequeña nariz!
La toalla nueva estaba encantada con la canción y pidió a la toalla Abuela que le ayudara a aprenderla. Al día siguiente las puertas del armario se abrieron otra vez y una vez más la toalla Abuela fue sacada del armario. La toalla nueva la miraba con una mezcla de emoción y decepción. ¡Ella quería ser usada! Al día siguiente regresó la toalla Abuela. La toalla nueva saltó para saludarla. "¿Cómo fue?" preguntó. "Estupendo", sonrió la toalla Abuela.
"Yo quiero que me toque a mí", suplicó la toalla nueva. "Pero, ¿y si se me olvida lo que hay que hacer?"
"No, no lo olvidarás, lo harás muy bien, eres una toalla estupenda, muy suave. No se te olvidará si repites la rima. Vamos a practicar ahora". Y juntas empezaron a cantar:
Envuélvelo y empieza a secar, primero la cara, luego al pelo llegarás.
Por todas partes, sin olvidar debajo de los brazos y la espalda por detrás.
¿Qué más nos faltará?
¡Ah, sí! Las piernas, los pies, los dedos, y al fin... no te olvides... ¡esta pequeña nariz!
Envuélvelo y empieza a secar, primero la cara, luego al pelo llegarás.
Por todas partes, sin olvidar debajo de los brazos y la espalda por detrás.
¿Qué más nos faltará?
¡Ah, sí! Las piernas, los pies, los dedos, y al fin... no te olvides... ¡esta pequeña nariz!
Después de esto la toalla azul ya no estaba nueva y era muy feliz por haber sido usada. Y, como era tan suave y esponjosa, el niño pidió usarla al día siguiente. La Toalla Azul practicó una y otra vez la cancioncilla y ¡nunca se olvidó de lo que una toalla tiene que hacer!
(The Towel Story)
UN NIÑO SE FUE A NAVEGAR...
Había una vez un niño (¡justo como vosotros!) que quería correr aventuras, así que se subió a su bote y se fue a navegar sobre el resplandeciente mar azul. No había navegado mucho cuando se encontró una isla cubierta de rocas gigantes. Dejó el bote en la orilla y empezó a escalar las rocas. Y escaló y descendió, escaló y descendió y las rodeó. Pero después de un rato se cansó de escalar en las rocas.
"Escalar rocas gigantes es muy divertido, pero yo quiero vivir más aventuras bajo el sol", y subió otra vez al bote y siguió navegando sobre el resplandeciente mar azul.
Pronto llegó a una isla cubierta de arena dorada. Por suerte había llevado su pala consigo, así que dejó el bote en la orilla y empezó a jugar con la arena, excavó agujeros, ríos y túneles; hizo carreteras y construyó castillos. Pero después de un rato se cansó de excavar en la arena.
"Cavar en la arena es muy divertido, escalar rocas gigantes es muy divertido, pero yo quiero vivir más aventuras bajo el sol", y subió otra vez al bote y siguió navegando sobre el resplandeciente mar azul.
Pronto llegó a una isla cubierta de palmeras plataneras. En un árbol había un racimo de plátanos maduros. Como tenía hambre, eso era lo que necesitaba. Dejó el bote en la orilla, caminó hacia el platanero, cogió dos plátanos, se sentó a la sombra y se los comió. Luego dijo:
"Comer plátanos es muy divertido, cavar en la arena es muy divertido, escalar rocas gigantes es muy divertido, pero yo quiero vivir más aventuras bajo el sol", y subió otra vez al bote y siguió navegando sobre el resplandeciente mar azul.
Pronto llegó a una isla donde había una piscina de agua clara y fresca. Dejó el bote a la orilla y durante mucho tiempo estuvo chapoteando y jugando en el agua, pero después se cansó de chapotear y jugar en el agua:
"Chapotear en el agua fresca es muy divertido, comer plátanos es muy divertido, cavar en la arena es muy divertido, escalar rocas gigantes es muy divertido, pero yo quiero vivir más aventuras bajo el sol", y subió otra vez al bote y siguió navegando sobre el resplandeciente mar azul.
Pronto llegó a otra isla que estaba cubierta de bosques. Dejó el bote en la orilla y siguió un pequeño sendero bajo los árboles umbríos hasta que llegó a un claro. En medio del claro, había un precioso castillo construido con troncos y ramas. El castillo tenía una pequeña habitación y muchas escaleras, y un tobogán para deslizarse y un columpio para columpiarse. Así que el niño empezó a jugar en el castillo, subió y bajó las escaleras, se deslizó por el tobogán. se columpió, arriba y luego abajo. Pero después de un rato dijo:
"Jugar en el castillo es muy divertido, chapotear en el agua fresca es muy divertido, comer plátanos es muy divertido, cavar en la arena es muy divertido, escalar rocas gigantes es muy divertido, pero ahora estoy muy cansado (y bostezó), y ya no quiero vivir más aventuras bajo el sol. Y cuando estoy cansado y necesito descansar, mi camita en el bote es lo que me gusta más."
Se subió al bote y navegó hacia su casa. Su madre le estaba esperando. Le cogió, le llevó a su camita y le arropó con una suave manta azul. Luego le cantó una nana, así:
Un niñito por el mar azul a navegar se fue.
Había muchas cosas que hacer, muchas cosas que ver.
Al caer el sol, en su bote, de vuelta a casa navegó.
Y calentito en su cama, bien arropado, al país de los sueños viajó.
Cuando la madre terminó la canción, el niño ya estaba dormido.
(A Little Boy Went Sailing...)
LA PEQUEÑA CONCHA
Una pequeña concha rosada y blanca flotaba sola en el mar azul. Se preguntaba: "¿Dónde puedo ir? ¿Qué puedo hacer?"
De pronto, una ola la lanzó y la hizo saltar y dar vueltas en el aire.
Rueda, rueda, ras, ras, roncos ruidos rasgarás
Volvió a caer al agua y se quedó flotando. Luego otra ola la cogió y la hizo saltar y dar vueltas en el aire.
Rueda, rueda, ras, ras, roncos ruidos rasgarás
Antes de que la pequeña concha se diera cuenta de si estaba arriba o abajo, una tercera ola enorme la atrapó.
Rueda, rueda, ras, ras, roncos ruidos rasgarás
Y la ola depositó la pequeña concha en la arena seca de una gran playa dorada. Y allí se quedó rosa y blanca, y reluciendo al sol de la mañana. Y se preguntaba: "¿A dónde puedo ir? ¿Qué puedo hacer?"
Mientras tanto una anciana había salido para dar un paseo matutino por la playa. Y, según iba caminando, vio la pequeña concha rosa y blanca y reluciente, la cogió y la observó. "Conozco a una niña a la que le gustaría mucho jugar contigo", dijo, se guardó la concha en el bolsillo y volvió a casa.
Cuando llegó entró de puntillas en la habitación donde su nieta dormía y puso la pequeña concha rosa y blanca y brillante sobre la mesilla de noche que había junto a la cama. Luego fue a la cocina para preparar el desayuno. La pequeña concha se preguntaba: "¿A dónde puedo ir? ¿Qué puedo hacer?"
Cuando la niña se despertó, vio la preciosa concha, la cogió y se puso a jugar. Sirvió de estupenda bandeja para el té de las muñecas. Luego se convirtió en un teléfono para el osito de peluche.
La abuela llamó a la familia para desayunar. La pequeña concha estuvo sobre la mesa mientras la niña tomaba su desayuno. Después del desayuno cogió la concha, salió y jugó en la arena que había delante de casa y jugó y jugó: excavó en la arena, hizo castillos y otras formas en la arena. La abuela se sentó en su silla en el porche para ver cómo jugaba su nieta. La niña le dijo: "Gracias abuela, es un juguete estupendo". La pequeña concha sabía que por fin había encontrado una amiga y un hogar. Sabía que estaba donde tenía que estar y hacía lo que tenía que hacer.
(Little Shell)
MADRE LUNA
Había una vez un Niño Estrella que era feliz jugando en el cielo con todas las demás Estrellas. Siempre brillaba y por la noche, cuando su madre la Luna estaba allí, todos los niños de la tierra podían verle aunque estuviera oscuro. Durante el día, seguía brillando, pero nadie podía verle, porque el Padre Sol era tan grande y brillante que eclipsaba a todas las demás estrellas.
Cuando el Sol se acostaba, la Luna aparecía y venía a recordar a las estrellas que tenían que brillar sobre la tierra toda la noche, para ayudar a los niños. La Luna las cuidaba y las limpiaba para que brillasen y enviasen sus rayos brillantes a la tierra y así todos los animalillos nocturnos pudiesen buscar comida y todas las plantas pudiesen crecer. Al Niño Estrella le gustaba estar cerca de la Madre Luna y sentir sus suaves rayos de luz.
Una tarde, cuando brillaban sobre la tierra los últimos rayos del Sol, el Niño Estrella estaba esperando que viniese la Madre Luna para hacer su visita nocturna a las estrellas. Esperó mucho tiempo, pero ella no vino.
Todas las estrellas esperaron y se puso muy oscuro y empezó a hacer frío, y el Niño Estrella empezó a sentirse muy triste. Luego se dijo: "Estará muy oscuro, abajo en la tierra, para los búhos y para los niños, si la Luna no envía sus brillantes rayos". Decidió que a Madre Luna le habría gustado que él mismo se preparase para brillar mucho y así no estuviese todo tan oscuro en la tierra. Se limpió y se frotó hasta que estuvo brillante y resplandeciente y les dijo a las demás estrellas que hiciesen lo mismo.
Abajo, en la tierra, una niña estaba sentada mirando por la ventana de su habitación, en aquella noche oscura, esperando que apareciese la Luna. Tenía frío, después de estar allí sentada tanto tiempo, pero quería ver brillar las estrellas y sentir sus rayos de luz en el rostro. Esta hora era su favorita, después de que su madre le hubiera cantado una canción de buenas noches, se levantaba de puntillas y se sentaba junto a la ventana para ver el cielo. Pero aquella noche empezaba a bostezar y a frotarse los ojos porque estaba muy oscuro a su alrededor. Cuando empezaba a quedarse dormida, vio una pequeña estrella que empezaba a brillar. La estrella brillaba cada vez más, justo sobre ella. ¡Era el Niño Estrella! Luego, una tras otra, empezaron a brillar las demás estrellas, hasta que, al final, el cielo estuvo resplandeciente, las estrellas parecían felices. Esto hizo que la niña se sintiera feliz y por fin se fue a dormir.
Al día siguiente, cuando el Sol extendió sus cálidos rayos sobre el mar y sobre las colinas, el Niño Estrella se quedó dormido, cansado del trabajo nocturno. Nunca había tenido que brillar tanto por sí mismo. Soñó que su querida Madre Luna le hablaba y le decía: "Estoy muy orgullosa porque te has convertido en una valiente y brillante estrella. Pronto volveré a brillar en el cielo otra vez, pero hasta entonces tendrás que jugar con tus amigos y tenéis que ayudaros a brillar unos a otros para que la luz llegue a la tierra. Para que te ayuden a brillar, puedes coger algunos cálidos rayos del Sol cando se oculta al final del día, y, si tienes cuidado con ellos, él te ayudará a usarlos como es debido. Te quiero, Niño Estrella, y pienso en ti cada momento. Buenas noches. Duerme bien.
Aquella noche cuando se despertó, oyó las palabras de su madre en su interior y supo que no estaba solo y que no tenía por qué sentirse triste. Recordó lo que le había dicho y al atardecer en lugar de intentar brillar mucho por sí mismo, le pidió al Sol que le dejara coger algunos de sus rayos dorados para utilizarlos y se convirtió en la estrella más brillante del cielo.
Mother Moon |
EL HADA FRANGIPANI
(Adaptación de Die Sterntaler, de los hermanos Grimm)
Sucedió una vez, en las llanuras cerca de la costa, que un hada frangipani vagaba sola. Los fríos vientos del otoño la habían llevado lejos de su árbol madre y ahora no tenía ni hogar ni familia cerca. Las únicas ropas que llevaba eran los pétalos rosas y blancos alrededor de la cintura, las hojas verdes sobre los hombros y las hojitas verdes que envolvían cálidamente su cabeza. El único alimento que tenía para comer eran unas frambuesas silvestres que había encontrado por el sendero de arena.
Pero la pequeña hada frangipani no estaba preocupada, ni asustada. Se sentía agradecida por lo que tenía, se sentía protegida y confiaba en que no le faltaría lo necesario.
Mientras vagaba por el sendero buscando un sitio donde comer sus frambuesas, se encontró con un pajarillo que le dijo: "No tengo comida, por favor, dame algo de comer". Sin pensarlo dos veces, la pequeña hada frangipani le dio sus frambuesas y siguió su camino. Luego vio un ratoncillo que le dijo: "No tengo gorro y el viento es muy frío". Así que la pequeña hada frangipani se quitó el gorro que abrigaba su cabeza y se lo dio al ratoncito. Un poco más lejos se encontró con una araña que le dijo: "No tengo cobijo y el viento es muy frío". La pequeña hada frangipani se quitó su capa de hojas y se la dio a la araña para que se hiciera una casita con ella. Luego se encontró con una hormiguita acurrucada en el sendero. La hormiguita le dijo: "No tengo ropas y el viento es muy frío". La pequeña hada frangipani se quitó sus pétalos blancos y rosas y construyó una casita de pétalos para que la hormiguita se metiera dentro.
Ahora ya no le quedaba nada más. Había dado toda su comida y todas sus ropas. Pero no estaba preocupada, ni asustada, sabía que estaba protegida. Siguió su camino y, cuando ya estaba oscureciendo, encontró un lugar para dormir, cerca del sendero, entre las hierbas y las hojas. Mientras dormía, las estrellas del cielo danzaban en círculo sin cesar; estaban tejiendo para ella un vestido de seda brillante. La pequeña hada frangipani se despertó envuelta en seda plateada, y con una cascada dorada cayendo a su alrededor. Al principio pensó que las estrellas, que parecían gotas de oro relucientes, estaban cayendo del cielo.
Pero cuando las gotas caían al suelo vio que eran de oro de verdad. Las recogió y siguió su camino. Desde entonces, a la pequeña hada frangipani no le faltó nada durante el resto de su vida.
(The Frangipani Maiden)
LA NIÑA QUE AMABA LAS FLORES
La pequeña Netty pasaba todo el tiempo libre vagando por el jardín, buscando flores y cogiéndolas para jugar, las recogía todas y las extendía sobre la hierba. Luego se sentaba entre ellas arrancando los pétalos, jugando con ellos y lanzándolos al aire. Un día en el que Netty estaba sentada en la hierba jugando con unos pétalos amarillos de capuchina, oyó un susurro en la brisa. Parecía venir de un macizo de margaritas cercano. Netty se acercó más y vio un capullo pequeño que parecía abrirse y cerrarse. ¡Se diría que le hablaba a ella! "Por favor, no cortes a mis hermanos, niña, cuando nos cortas de nuestras plantas nos marchitamos y morimos. Pero si nos dejas crecer podemos continuar bailando en el jardín. No hay nada que le guste más a una flor que bailar".
¡La pequeña Netty no sabía qué decir! A ella también le encantaba bailar, por eso entendía perfectamente lo que le decía el capullo de flor.
Entonces tuvo una idea. Fue a pedir a su madre un trozo de lana de cada color de sus flores preferidas. Luego ató todos aquellos preciosos colores a un bastón largo y salió al jardín. Con su bastón del arcoíris en alto, empezó a bailar por la hierba, por todo el jardín.
Pronto se levantó una suave brisa que soplaba sobre las flores y las hacía moverse y todas bailaban con la pequeña Netty.
(The Little Girl Who Loved Flowers)
POEMA DE UN OVILLO DE LANA
UN OVILLO DE LANA
Soy un ovillo de lana que regalo alegrías si me llevas contigo,
soy como un amigo, ¡cuántas cosas puedes hacer conmigo!
Téjeme con agujas, haz conmigo una muñeca, téjeme en un telar...
¡Oh, las cosas más hermosas y suaves podemos crear!
Pero si me cortas en trozos pequeños, ¡mucha tristeza me puedes dar!
Las tijeras me asustan, escóndeme, manténme a salvo.
Soy más feliz junto a ti, mientras sigues con tu trabajo.
Y por favor no me dejes rozar por ahí, perdido por el suelo,
puede que me pisen, me den patadas y seguro que me enredo.
Y cuando de mí lo que necesitas hayas terminado y cortado,
por favor, ponme en mi camita, pero hazme redondo y bien ajustado.
Instrucciones: Por favor, ¡busca para mí un lugar de descanso singular, que como soy tu nuevo amigo me haga especial!
(Ball of Wool Poem)
LA NIÑA DEL AGUA
Había una vez un niño que tenía una amiga muy especial. Esta amiga no era como sus otros amigos. Esta amiga vivía muy lejos, en el cielo.
El niño a veces oía a su amiga que le susurraba cuando estaba en el jardín. Y a veces en sueños el niño la visitaba en su nube y los dos jugaban juntos felices, rodando sobre la suave blancura y saltando de nube en nube.
Un día, esta amiga especial decidió que era hora de dejar su hogar, su nube, y bajar a vivir en la tierra con la familia del niño.
Esta amiga especial se despidió de todos en el cielo. Luego la Señora de la Lluvia la envolvió en su capa de color violeta y la bajó con las gotas de lluvia del siguiente chaparrón. La dejó suavemente en una gran bañera de agua fresca.
Los padres del niño la estaban esperando. La sacaron de la bañera de agua y se la mostraron al niño. "Ésta es tu hermanita. Se llama Laila", le dijeron. "Ha venido a vivir con nosotros. Necesita un poco de tiempo para crecer y acostumbrarse a estar en el mundo, pero pronto estará preparada para jugar contigo".
Fue un día muy hermoso y la familia estaba muy contenta de que hubiera venido a vivir a su casa. El niño hizo unos dibujos para las paredes de la habitación del bebé y recogió hojas y flores de colores para hacer un móvil que colgara sobre la cuna de su hermanita. A veces la cogía en brazos, la abrazaba y le cantaba nanas.
Pronto Laila creció y empezó a gatear, y luego a caminar, y luego a correr. Enseguida llegó el primer cumpleaños de Laila y el niño estaba ayudándole a abrir su primer regalo de cumpleaños: ¡una pelota dorada!
El niño la hizo rodar por el suelo hacia ella y su hermanita se la devolvió rodando. El niño se reía y ella se reía también. Jugaban juntos, riendo y disfrutando como cuando jugaban en el cielo.
(The Water Child)
EL PALITO MÁGICO
Había una vez una niña que se aburría de jugar con sus juguetes. Estaba sentada bajo un árbol frondoso al fondo del jardín, cuando de pronto, una ramita se rompió y cayó al suelo justo a su lado. Y lo más extraño es que parecía que cantaba:
Envuélveme en colores brillantes,
cuídame como a un diamante.
Y te mostraré un tesoro,
cuando llegue el momento, que será pronto.
La niña estaba asombrada de oír a un palito cantar. "Debe de ser un palito mágico", pensó, lo cogió y se lo llevó a su casa. Cuando llegó, se fue directamente al cesto donde su madre tenía los ovillos de lanas de colores. Fue cogiéndolos de uno en uno y empezó a envolver el palito en colores brillantes. Luego lo llevó a su habitación y encontró un lugar seguro en el que dejarlo, en la mesilla de noche al lado de su cama.
Cuando se despertó por la mañana, escuchó cantar al palito.
Te mostraré un tesoro, ¡ven, sígueme, pronto!
Al coger el palito, sintió como que empezaba a agitarse y parecía decir "¡Sígueme!" Dejó que el palito le mostrara el camino. Y la llevó al jardín, justo a un lugar donde encontró unas preciosas plumas de ave. "Este debe de ser el tesoro", pensó la niña y decidió atar las plumas al palito mágico para hacerlo más hermoso.
Cuando se despertó por la mañana siguiente, escuchó cantar al palito otra vez.
Te mostraré un tesoro, ¡ven, sígueme, pronto!
Cuando se despertó por la mañana siguiente, escuchó cantar al palito otra vez.
Te mostraré un tesoro, ¡ven, sígueme, pronto!
Pero esta vez el palito no la llevó fuera de casa. En vez de eso, mientras cantaba, la guiaba a la habitación de sus padres. Allí había un bebé muy pequeño en una cunita, estaba envuelto en una sábana blanca. "Esto sí que es un tesoro", pensó la niña y levantó el palito mágico con sus colores brillantes, sus preciosas plumas y conchas, para que lo viera el bebé. El bebé sonrió y la niña se sintió feliz.
Desde aquel día, el palito mágico ha ayudado a la niña a encontrar otros tesoros y a vivir aventuras. Pero su tesoro preferido fue encontrar un bebé envuelto en una sábana blanca en la habitación de sus padres.
(The Magic Stick)
NARCISO Y ECO
Condenada por los dioses sin su linda voz,
Eco se esconde en la cueva con su dolor.
El corazón, mudo, sólo puede repetir
las últimas sílabas que acaba de oír.
Narciso el soberbio, ¡por Dios, qué guapo es!
Las ninfas se ofrecen ante su desinterés.
Pasea en el bosque su melancolía.
Nada es suficiente, su alma esta vacía.
Eco de lejos le espía y suspira: ¡Amor!
¿Cómo confesarlo sin tener su voz?
Un claro del bosque se abre para los dos.
La pálida ninfa se muestra toda candor.
¿Quién eres tú, niña loca?
Niña loca… Niña loca…
Muero antes que darte un beso.
Darte un beso… Darte un beso…
Quiero estar solo en el río.
En el río... En el río…
¿No pensarás que te quiero?
Te quiero… Te quiero…
Te quiero…Te quiero…
Condenada por los dioses sin su linda voz,
Eco se esconde en la cueva con su dolor.
El corazón, mudo, sólo puede repetir
las últimas sílabas que acaba de oír.
Narciso el soberbio, ¡por Dios, qué guapo es!
Las ninfas se ofrecen ante su desinterés.
Pasea en el bosque su melancolía.
Nada es suficiente, su alma esta vacía.
Eco de lejos le espía y suspira: ¡Amor!
¿Cómo confesarlo sin tener su voz?
Un claro del bosque se abre para los dos.
La pálida ninfa se muestra toda candor.
¿Quién eres tú, niña loca?
Niña loca… Niña loca…
Muero antes que darte un beso.
Darte un beso… Darte un beso…
Quiero estar solo en el río.
En el río... En el río…
¿No pensarás que te quiero?
Te quiero… Te quiero…
Te quiero…Te quiero…
Narciso recibe el castigo por ser tan cruel.
El agua nunca fue tan clara, ni tanta la sed.
Al ver su reflejo, por fin descubrió el amor
y ahogado en si mismo se convierte en flor.
Eco de pena y locura se consumió.
Sólo quedó resonando sin fin su linda voz.
El agua nunca fue tan clara, ni tanta la sed.
Al ver su reflejo, por fin descubrió el amor
y ahogado en si mismo se convierte en flor.
Eco de pena y locura se consumió.
Sólo quedó resonando sin fin su linda voz.
¿Quién eres tú, niña loca?
Niña loca… Niña loca…
Muero antes que darte un beso.
Darte un beso… Darte un beso…
Quiero estar solo en el río.
En el río... En el río…
¿No pensarás que te quiero?
Te quiero… Te quiero…
Te quiero…Te quiero…
Ahora tú dime: ¿Qué demonios hago yo aquí?
¿Soy sólo tu espejo o me ves a mí?
¿Se me consiente algo más que repetir
Niña loca… Niña loca…
Muero antes que darte un beso.
Darte un beso… Darte un beso…
Quiero estar solo en el río.
En el río... En el río…
¿No pensarás que te quiero?
Te quiero… Te quiero…
Te quiero…Te quiero…
Ahora tú dime: ¿Qué demonios hago yo aquí?
¿Soy sólo tu espejo o me ves a mí?
¿Se me consiente algo más que repetir
cada palabra que deseas oír?
Tocas el agua, se te hunde la nariz,
la imagen es vana, el llanto no tiene fin.
¿Quién eres tú, niña loca?
Niña loca…Niña loca…
Tocas el agua, se te hunde la nariz,
la imagen es vana, el llanto no tiene fin.
¿Quién eres tú, niña loca?
Niña loca…Niña loca…
Contigo haré lo que quiera
Lo que quiera… Lo que quiera…
Lo que quiera… Lo que quiera…
¿No ves qué triste es mi vida?
Es mi vida... Es mi vida...
Es mi vida... Es mi vida...
Tú cargarás con mi pena
Con mi pena… Con mi pena…
Con mi pena… Con mi pena…
¿Quién eres tú, niña loca?
Niña loca… Niña loca…
Muero antes que darte un beso.
Darte un beso… Darte un beso…
Quiero estar solo en el río.
En el río... En el río…
¿No pensarás que te quiero?
Te quiero… Te quiero…
Te quiero…Te quiero…
Te quiero…Te quiero…
He aquí una bonita balada de la cantautora danesa-española Christina Rosenvinge, de cuya música y letra es autora, que ilustra el mito de Eco y Narciso.
Caperucita Roja visitará a la abuela
que en el poblado próximo sufre de extraño mal.
Caperucita Roja, la de los rizos rubios,
tiene el corazoncito tierno como un panal.
A las primeras luces ya se ha puesto en camino
y va cruzando el bosque con un pasito audaz.
Sale al paso Maese Lobo, de ojos diabólicos.
«Caperucita Roja, cuéntame adónde vas».
Caperucita es cándida como los lirios blancos.
«Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel
y un pucherito suave, que se derrama en jugo.
¿Sabes del pueblo próximo? Vive en la entrada de él».
Y ahora, por el bosque discurriendo encantada,
recoge bayas rojas, corta ramas en flor,
y se enamora de unas mariposas pintadas
que la hacen olvidarse del viaje del Traidor...
El Lobo fabuloso de blanqueados dientes,
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor,
y golpea en la plácida puerta de la abuelita,
que le abre. (A la niña ha anunciado el Traidor.)
Ha tres días la bestia no sabe de bocado.
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender!
... Se la comió riendo toda y pausadamente
y se puso en seguida sus ropas de mujer.
Tocan dedos menudos a la entornada puerta.
De la arrugada cama dice el Lobo: «¿Quién va?»
La voz es ronca. «Pero la abuelita está enferma»
la niña ingenua explica. «De parte de mamá».
Caperucita ha entrado, olorosa de bayas.
Le tiemblan en la mano gajos de salvia en flor.
«Deja los pastelitos; ven a entibiarme el lecho».
Caperucita cede al reclamo de amor.
De entre la cofia salen las orejas monstruosas.
«¿Por qué tan largas?», dice la niña con candor.
Y el velludo engañoso, abrazado a la niña:
«¿Para qué son tan largas? Para oírte mejor».
El cuerpecito tierno le dilata los ojos.
El terror en la niña los dilata también.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes ojos?»
«Corazoncito mío, para mirarte bien...»
Y el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra
tienen los dientes blancos un terrible fulgor.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes dientes?»
«Corazoncito, para devorarte mejor...»
Ha arrollado la bestia, bajo sus pelos ásperos,
el cuerpecito trémulo, suave como un vellón;
y ha molido las carnes, y ha molido los huesos,
y ha exprimido como una cereza el corazón...
Gabriela Mistral
BLANCANIEVES - GABRIELA MISTRAL
De la barranca, la niña
miró a la loma cercana;
ya se apretaba la noche
como una negra cuajada.
En lo alto de una loma
está encendida una casa,
y pestañea en la sombra
como una madre que llama.
Blancanieves sube, sube,
y golpea atribulada.
Todo sigue en el silencio,
que la casa está encantada;
tan sólo laten adentro,
dulcemente, siete lámparas.
La niña empuja la puerta;
se le abre como dos alas.
La casa sigue tan muda
como si ha siglos callara.
Blancanieves va pasando
con temblor, de sala en sala.
Hay un comedor pequeño,
que en cien aromas se exhala.
En la mesa hay siete platos;
en los platos siete viandas;
junto a ellos, dobladitas,
siete servilletas blancas;
hay siete ramos de flores;
siete ampollas de sal cándida;
siete sillas chiquititas,
del porte de una castaña;
en las sillas siete paños
con siete cifras grabadas,
y la paz que hay en los sueños
en la casa se derrama.
Y Blancanieves la mesa
mira, contenida y pálida.
Tiene un hambre tan tremenda,
que todo lo devorara;
pero sólo va pasando,
como un ladrón, empinada,
y despunta un bocadito
de cada sabrosa vianda…
Aunque tiembla del espanto,
va siguiendo a la otra sala.
Hay un dormitorio blanco
que cabe en una mirada,
y tiene siete camitas
tan suaves como la nata;
son del largo de un jazmín
las menuditas almohadas;
las colchas son siete hojas
de una col encenizada.
¡Con qué miedo Blancanieves
se va acercando y las palpa,
y sonríe cuando ve
que no se le desbaratan!
Elige una que está oculta
y se tiende fatigada,
como una gota de agua
que en otra gota descansa.
Duérmese profundamente,
y su respirar se apaga;
se le oye el corazón
como grillo en una caja.
Llegaron los siete enanos.
Riendo entran en la casa,
y se sientan a la mesa
y se cruzan sus miradas.
—¿Quién se ha sentado en mi silla?
—¿Y quién probó de mi vianda?
—¿Y quién pellizcó mi pan?
—¿Y quién mordió mi tostada?
—¿Quién cambió mi tenedor?
—¿Quién dio más luz a mi lámpara?
—¿Y quién probó de mi vino?
—¿Quién vació mi limonada?
Gritan todos, y el asombro
sus breves ojos agranda,
y van hacia el dormitorio,
llevando sus siete lámparas.
Y van entrando miedosos,
y va a estallar su algazara:
—¡Alguien se acostó en mi lecho!
¡Han movido las almohadas!
Y grita uno desde el fondo:
—¡Hay una niña en mi casa!
Corren con sus siete luces
los enanos a mirarla,
y le hacen una aureola
grande junto a la cara.
—¡Ay, qué hermosa! –dicen todos–,
y qué grande, es como un haya.
Y uno le toca las sienes,
otro le mide la espalda,
y Blancanieves, por fin,
despierta entre la algarada.
Los va mirando, mirando,
y su risa se desata.
Son pequeños como siete
almendritas claveteadas,
y para que ella los vea
se empinan como las llamas.
En el regazo le caben;
los siete a una vez abraza…
Entonces les va contando
de su tremenda madrastra
y del cazador que al hombro
le cargó como alimaña.
Y ellos, conmovidos, lloran
sin cansarse de mirarla.
Le dicen nombres de flores;
“olor de salvia mojada”,
“cuesta con almendros blancos”,
“vertiente de la montaña”.
Y ella pregunta sus nombres.
Dicen: —Yo me llamo Plata.
—Yo me llamo Estaño Azul.
—Y yo Barbazas, Barbazas.
Y le cogen las orejas.
Le dicen: “almejas blancas”,
y miden sus dedos largos;
“caracolazos” los llaman.
Y por fin la van durmiendo
con canción enamorada.
“Duerme hasta que cante el gallo
de cresta más encarnada
y se cuelguen los murciélagos
y muja largo una vaca.
“Te espantan los siete enanos
los monstruos de la montaña;
el lagarto volador,
la catarina giganta;
el que se parece al musgo
y que sube hasta la almohada,
y la culebra más negra
que a la medianoche baja.
“Para que el cuerpo no encojas
juntamos las siete camas,
y los enanos te velan
en cerco de siete espadas.
“Los duendes de los metales
te cuidan mejor que tu alma.
Duerme hasta que el gallo cante
y muja largo una vaca”.
GABRIELA MISTRAL
CENICIENTA - GABRIELA MISTRAL
Cenicienta, Cenicienta,
pegada al fogón se pasa
y el hollín la va cubriendo
como penitente saya.
Con la ardentez de la hoguera
se quemaron sus pestañas;
de lavar grandes mosaicos
quebrada tiene la espalda.
De amigas tiene la leña
que en el fogón arde y salta,
las sartenes hervidoras
y cuatro ratitas blancas.
Su madrastra sólo quiere
las hijas de sus entrañas;
las besa de sol a sol
y las tiene regaladas;
esclavos les dan masaje
y camareras las bañan
y entre sus brocados rojos
descansan congestionadas.
Mas son feas como el susto
de medianoche cerrada…
A veces las dos se acuerdan
de la pobre Encenizada
y le dicen: “Ea, ven,
péinanos, que tienes gracia,
abróchanos las hebillas
y venos tejer la danza”.
Y la pobre Cenicienta,
con una tierna mirada,
les anuda los cabellos
y arrodillada las calza.
Un día el rey dio una fiesta
por ver gracia derramada.
Para asistir a la fiesta
se preparan las hermanas.
Está ya hace cuatro días
sobre ellas la Encenizada
depilándoles las cejas,
amasando sus gargantas,
enseñando reverencias,
corrigiéndoles la danza…
Tiene quemados los dedos
de rizarlas y rizarlas;
de ceñirles la cintura
se rinde desventurada.
Y bailan siempre como ocas
y caminan desgarbadas.
Al fin se fueron al baile
y se apagó su rumor.
¡Ay!, qué callada la noche
para oírse el corazón,
¡la Cenicienta que llora
apegadita al fogón!
La llama del fuego brinca
distrayendo su aflicción;
las cuatro ratitas vienen
a mirarla alrededor.
Pero Cenicienta tiene
(¡ay!, ¡bendito sea Dios!)
hada que fue su madrina
y que se llama Esplendor.
cuando los criados duermen
con silencio de ilusión,
va abriendo puertas y puertas
y llegando hasta el fogón,
—¡Ah!, mi Cenicienta –dícele–,
ábreme tu corazón.
¿No quieres ir a la fiesta?
¿Lloras por eso mi amor?
Dícele la pobrecilla:
—Soy la hija del Tizón;
y la ceniza me cubre
hasta el mismo corazón.
El hada va sacudiéndole
El hada va sacudiéndole
con el aliento el hollín:
Cenicienta va quedando
desnuda como un jazmín.
La va mirando, mirando
y el mirarla es un cubrir
su cuerpo de velo de oro,
amaranto y carmesí.
—¡Ay!, ¡madrina!, ¿y mi carruaje?
—Hijita, ya vas a ver.
—¡Ay!, ¡madrina!, ¿y mis lacayos?
—Hijita, vienen también.
—¡Ay!… ¿y mis palafreneros?
—Hijita, déjame hacer…
Las cuatro ratitas blancas
se hicieron caballos árabes
y los lagartos azules
dos lacayos fulgurantes,
y la calabaza vuelta
concha perla, fue carruaje.
—Mi ahijada Cenicienta,
¡acabaste de nacer!
No te reconoce tu ogro
de madrastra si te ve.
Ahora corres al baile
y bailarás como un pez:
pero por la medianoche
te despides sin volver,
porque el encanto termina
cuando el día alza la sien.
¡Cómo galopa el carruaje,
que en momentos no se ve
y la calabaza entra
en el palacio del rey!
Está el baile en su comienzo:
la sala alumbra mil lámparas
y los tocadores hieren
misterios de cobre y plata.
Del resplandor del palacio
la misma noche se aclara;
el baile se va tejiendo
a lo largo de cien salas,
y parece que es la tierra
la desposada que danza.
Rigen el rey con el príncipe
esta noche apasionada
y el orden de las parejas
que parecen marejadas
y de repente las guzlas
como los cobres se paran;
se vuelven todos los rostros:
¡va entrando la Encenizada!
Con tanta gracia camina
como la nube dorada;
con tal donaire saluda
que es como si se donara.
Aún vacilaba el príncipe
como el ciervo entre dos aguas.
Al verla sale a su encuentro
como quien entrega su alma.
Sobre la pareja cae
el millón de las miradas
y ellos pasan entre todos
ligeros como dos llamas.
Al sonar la medianoche
Cenicienta se separa
y sube al carruaje que
como jabalina escapa.
Cuando ya llegaba el día
volvieron las hermanastras
y despertó el mundo entero
al escuchar su algazara.
Desde el profundo fogón
Cenicienta viene, cándida,
y pregunta cómo ha sido
el baile de las hermanas.
Y las ogresas le cuentan
de la noche iluminada,
de la música de fuego
y de la princesa extraña
que al salir dejó la fiesta
como novia amortajada.
El rey renovó el convite
para la noche cercana,
y las ogresas partieron
en su carroza escarlata.
Y la pobre Cenicienta
en torno al fogón quedaba;
del fogón iba a la puerta
empinadita del ansia.
Llegó el hada Resplandor
y empezó a hermosearla
hasta hacerla grande de oros
como la noche estrellada.
(¡Ay, cómo va galopando
el trineo de las ratas,
y los lagartos azules
y la veloz calabaza!).
Cenicienta fue hacia el príncipe:
el príncipe le tendió
una mano en que los pulsos
se hacían puro temblor.
Pasa como un torbellino
la pareja del amor
y los ojos de las damas
echan desesperación.
Cenicienta tiene miedo
de oírse la propia voz,
porque está viviendo un sueño
tan perfecto como Dios.
Al llegar la medianoche
no oyó sonar el reloj
y al bajar las escaleras
su zapatito saltó…
Al otro día salieron
desde el palacio real
cuarenta heraldos voceando
pregón de Su Majestad:
—Que las mozas comarcanas
que el rey invitó a bailar
dejen probar en sus plantas
un zapato de cristal;
que a la dueña el mismo día
va el príncipe a desposar.
Se abrieron todas las casas
como vivas de ansiedad,
y las jóvenes hicieron
maravillas por calzar
el zapato más menudo
que la ampolla de la sal.
A casa de Cenicienta
golpeando ahora están
los heraldos. Y las mozas
con qué jadeante afán
prueban y prueban gimiendo
el zapato sin igual.
Y del fogón Cenicienta
avanzando luego va
y las ogresas se ríen
cuando la ven alargar
su piececito de almendra,
vivo de felicidad.
Y se van enmudeciendo
las ogresas, al mirar
que el piececito se queda
en el cuenco de cristal;
y se van poniendo rojas
y terminan por llorar
viendo que la Cenicienta
con el zapato echa a andar.
Y aquella misma mañana
desposó el príncipe Sol
a María Cenicienta
veladora del tizón,
hija de ninguna madre,
desnudita hija de Dios…
Gabriela Mistral
SAVITRI Y SATYAVAN
Savitri, la hija de Aswapati el rey de los Madras, era joven y muy hermosa. Muchos hombres iban a la corte de su padre para pedirle la mano, pero ella no deseaba a ninguno de ellos porque no había ni uno que tuviera tan siquiera un poco de gracia. Todos eran caprichosos y superficiales, estaban llenos de orgullo, y entendían como algo habitual la manipulación y la traición.
Fue entonces cuando Savitri le dijo a su padre: —Yo misma saldré en mi carroza de guerra dorada, y no regresaré hasta haber encontrado marido.
Ella fue a pueblos y villas, pero todos le tenían miedo; así que decidió ir a los bosques para encontrar a su compañero. Su carroza se hizo camino entre los árboles y, entre los animales, los había que se quedaban en donde estaban para observarla, mientras otros corrían y se escondían detrás de las piedras o se iban a las cuevas. Muchos excavaban y se escondían en la tierra. Incluso otros se refugiaban dentro de los árboles y cerraban sus ojos con fuerza.
Savitri fue a los lugares que los bramanes y los ksatriyas elegían para retirarse del mundo, y un tiempo después ella regresó a palacio y le dijo a Aswapati: —Lo he encontrado.
—¿A quién? —El rey le preguntó.
—Él es Satyavan —contestó Savitri—. Debido a que el tiempo le quitó al rey Dyumatsena su vista, un enemigo lo expulsó de su trono de Salwa; y Dyumatsena fue a vivir al bosque con su esposa y su único hijo: Satyavan.
—¡Ah! Estoy contento —Le dijo el rey—, haré los arreglos. Iremos juntos a verle.
Cuando Savitri se fue, Aswapati llamó a su ministro y le preguntó: —¿Qué hay de Satyavan?
—Su Majestad —replicó el ministro—, él nació en la corte de su padre; pero cuando era aún un bebé en brazos fue llevado al bosque y ha vivido allí desde entonces. Es leal y afectuoso, y es tan hermoso como la luna, y tiene el poder y la energía del sol. Es generoso y valiente y tan paciente como la Tierra. Sólo tiene un defecto y ningún otro: exactamente dentro de un año y un día, morirá.
Aswapati le dijo a Savitri lo que había escuchado y le dijo: —Cambia de parecer. No te cases con la tristeza.
Savitri le contestó: —No escogeré dos veces, sea su vida larga o corta. En mi corazón ya lo he tomado como mi esposo.
Aswapati vio que su decisión era inquebrantable. —Será como tú digas. Mañana iremos a ver a Dyumatsena en el bosque.
Al día siguiente, el rey fue a pie hasta la ermita de Dyumatsena y llevó a Savitri consigo. Se sentó debajo de un árbol, en una alfombra hecha de helechos, y le pidió que aceptara a su hija como nuera.
—¿Es que ella podrá aguantar vivir en el bosque? —preguntó Dyumatsena.
Aswapati dijo: —Tanto tú como yo sabemos que la felicidad y la tristeza van y vienen como quieren y nos acompañan siempre en donde estemos. Me inclino ante ti en signo de amistad. No me desprecies, no destruyas mi esperanza.
—Sean bienvenidos —dijo Dyumatsena. —Sean bendecidos ustedes dos.
Los dos reyes organizaron el matrimonio entre Savitri y Satyavan, y Aswapati regresó a su palacio, mientras Savitri se quedó en la ermita con sus suegros y su joven esposo.
Con amor y felicidad en el matrimonio, el año de vida de Satyavan pasó rápidamente, y Savitri iba descontando los días hasta que quedó sólo uno. La noche anterior a su muerte, ella observó hasta el amanecer cómo Satyavan dormía a su lado. Le cocinó el desayuno pero no comió, esperando la hora y el momento, pensando: «Hoy es ese día».
Cuando el sol estuvo dos palmos arriba, Satyavan apoyó el hacha en su hombro y fue al bosque para recolectar leña junto a Savitri. Ella lo acompañó, ofreciéndole de tanto en tanto su sonrisa suave, y observó cada uno de sus movimientos y comportamientos.
Poco después llegaron hasta donde había un árbol caído. Satyavan comenzó a cortar sus ramas, pero temblaba y estaba empapado de sudor. Cuando se detuvo para secarse su cabeza, ésta empezó a dolerle, y la luz del sol hacía que sus ojos le dolieran. Puso el hacha en el suelo y se acostó, apoyando su cabeza en el regazo de Savitri.
Cuando cerró sus ojos, su rostro empalideció y perdió vida. Poco después el color regresó y se quedó dormido junto a ella, pacíficamente. Savitri acariciaba su pelo mojado; pero sentía que alguien los observaba, y miró hacia arriba.
Un hombre alto observaba a Satyavan con ojos tranquilos y profundos. Su piel era verde oscura, y llevaba una túnica roja con una flor roja marchita en sus cabellos sueltos y negros. Él se encontraba parado a menos de un tiro de arco de Satyavan, y tenía en su mano izquierda un fino cordón de plata no muy largo. Contemplaba al esposo de Savitri paciente y bondadosamente.
Savitri colocó cuidadosamente la cabeza de Satyavan en la tierra. El dios la miró, girando su rostro hacia ella aunque sin fijar directamente sus ojos negros en los suyos. Ella le dijo entonces: —Señor Yama, yo soy Savitri.
Yama habló suavemente: —Los días de la vida de Satyavan están completos, y he venido por él.
El señor de la muerte extendió su brazo hasta tocar el lado izquierdo del pecho de Satyavan, en algún punto muy cercano al corazón, extrajo su alma —una persona minúscula más pequeña que un dedo pulgar—, y la amarró en la cuerda que traía. Cuando el alma fue extraída, el cuerpo de Satyavan ya no respiraba y estaba frío.
Yama se retiró al bosque, pero Savitri lo siguió y caminó al lado suyo. Él se detuvo y le dijo: —Regresa, y hazle el funeral.
Savitri le contestó: —He escuchado que tú has sido el primero de los hombres en morir, de modo que así podrías conocer el camino hasta el hogar de los que no pueden regresar.
—Así es —respondió Yama—. Ahora regresa. No puedes seguirme por más tiempo. Estás libre de cualquier lazo contraído con Satyavan, y de cualquier fidelidad.
—Todos los que alguna vez han nacido deben seguirte. Sólo déjame acompañarte un poco más lejos, como amiga tuya.
Yama se detuvo, y lentamente giró su rostro hacia ella y esta vez la miró. —Es cierto. No me tienes miedo. Acepto tu amistad, y para devolverte la gentileza quiero que aceptes un obsequio: cualquier cosa que pueda ofrecerte. Pero no puedo devolverte la vida de Satyavan.
—La amistad sólo puede consumarse luego de haber dado siete pasos juntos —le dijo Savitri—. Permite que la ceguera de Dyumatsena desaparezca de sus ojos.
—Está hecho. Ahora regresa, veo que estás cansada.
—¡Pero si no lo estoy! —le dijo Savitri—. Es mi último momento con Satyavan. Permíteme caminar junto a ti un rato más.
—Otorgo. Siempre tomo, y tomo una vez más. Es bueno otorgar. Entonces sígueme si eso es lo que quieres, y acepta otro regalo; excepto el que te he dicho que no puedes tener.
—Permite que Dyumatsena recupere su reino.
—Lo tendrá —le dijo Yama. Él y Savitri siguieron la marcha hacia el Sur, y las ramas y las viñas se apartaban del camino para darles paso y luego se cerraban a sus espaldas. De pronto llegaron a un pequeño río y el señor de la muerte tomó agua en sus manos para darle de beber a Savitri.
—No es difícil de dar —le dijo Yama—. Ya que, cuando la vida se ha acabado y todo debe ser entregado, ya no es difícil. La vida está llena de dolor, no así la muerte. Lo que es difícil de encontrar es a alguien que sea digno de darle algo. Nada puede escaparse de mí. Los he visto a todos —entonces miró a Savitri—; sin embargo, esta agua no es más cristalina que tu corazón. Tú buscas lo que quieres, eliges y está hecho. No deseas ser ningún otro. Desde hace mucho tiempo que no veo algo parecido. Pídeme otro deseo, cualquier cosa que no sea la vida de Satyavan.
—Permite que mi padre tenga cien hijos.
—Los tendrá —accedió Yama—. Pero pídeme aún otra cosa más; algo que sea para ti, cualquier cosa que no sea la vida de Satyavan.
Savitri contestó: —Entonces permite que también yo tenga cien hijos procedentes de mi esposo.
Yama se sentó en el banco del río y contempló el fluir del agua que era como una serpiente plateada. —Me lo has pedido sin ninguna premeditación. Has dicho la verdad. ¿Cómo puedes tener hijos si Satyavan está muerto? Pero no pensaste en eso.
—No.
—Sé que no lo hiciste. Pero él ya no tiene más vida. Se le ha ido toda.
—Es por eso que no pedí nada para mí. Yo estoy medio muerta, y no deseo ni siquiera el Paraíso.
Yama suspiró —Soy eternamente equitativo con todos los hombres, y más que ningún otro sé lo que es la verdad y la justicia. Sé que todo el pasado y todo el futuro están prendados a la Verdad. El peligro huye de él. ¿Cuánto vale tu vida sin la de Satyavan?
—No vale nada, señor.
—¿Me darías la mitad de tus días en la Tierra?
—Sí, puedes tenerlos —Le respondió Savitri.
Otra vez, los ojos inmóviles de Yama se posaron largamente en los de Savitri. Al fin, él le dijo: —Está hecho. He tomado tus días y se los he dado a tu esposo como si fueran los suyos. ¿Quieres que te diga cuántos días son?
—No. ¿Regresamos ahora?
El señor de la muerte elevó el cordón de plata y estaba vacío. —Su alma descansa contigo. Se lo llevarás tú misma.
Yama se levantó y caminó solo hacia la tierra de los muertos, con un cordón desarramado y vacío. Cuando Savitri se dio la vuelta, un relámpago cayó cerca de su casa.
Era de noche cuando Savitri regresó. El cuerpo de Satyavan estaba frío bajo la luz de la luna. Ella se sentó a su lado y puso su cabeza en su regazo. Sintió cómo poco a poco su piel se hacía cada vez más cálida.
Satyavan la miró como cuando alguien regresa de un viaje muy largo y se encuentra nuevamente con su propia casa, y le dijo: —He dormido todo el día. He tenido un sueño en el que me habían llevado.
—Ése se ha ido —le dijo Savitri.
—¿No fue un sueño?
—Es tarde. Mira ese árbol que arde, nos guiará de regreso —ella entonces ayudó a Satyavan a incorporarse y a caminar, con el brazo de él sobre su hombro y el suyo alrededor de su cintura—. Llevaré el hacha —le dijo ella—, y hablaremos una vez que hayamos llegado a casa.
En la ermita, Dyumatsena le echaba leña a la hoguera y le contaba a su esposa las historias de los reyes de antaño. Miró entonces a Savitri y a Satyavan entrar, y les dijo: —Hay estrellas en sus cabellos que mis nuevos ojos pueden ver, y hay oro en la luz del fuego reflejada en la piel de ustedes.
Se sentaron y Savitri dijo: —Yama vino para llevarse a tu hijo, pero se fue sin él. Y por amabilidad me regaló tu visión, y prontamente tu reino, y también muchos hijos para ti y para nosotros. Ahora quédense, y les haré la cena.
Pero Dyumatsena puso su mano sobre su hombro y no le permitió levantarse; sino que le trajo él mismo la comida. Cuando terminaron de comer, un mensajero de Salwa llegó y Dyumatsena dijo: —Si no se trata de ningún secreto, dinos por qué estás aquí.
—No hay ningún secreto que guardar —dijo el hombre—. Vengo de parte del primer ministro del rey, que dice: «Su Majestad, con un cuchillo nuevo le he sacado la vida al usurpador, y sus amigos han huido y no se atreven a mirarme. Mantengo el reino para ti y espero a que me digas qué hacer.
Regresaron a la capital en triunfo los cuatro miembros de la familia real, y, unos cinco o seis años después, los ancianos reyes abdicaron en su hijo y nuera. El reinado de Savitri y Satyavan fue largo y próspero; tuvieron muchos hijos y la llama de su afecto nunca se apagó. Décadas después de haber abdicado, contando ambos esposos más de cien años de vida, saludaron al Señor de los Difuntos como a un buen amigo cuando los tres, juntos, se marcharon a las tierras desconocidas.
LA ONDINA Y EL PRÍNCIPE
Anónimo francés. Recogido por las editoriales MILAN y Syros, 1999.
Anónimo francés. Recogido por las editoriales MILAN y Syros, 1999.
Adaptación de Sandra Dermark
Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, un príncipe hermoso como las estrellas y triste como las piedras. Su anciano padre gobernaba un pequeño reino de montañas, bosques y ríos, y el muchacho pasaba los días soñando a orillas del lago cercano al palacio real.
A los diecisiete años, el príncipe perdió a su adorada madre. Y, unos meses más tarde, el rey se volvió a casar con una jovencita morena muy bella, venida de no se sabe dónde, que parecía haberle hechizado. Entonces la melancolía se apoderó del príncipe.
Un día de mayo, el rey decidió organizar una gran fiesta para distraer a su esposa. En realidad, también esperaba que entre los invitados se encontrara al menos una muchacha que le gustara al príncipe y le devolviera la alegría… pues el anciano rey amaba profundamente a su hijo y sufría mucho al verle tan triste.
Llegó la velada, y grandes caballeros, nobles damas y hermosas doncellas acudieron al enorme salón de palacio… mas el príncipe no se encontraba allí para recibirlos. En vez de reunirse con todos esos distinguidos personajes, salió discretamente y se dirigió a su querido lago…
Pero lo que el joven no sabía era que allí, en un extremo, en una casa de algas y nenúfares, vivía Ondina, princesa de todas las criaturas acuáticas de los alrededores, desde los renacuajos y las ranas hasta las hadas que iban a bailar por la noche sobre las transparentes aguas.
Cada noche la bella Ondina salía a la superficie, se sentaba en la orilla y cantaba para la luna y las estrellas.
Su voz era tan maravillosa que todos los habitantes del lago y sus inmediaciones contenían la respiración para escucharla mejor. En algunas ocasiones se acercaban las hadas del lago y Ondina, encantada, bailaba con ellas hasta el amanecer…
Pero el príncipe ignoraba todo eso, pues hasta entonces sólo había ido allí durante el día.
El día de la fiesta, sin embargo, llegó justo después de la caída del sol.
Se sentó en su roca preferida, como de costumbre, y se puso a meditar tristemente bajo la luz de la luna. Entonces un canto maravilloso se elevó entre las brumas que rodeaban el lago. Por un momento el príncipe creyó soñar; pero no, la voz era real y parecía muy cercana…
El joven se levantó y, con paso de lobo, fue en busca de la persona que cantaba así. Rodeó de puntillas unas cuantas rocas, atravesó muy lentamente un bosquecillo de sauces, apartó sin hacer ruido una cortina de rosales… y se paró en seco: al borde del agua estaba sentada la muchacha más bella que había visto jamás. Mientras cantaba, sus largos cabellos dorados bailaban y sus ojos brillaban como dos estrellas color esmeralda; además, parecía vestida con ropa transparente, como si fuera un hada.
En cuanto la vio, el príncipe se enamoró de ella. En un instante olvidó la tristeza, y se apoderó de él una sola idea: abrazar a la bella Ondina y pasar con ella el resto de su vida.
Haciendo acopio de valor, el tímido joven avanzó tres pasos. Al verle, Ondina se sobresaltó y calló.
Pero el príncipe dijo suavemente:
–No te vayas. Una doncella tan hermosa como tú no tiene nada que temer. Escúchame, te lo ruego. Acabo de oírte y tu voz me ha hechizado, y en cuanto te he visto, he comprendido que ya nunca podré vivir sin ti. Seas quien seas, ¿quieres casarte conmigo?
Era la primera vez que Ondina contemplaba a un ser humano. Aun así, aquel muchacho no le daba ningún miedo… Todo lo contrario, se sentía extrañamente atraída por él… Casi sin advertirlo, fue a abrir la boca para decirle que sí, cuando de repente negó con la cabeza: ¡era imposible! ¡Él pensaba que se trataba de una persona de carne y hueso, pero en realidad era una criatura de las aguas!
¡Y bluuufff! Se sumergió en el lago y desapareció en un segundo dejando al príncipe estupefacto.
Éste se escapó del castillo todas las noches que siguieron a ésa para ir al lago y volver a ver a su amada. Pero no encontró más que rocas grises y rosales que silbaban al viento…
Ondina, por su parte, no se atrevía a salir del lago por temor a tropezar de nuevo con el joven… Y, sin embargo, no paraba de pensar en él, hasta que comprendió que ella también le quería.
Entonces, Ondina volvió a cantar en la superficie del lago y volvió a ver al príncipe. Durante varias noches pasaron maravillosos momentos charlando a la luz de la luna.
El príncipe no había sido nunca tan feliz.
Pero cuando pretendía abrazar a su amada, abrazaba el vacío. Y cuando intentaba cogerla de la mano, no conseguía coger nada.
–Amado mío –suspiró Ondina una noche–, si sigo siendo una criatura de agua dulce nunca podremos vivir juntos. Me dijeron una vez que en lo más profundo del bosque vive la bruja de las aguas, que conoce el secreto de la vida humana. Ella puede transformar las cosas y a las personas y sabrá darme el aspecto de una damisela; quizá acepte ayudarnos. Espérame unos días y me encontrarás transformada en mujer mortal…
Y en cuanto pronunció esas palabras, desapareció rápidamente en el lago.
Ondina se fue derecha a casa de la hechicera. En una gruta, en lo más profundo del bosque, ella vio a una anciana con cabellos como serpientes que le habló con una desagradable voz de cuervo:
–No digas nada, preciosa, sé perfectamente a lo que vienes. De modo que deseas irte con los humanos, ¿verdad? ¿Deseas un corazón que palpite y que por tus venas corra sangre caliente? ¿Deseas ser la mujer del príncipe? Son cosas sin importancia en comparación con la vida, libre, y feliz, de una ondina. ¡Je, je! Pero conozco el secreto de la vida humana: si eso es lo que realmente deseas, yo puedo dártelo todo, bonita mía.
–¿Entonces qué debo hacer? –se impacientó Ondina–. Dímelo, estoy preparada.
–Bien, bien, como gustéis. En primer lugar, a cambio de la fórmula mágica me entregarás tu alma, tu vestimenta y tu maravillosa voz. Irás al palacio de tu príncipe muda y desprovista de tus encantos. Así podrás comprobar si realmente te ama. Pero cuidado: si por casualidad el príncipe te rechaza, si reniega de tu amor, estarás condenada a errar por el bosque en forma de fuego fatuo. Sólo volverás a convertirte en ondina vengándote del príncipe, matándolo. ¿Aceptas las condiciones, querida?
–Lo acepto todo –contestó Ondina–. Apresúrate a hacer tu trabajo.
Ondina, inmóvil, esperó pacientemente a que la hechicera acabara de preparar su brebaje de hierbas mágicas regado con varios licores… Luego, sin pronunciar una sola palabra, se tragó la desagradable pócima… y perdió la consciencia.
Cuando despertó, estaba al borde del lago con el príncipe inclinado sobre ella. Por primera vez, el joven la cogió en brazos y la llevó al palacio.
El rey recibió bien a la extraña prometida de su hijo. Sabía que, gracias a ella, el muchacho volvía a ser feliz. Pero las personas más cercanas a la familia real evitaban relacionarse con la hermosa doncella muda, como si no fuera de los suyos.
Sólo el príncipe le hablaba… y a Ondina era eso lo único que le importaba.
Había una persona en particular a la que no le agradaba la llegada de la joven: la reina. Pues estaba secretamente enamorada del príncipe y se había casado con el padre con la esperanza de poder, después de su muerte, casarse con el hijo.
Cuando se enteró de que el muchacho iba a tomar esposa, la reina decidió actuar. Preparó a escondidas dos pócimas cuyas recetas había aprendido en su lejano país. La primera se llamaba «muerte segura», y la segunda, «amor fulminante». Esa misma noche, en la cena, le sirvió la primera al rey…
Tres días más tarde, el anciano murió plácidamente mientras dormía. Era tan avanzada su edad que nadie se extrañó de su muerte.
Después de un mes de luto, según la costumbre, se preparó una gran fiesta en honor del príncipe que subía al trono. Durante el banquete, la reina le ofreció una delicada copa de oro.
–¡Brindemos por vuestro reinado, majestad! –exclamó sonriente–. ¡Que sea próspero y duradero para felicidad de todos nosotros!
En ese momento, Ondina estaba sentada a la diestra de su amado, sonriente y feliz.
El príncipe levantó la copa y bebió de un trago, sin sospechar nada, el segundo brebaje preparado por la reina…
De repente, miró extrañado a Ondina y le dijo con un tono muy frío:
–¿Qué haces tú a mi lado? ¡Éste es el lugar de la reina!
Ondina, turbada y confusa, buscó desesperadamente la mirada de su príncipe. Pero éste contemplaba a la viuda con todo el amor y el respeto del mundo. Y sin preocuparse más por la joven, como si de una simple silla se tratara, se levantó y cogió de la mano a la malvada mujer.
–Venid, mi bien amada –le dijo–. Reina erais y reina seguiréis siendo, pues mañana me casaré con vos.
Al día siguiente, cuando el príncipe salió de las habitaciones de la reina viuda, Ondina, más pálida que nunca, se echó a sus pies. No podía articular ni una palabra, pero sus ojos, bañados en lágrimas, hablaban por ella. Sin embargo, el muchacho no entendió nada.
–Deja de importunarme con tus llantos –la rechazó–. ¡Regresa a tus nenúfares, ese es tu sitio!
Y continuó su camino sin prestarle ni la más mínima atención.
Entonces la muda Ondina prorrumpió en un grito desgarrador. Al mismo tiempo, su cuerpo se hizo transparente y, acto seguido, se convirtió en un pequeño fuego fatuo que vagó un instante por los alrededores del castillo y después desapareció en lontananza…
Desde el renacuajo más diminuto hasta las ninfas y las hadas, todos los habitantes de las aguas lloraron la desgracia de la pobre Ondina.
–¡Por todos los sapos del mundo! ¡Sabes perfectamente que un hechizo es un hechizo! –respondió la anciana–. Si la ondina no mata al que la ha traicionado, yo no puedo hacer nada. Sólo cuando le arrastre a las profundidades del lago recobrará su vida de ondina; si no, será fuego fatuo para siempre.
Le suplicó una y otra vez que se vengara, pero ella siempre rechazaba la idea:
–Imposible, no puedo sacrificar la vida del príncipe; yo le sigo amando a pesar de todo. Perdóname, pero prefiero ser fuego fatuo a matarle.
Una tarde, un hermoso caballo gris saltó el muro del jardín real y se puso a caracolear delante del palacio. En ese mismo momento, el joven rey y su esposa estaban admirando desde la terraza la caída del sol.
–¡Qué animal más bonito! –exclamó el rey–. ¡Jamás he visto un caballo tan magnífico! ¿De dónde vendrá?
–¡Qué más da! –respondió la reina–. Intentad atraparlo; ¡es tan bonito!
¡Pero era más fácil decirlo que hacerlo! El rey se acercó al semental; el caballo se alejó unos pasos. El rey volvió a acercarse y el caballo se acercó de nuevo. Esa maniobra se alargó hasta que los dos alcanzaron el final del jardín, que estaba cerca del bosque. Entonces el corcel se quedó quieto y permitió que el rey se montara en él.
–¡Hurra! –gritó el joven girándose hacia su reina–. ¡Lo he domado!
Pero apenas había pronunciado esas palabras cuando el caballo saltó hacia delante, franqueó el muro y atravesó el bosque a galope tendido…
Unos instantes más tarde, el semental se metió en el lago, se paró en el medio y se encabritó para derribar al muchacho. El kelpie, el rey de las aguas, arrastró a su jinete a las profundidades…
La malvada reina, inquieta, salió en busca de su querido esposo. Cruzó el jardín: ¡no había nadie! Cruzó el bosque: ¡no había nadie! Llegó al borde del lago: ¡no había nadie!
Cuando iba a dar media vuelta, las hadas de las aguas la vieron y acudieron entre gritos:
–¡Miradla! ¡Qué perversa! ¡Ella es la que ha provocado la desgracia de nuestra Ondina! ¡No dejemos que se vaya! ¡Ahora nos toca a nosotras!
¡Y las hadas de las aguas, que pueden ser muy malas cuando están enfadadas, encerraron a la reina en un corro, obligándola a bailar sin descanso hasta morir!
Sin embargo, como dijo la anciana maga, un hechizo es un hechizo. A pesar de la muerte del rey y de la reina, Ondina siguió siendo un fuego fatuo, y se cuenta que continúa vagando por el lago, temblorosa y frágil, como buscando a su amado…
LA NIÑA DE LAS CAMPANILLAS
Érase una niñita impedida que no podía salir ni corretear con sus amiguitos que iban a visitarla de tarde en tarde porque se aburrían con ella, pues siempre estaba en su silla de ruedas.
Pero cosa extraña, la niñita, rubia y dulce, tenía aire feliz, especialmente cuando podía estar en su jardín.
Todo empezó un día en que lloraba a solas la amargura de su soledad. Una gentil campanilla azul le habló así:
-No llores, niña de los ojos azules. Nosotros te queremos y cantaremos para ti.
Y, ante el asombro de la pequeña, las campanillas azules, las rojas, las blancas, las amarillas, entonaron a coro una bonita canción y luego otra y otra...
A veces, las flores se turnaban para contarle fantásticas historias que distraían a la pobre solitaria. Y así un día y otro hasta que la niña pasó a una vida mejor.
No obstante, el misterio proseguía sobre su tumba. Siempre aparecía sembrada de campanillas blancas, rojas, azules y amarillas que nadie había puesto allí y que se mecían como en una eterna danza.
UNA MUÑECA PARA SYLVIA
La mamá y el papá de Sylvia estaban a salvo en el cielo. Todos sus hijos estaban con ellos... excepto la pequeña Sylvia, que se había quedado en la tierra.
Todas las noches, a la luz parpadeante de las estrellas, veían a su hijita dormida en la cama. Estaban contentos porque tenía una nueva casa segura y una nueva madre que la cuidaba. Pero veían que, algunas veces, su hija estaba sola y triste, y querían enviarle un regalo desde el cielo. Un regalo que fuese una amiguita con la que Sylvia pudiese jugar y con la que pudiese dormir por las noches.
Con la ayuda de los ángeles del cielo recogieron hilos dorados del sol y también hilos plateados de la luna. Y en el telar del cielo tejieron una tela para hacer una muñeca.
Cuando la muñeca estuvo preparada, uno de los ángeles la acunó en sus brazos y la llevó, desde el cielo estrellado, hasta la tierra. Cuando llegó a la nueva casa de Sylvia, entró por la ventana y dejó a la muñeca arropada junto a Sylvia. A la mañana siguiente, cuando Sylvia se despertó, su regalo estaba esperando para saludarla. El vestido de la muñeca tenía hilos de plata y oro que brillaban a la luz de la mañana. Sylvia se sintió feliz al verla y supo que era un regalo del cielo. La llamó Ángela, y la muñeca se convirtió en su amiga especial.
(A Doll for Sylvia)
El pequeño vigía lombardo - Edmondo di Amicis
En 1859, durante la guerra por la independencia de Lombardía, pocos días después de las batallas de Solferino y San Martino, donde los franceses y los italianos triunfaron sobre los austriacos, en una hermosa mañana del mes de junio, una sección de caballería de Saluzzo iba a paso lento, por una estrecha senda solitaria, hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la sección un teniente y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigas.
Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo para proporcionarse un bastón. En una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie: los aldeanos, izada su bandera, habían escapado por miedo a los austriacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de aire descarado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó el oficial parando el caballo-. ¿Por qué no has huido con tu familia?
-Yo no tengo familia -respondió el muchacho-. Soy expósito, huérfano. Trabajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.
-¿Has visto pasar a los austriacos?
-No, desde hace tres días.
El teniente se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando a los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado: no se veía más que un pedazo de campo. "Es menester subir sobre los árboles", pensó el oficial; y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un fresno altísimo y flexible, cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando primero el árbol y luego a los soldados; de pronto preguntó al muchacho:
-¿Tienes buena vista, chico?
-¿Yo? -respondió el muchacho-. Yo veo un gorrioncillo aunque esté a dos leguas.
-¿Sabrías tú subir a la cima de aquel árbol?
-¿A la cima de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.
-¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí arriba, si son soldados austriacos, nubes de polvo, fusiles que relucen, caballos...?
-Seguro que sabré.
-¿Qué quieres por prestarme este servicio?
-¿Qué quiero? -dijo el muchacho sonriendo-. Nada. ¡Vaya una cosa! Y después... si fuera por los alemanes, entonces por ningún precio: ¡pero por los nuestros!... Si yo soy lombardo.
-Bien; súbete, pues.
-Espere que me quite los zapatos.
Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se abrazó al tronco del fresno.
-Pero, mira... -exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por un repentino temor.
El muchacho se volvió a mirarlo con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante.
-Nada -dijo el teniente-; sube.
El muchacho se encaramó como un gato.
-¡Miren adelante! -gritó el oficial a los soldados.
En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas pero con el pecho descubierto, y su rubia cabeza, que resplandecía con el sol, parecía oro. El teniente apenas lo veía: tan pequeño resultaba allí arriba.
-Mira hacia el frente, y muy lejos -gritó el oficial.
El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla.
-¿Qué ves? -preguntó el teniente desde el pie del árbol.
El muchacho inclinó la cara hacia él, y, haciendo portavoz con su mano, respondió:
-Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.
-¿A qué distancia de aquí?
-Media legua.
-¿Se mueven?
-Están parados.
-¿Qué otra cosa ves? -preguntó el oficial después de un instante de silencio-. Mira a la derecha.
El chico dijo:
-Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen bayonetas.
-¿Ves gente?
-No; estarán escondidos entre los sembrados.
En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a perderse lejos, detrás de la casa.
-¡Bájate, muchacho! -gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Vente abajo.
-Yo no tengo miedo -respondió el chico.
-¡Baja!... -repitió el teniente-. ¿Qué más ves a la izquierda?
-¿A la izquierda?
El muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó todo lo que pudo.
-¡Vamos -exclamó-, la han tomado conmigo!-. La bala le había pasado muy cerca.
-¡Abajo! -gritó el oficial con energía, furioso.
-En seguida bajo -respondió el chico-, pero el árbol me resguarda; no tenga usted cuidado. ¿A la izquierda quiere usted saber?
-A la izquierda -dijo el teniente-, pero baja.
-A la izquierda -gritó el niño, dirigiendo el cuerpo hacia aquella parte-, donde hay una capilla, me parece ver...
Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho venir abajo, deteniéndose en un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después de cabeza con los brazos abiertos.
-¡Maldición! -gritó el teniente, acudiendo de inmediato.
El chico cayó a tierra de espaldas, y quedó tendido con los brazos abiertos, boca arriba: un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos: el oficial se agachó y le separó la camisa; la bala le había entrado en el pulmón izquierdo.
-¡Está muerto! -exclamó el teniente, acunándole.
-¡No, vive! -replicó el sargento.
-¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! -gritó el oficial-. ¡Ánimo, ánimo!
Pero mientras decía "ánimo" y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El teniente palideció y lo miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la hierba, se levantó y estuvo otro instante mirándolo. También el sargento y los dos soldados, inmóviles, lo miraban; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.
-¡Pobre muchacho! -repitió tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente niño!
Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el pobre niño muerto, dejándole la cara descubierta. El sargento colocó a su lado los zapatos, la gorra, el bastón y el cuchillo.
Permanecieron aún un rato silenciosos; después, el teniente se volvió hacia el sargento y le dijo:
-Mandaremos que lo recoja la ambulancia: ha muerto como soldado, y como soldado debemos enterrarlo.
Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó:
-¡A caballo!
Todos se aseguraron en las sillas, reuniéndose la sección, y volvió a emprender su marcha.
Pocas horas después, el niño muerto tuvo los honores de guerra.
Al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigió hacia el enemigo, y por el mismo camino que había recorrido por la mañana la sección de caballería, avanzaba en dos filas un bravo batallón de cazadores, que pocos días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino.
La noticia de la muerte del muchacho había corrido ya entre los soldados antes de que dejaran sus campamentos. El camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el pequeño cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arroyo, que estaba muy florida, arrancó las flores, y se las echó. Entonces todos los cazadores, conforme iban pasando, cortaban flores y las arrojaban sobre el muerto. En pocos momentos, el muchacho se vio cubierto de flores, y todos los soldados le dirigían sus saludos al pasar: ¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós, rubito! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós!
Un oficial le puso su cruz roja, otro lo besó en la frente, y las flores continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la bandera, con el rostro pálido y casi sonriendo, como si oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.
FIN
LA CADENITA DE ORO - Ada María Elflein
Allá por el año 1816, vivía en Mendoza, Argentina, una niñita huérfana llamada Carmen. Servía a una familia adinerada, cuyos niños la mortificaban de mil maneras, a cual más vergonzosa.
En aquellos días llegó a hablarse en la casa de un acontecimiento que interesó mucho a Carmen. Decíase que las señoras y niñas mendocinas regalaban sus alhajas al gobernador, para comprar caballos, mulas, ropas y armamentos.
Se mencionaba especialmente como iniciadora del ofrecimiento a la señora doña Remedios, esposa del señor gobernador.
Las señoras hablaban con entusiasmo de los montones de oro, plata y piedras preciosas que habían visto acumulados en la mesa del gran salón del Cabildo.
Carmen solía escuchar estas conversaciones, cruzada de brazos, mientras esperaba el mate para cebarlo; las entendía sólo a medias, como es de imaginar, porque en su cabecita de doce años no podía darse cuenta cabal de los acontecimientos de aquella época extraordinaria y heroica.
La verdad era ésta. El coronel don José de San Martín, gobernador de Cuyo, tenía en su mente el plan grandioso de formar un ejército, con el que tramontaría la gigantesca cordillera para atacar y destruir el poder de los españoles en Chile, y luego pasar al Perú, centro principal de la resistencia realista. Para llevar a cabo este proyecto inaudito, que nadie conocía aún en sus principales detalles, necesitaba recursos abundantes. Todo lo proporcionaba la provincia de Cuyo. San Martín pedía hombres, y Cuyo le daba sus hijos; pedía armas, y se fabricaban armas; exigía acémilas, y en filas interminables llegaban las recuas de mulas; necesitaba víveres, y venían los carros repletos de carne, harina, verduras, fruta, pastas, vino, aceite. Y si el gobernador pedía dinero, los cuyanos abrían sus arcas y cada cual daba lo que podía. Tan bien administrada se hallaba la provincia, que, como una mina inagotable, jamás se cegaron sus fuentes de riqueza.
Las mujeres también quisieron demostrar su espíritu de sacrificio, abnegación y patriotismo, y cuando la esposa del gobernador, doña Remedios Escalada de San Martín, lanzó la idea de que hiciesen donación de sus alhajas, respondieron con entusiasmo. No hubo una sola que dejara de acudir al Cabildo para ofrecer sus joyas a la patria naciente.
Por la noche, acurrucada en el miserable colchón que le servía de cama, Carmen seguía tejiendo el hilo de las ideas que la preocupaban. Había comprendido que eso de entregar al gobernador sus alhajas debía ser algo muy grande y generoso; una acción noble y digna de aplauso. ¡Oh, si también ella pudiera dar alguna cosa! ¡Deseaba tanto, tanto! hacer algo para que vieran que no era mala, ella a quien todos trataban de perversa, mentirosa, ladrona y otras muchas cosas indecorosas. Pero, ¿qué podría dar que fuese de valor? No tenía nada... Sí, sí, sí tenía algo. ¿Cómo había podido olvidarse de eso? Se sentó en la cama y desprendió de su cuello una delgada cadenita de oro con una medalla que representaba a la Virgen del Carmen. Su padre, antiguo arriero de la cordillera, se la había traído de Chile, y su mamita querida se la colgó al cuello diciéndole que le traería suerte. ¡Buenos tiempos habían sido aquellos en que vivieron sus padres! Nunca faltaron en su ranchito, el puchero, el pan, el mate, el arrope ni las frutas; nadie la reñía ni le pegaba y vivía feliz y contenta. Pero llegó el día en que hallaron a su padre helado en la cordillera; su madre, al saberlo, se enfermó de tal manera que no volvió a sanar, y murió al poco tiempo.
De todo esto se acordaba Carmen mientras hacía brillar la cadenita a la luz de la luna. Era de oro, el señor cura se lo había dicho, y puesto que era de oro, debía ser de gran valor. Quizá el gobernador pudiera comprar con ella un caballo o una mula o tal vez un cañón entero. ¡Qué cosa magnífica sería eso! Pero, ¿no se enojaría su madre si supiera que se desprendía de la cadenita? ¡Oh, no!, puesto que hacía una buena acción, y su madre misma le había dicho a menudo que debía ser muy buena y obediente.
Se durmió. En sueños creyó ver a la Virgen del Carmen sonriéndole; y cuando miró bien, vio que la dulce Señora tenía las facciones de su propia madre querida.
Por la mañana guardó la cadenita en el seno, y fue a su trabajo diario. No sabía bien cómo arreglárselas para que su alhaja llegara a manos del gobernador. No tenía a quién pedir consejo ni menos a quién confiar el encargo. Después de mucho pensar y revolver el asunto en su cabecita, decidió valerosamente ir ella misma.
Muy entrada la tarde pudo escabullirse sin peligro de que notaran su ausencia; y por las calles que invadían las primeras sombras de una tarde nublada de primavera, se dirigió rápidamente a casa del gobernador. La conocía, porque en la casa frontera vivía una familia amiga de sus patrones, adonde con frecuencia tenía que acompañar a las niñas cuando iban allí a jugar.
El paso ligero de Carmen se volvió un poco más lento y su corazón comenzó a latir muy fuerte.
Llegó al sitio que buscaba. En la calle hacía guardia un soldado del regimiento de granaderos, y en el marco de la puerta se apoyaba un joven oficial que vestía igual uniforme.
Carmen creía que en casa del gobernador se entraba así no más, e iba a pasar adelante sin preámbulos, cuando el oficial la sujetó del brazo.
-¡Eh, chica! ¿Adonde vas?
-Voy a ver al señor gobernador -repuso un poco asustada y al mismo tiempo con aire de importancia.
-¿Al señor gobernador, eh? ¿Y qué quieres con Su Excelencia?
-Yo..., yo venía a traerle una cadena de oro.
-¿Una cadena de oro? -repitió el joven, sorprendido-. ¿A verla?
-¡Ah, no! -dijo la chica retrocediendo con desconfianza.
-¡Pero si el señor gobernador ha mandado que todo lo que le traigan lo vea yo primero! -insistió con algo de impaciencia el oficial.
-Yo no quiero que la vea nadie más que él -replicó Carmen, apretando contra su pecho algo envuelto en un papel, mientras sus ojos negros miraban al joven con una expresión mezcla de temor y desafío.
Al oficial le hizo gracia la chiquilla, que resueltamente pedía hablar con el gobernador, y haciéndole seña de seguirle:
-Bueno, ven conmigo -le dijo-, vamos a ver si Su Excelencia está.
Llamó a una puerta y cuando respondieron “¡Adelante!”, abrió.
-¡Mi Coronel! Aquí hay una chica que está empeñada en hablar con usted.
-Veamos -contestó el coronel, dejando a un lado la pluma-. Hágala entrar.
Un segundo después, Carmen se hallaba en una pieza sencillamente amueblada.
-Qué querías, chiquilla?
Alzó ella un poco las pestañas y vio sentado, junto a una mesa llena de libros y papeles, a un oficial de rostro moreno, fino, y ojos negros, rasgados, que la miraban con bondad.
-No me tengas miedo -prosiguió don José de San Martín; pero la chica había perdido todo su aplomo. No sabía cómo empezar, y su idea de venir a ofrecer al gobernador la cadena le pareció de pronto un atrevimiento sin igual.
-Yo... yo... -comenzó, y se detuvo.
-Vamos a ver -animóla el coronel sonriente, y haciendo a su secretario seña de retirarse un poco-. ¿Me quieres dar algo? -agregó al notar un papelito en su mano.
Carmen hizo un signo afirmativo con la cabeza. San Martín atrájola a su lado, tomó el papel y lo desdobló.
-¡Qué linda cadena! ¿Y qué quieres tú que haga yo con ella?
-Yo... es para usted -contestó en voz tan baja, que el coronel tuvo que inclinarse mucho para oírla-. Yo creía que..., que usted..., que a usted le serviría para comprar cañones.
-¡Ah...! Has oído que las señoras ofrecieron al gobierno sus alhajas, y tú has querido dar algo. ¿No es así?
-Sí, señor -repuso tímidamente-. ¿Y podrá comprar cañones con ella? ¿Podrá hacerlo, señor?
-¡Cómo no! -replicó el coronel, disimulando la impresión profunda que le causaba aquel acto. Pesó gravemente en la mano la cadenita, que representaría apenas unos cuantos gramos-. Es oro verdadero -agregó-, y vale mucho. Pero, ¿tú tienes permiso para desprenderte de esta cadena?
-¡Oh, sí, señor, sí! -respondió, temerosa de que no se la aceptase-. Sí, señor; es mía.
-¿Pero puedes darla? ¿Quién te la regaló?
-Mi madre.
-¿Y tienes permiso de ella para regalarla?
-Ha muerto.
-¡ Ah, pobrecita! ¿No tienes madre? Y entonces, di: ¿cómo se te ocurrió venir aquí? ¿Quién te inspiró la idea? Vamos, cuéntame eso, no me tengas miedo.
Carmen paseó su mirada del coronel al secretario, con gravedad infantil. Luego la fijó en los ojos del coronel, y cobrando ánimo le refirió cómo había oído conversar a las señoras del ofrecimiento de sus alhajas para ayudar al gobernador; su aflicción por no poder dar algo ella también, hasta que de pronto se acordó de la cadenita; de las dudas que había tenido acerca, de si viviendo su madre le habría permitido desprenderse de ella; sus recelos y temores hasta el momento de decidir la difícil cuestión.
En aquellos días llegó a hablarse en la casa de un acontecimiento que interesó mucho a Carmen. Decíase que las señoras y niñas mendocinas regalaban sus alhajas al gobernador, para comprar caballos, mulas, ropas y armamentos.
Se mencionaba especialmente como iniciadora del ofrecimiento a la señora doña Remedios, esposa del señor gobernador.
Las señoras hablaban con entusiasmo de los montones de oro, plata y piedras preciosas que habían visto acumulados en la mesa del gran salón del Cabildo.
Carmen solía escuchar estas conversaciones, cruzada de brazos, mientras esperaba el mate para cebarlo; las entendía sólo a medias, como es de imaginar, porque en su cabecita de doce años no podía darse cuenta cabal de los acontecimientos de aquella época extraordinaria y heroica.
La verdad era ésta. El coronel don José de San Martín, gobernador de Cuyo, tenía en su mente el plan grandioso de formar un ejército, con el que tramontaría la gigantesca cordillera para atacar y destruir el poder de los españoles en Chile, y luego pasar al Perú, centro principal de la resistencia realista. Para llevar a cabo este proyecto inaudito, que nadie conocía aún en sus principales detalles, necesitaba recursos abundantes. Todo lo proporcionaba la provincia de Cuyo. San Martín pedía hombres, y Cuyo le daba sus hijos; pedía armas, y se fabricaban armas; exigía acémilas, y en filas interminables llegaban las recuas de mulas; necesitaba víveres, y venían los carros repletos de carne, harina, verduras, fruta, pastas, vino, aceite. Y si el gobernador pedía dinero, los cuyanos abrían sus arcas y cada cual daba lo que podía. Tan bien administrada se hallaba la provincia, que, como una mina inagotable, jamás se cegaron sus fuentes de riqueza.
Las mujeres también quisieron demostrar su espíritu de sacrificio, abnegación y patriotismo, y cuando la esposa del gobernador, doña Remedios Escalada de San Martín, lanzó la idea de que hiciesen donación de sus alhajas, respondieron con entusiasmo. No hubo una sola que dejara de acudir al Cabildo para ofrecer sus joyas a la patria naciente.
Por la noche, acurrucada en el miserable colchón que le servía de cama, Carmen seguía tejiendo el hilo de las ideas que la preocupaban. Había comprendido que eso de entregar al gobernador sus alhajas debía ser algo muy grande y generoso; una acción noble y digna de aplauso. ¡Oh, si también ella pudiera dar alguna cosa! ¡Deseaba tanto, tanto! hacer algo para que vieran que no era mala, ella a quien todos trataban de perversa, mentirosa, ladrona y otras muchas cosas indecorosas. Pero, ¿qué podría dar que fuese de valor? No tenía nada... Sí, sí, sí tenía algo. ¿Cómo había podido olvidarse de eso? Se sentó en la cama y desprendió de su cuello una delgada cadenita de oro con una medalla que representaba a la Virgen del Carmen. Su padre, antiguo arriero de la cordillera, se la había traído de Chile, y su mamita querida se la colgó al cuello diciéndole que le traería suerte. ¡Buenos tiempos habían sido aquellos en que vivieron sus padres! Nunca faltaron en su ranchito, el puchero, el pan, el mate, el arrope ni las frutas; nadie la reñía ni le pegaba y vivía feliz y contenta. Pero llegó el día en que hallaron a su padre helado en la cordillera; su madre, al saberlo, se enfermó de tal manera que no volvió a sanar, y murió al poco tiempo.
De todo esto se acordaba Carmen mientras hacía brillar la cadenita a la luz de la luna. Era de oro, el señor cura se lo había dicho, y puesto que era de oro, debía ser de gran valor. Quizá el gobernador pudiera comprar con ella un caballo o una mula o tal vez un cañón entero. ¡Qué cosa magnífica sería eso! Pero, ¿no se enojaría su madre si supiera que se desprendía de la cadenita? ¡Oh, no!, puesto que hacía una buena acción, y su madre misma le había dicho a menudo que debía ser muy buena y obediente.
Se durmió. En sueños creyó ver a la Virgen del Carmen sonriéndole; y cuando miró bien, vio que la dulce Señora tenía las facciones de su propia madre querida.
Por la mañana guardó la cadenita en el seno, y fue a su trabajo diario. No sabía bien cómo arreglárselas para que su alhaja llegara a manos del gobernador. No tenía a quién pedir consejo ni menos a quién confiar el encargo. Después de mucho pensar y revolver el asunto en su cabecita, decidió valerosamente ir ella misma.
Muy entrada la tarde pudo escabullirse sin peligro de que notaran su ausencia; y por las calles que invadían las primeras sombras de una tarde nublada de primavera, se dirigió rápidamente a casa del gobernador. La conocía, porque en la casa frontera vivía una familia amiga de sus patrones, adonde con frecuencia tenía que acompañar a las niñas cuando iban allí a jugar.
El paso ligero de Carmen se volvió un poco más lento y su corazón comenzó a latir muy fuerte.
Llegó al sitio que buscaba. En la calle hacía guardia un soldado del regimiento de granaderos, y en el marco de la puerta se apoyaba un joven oficial que vestía igual uniforme.
Carmen creía que en casa del gobernador se entraba así no más, e iba a pasar adelante sin preámbulos, cuando el oficial la sujetó del brazo.
-¡Eh, chica! ¿Adonde vas?
-Voy a ver al señor gobernador -repuso un poco asustada y al mismo tiempo con aire de importancia.
-¿Al señor gobernador, eh? ¿Y qué quieres con Su Excelencia?
-Yo..., yo venía a traerle una cadena de oro.
-¿Una cadena de oro? -repitió el joven, sorprendido-. ¿A verla?
-¡Ah, no! -dijo la chica retrocediendo con desconfianza.
-¡Pero si el señor gobernador ha mandado que todo lo que le traigan lo vea yo primero! -insistió con algo de impaciencia el oficial.
-Yo no quiero que la vea nadie más que él -replicó Carmen, apretando contra su pecho algo envuelto en un papel, mientras sus ojos negros miraban al joven con una expresión mezcla de temor y desafío.
Al oficial le hizo gracia la chiquilla, que resueltamente pedía hablar con el gobernador, y haciéndole seña de seguirle:
-Bueno, ven conmigo -le dijo-, vamos a ver si Su Excelencia está.
Llamó a una puerta y cuando respondieron “¡Adelante!”, abrió.
-¡Mi Coronel! Aquí hay una chica que está empeñada en hablar con usted.
-Veamos -contestó el coronel, dejando a un lado la pluma-. Hágala entrar.
Un segundo después, Carmen se hallaba en una pieza sencillamente amueblada.
-Qué querías, chiquilla?
Alzó ella un poco las pestañas y vio sentado, junto a una mesa llena de libros y papeles, a un oficial de rostro moreno, fino, y ojos negros, rasgados, que la miraban con bondad.
-No me tengas miedo -prosiguió don José de San Martín; pero la chica había perdido todo su aplomo. No sabía cómo empezar, y su idea de venir a ofrecer al gobernador la cadena le pareció de pronto un atrevimiento sin igual.
-Yo... yo... -comenzó, y se detuvo.
-Vamos a ver -animóla el coronel sonriente, y haciendo a su secretario seña de retirarse un poco-. ¿Me quieres dar algo? -agregó al notar un papelito en su mano.
Carmen hizo un signo afirmativo con la cabeza. San Martín atrájola a su lado, tomó el papel y lo desdobló.
-¡Qué linda cadena! ¿Y qué quieres tú que haga yo con ella?
-Yo... es para usted -contestó en voz tan baja, que el coronel tuvo que inclinarse mucho para oírla-. Yo creía que..., que usted..., que a usted le serviría para comprar cañones.
-¡Ah...! Has oído que las señoras ofrecieron al gobierno sus alhajas, y tú has querido dar algo. ¿No es así?
-Sí, señor -repuso tímidamente-. ¿Y podrá comprar cañones con ella? ¿Podrá hacerlo, señor?
-¡Cómo no! -replicó el coronel, disimulando la impresión profunda que le causaba aquel acto. Pesó gravemente en la mano la cadenita, que representaría apenas unos cuantos gramos-. Es oro verdadero -agregó-, y vale mucho. Pero, ¿tú tienes permiso para desprenderte de esta cadena?
-¡Oh, sí, señor, sí! -respondió, temerosa de que no se la aceptase-. Sí, señor; es mía.
-¿Pero puedes darla? ¿Quién te la regaló?
-Mi madre.
-¿Y tienes permiso de ella para regalarla?
-Ha muerto.
-¡ Ah, pobrecita! ¿No tienes madre? Y entonces, di: ¿cómo se te ocurrió venir aquí? ¿Quién te inspiró la idea? Vamos, cuéntame eso, no me tengas miedo.
Carmen paseó su mirada del coronel al secretario, con gravedad infantil. Luego la fijó en los ojos del coronel, y cobrando ánimo le refirió cómo había oído conversar a las señoras del ofrecimiento de sus alhajas para ayudar al gobernador; su aflicción por no poder dar algo ella también, hasta que de pronto se acordó de la cadenita; de las dudas que había tenido acerca, de si viviendo su madre le habría permitido desprenderse de ella; sus recelos y temores hasta el momento de decidir la difícil cuestión.
Una vez roto el hielo, se atrevió a desahogar su corazoncillo oprimido, confiando al coronel su triste vida desde la muerte de sus padres.
-¿Y no te cuesta desprenderte de la cadenita? -preguntó San Martín cuando terminó Carmen.
-Como todos le regalan a la patria, yo también quiero hacerlo.
Profundamente conmovido, el coronel estrechó a la chica entre sus brazos y la besó en la frente, pensando que el modesto tributo de esta niña valía más que los brillantes y perlas donados por personas que sólo daban algo de su abundancia, como en el eterno motivo de la parábola cristiana.
-Esta cadenita, Carmen -díjole-, yo te la agradezco en nombre de la patria. ¿Sabes tú lo que es la patria? No, porque todavía eres muy chica; pero cuando seas más grande lo comprenderás. Has entregado lo único que tienes, y eso da a tu regalo más valor que el de un montón de diamantes. ¿Quieres quedarte conmigo? Aquí nadie te reñirá ni pegará y aprenderás muchas cosas. ¿Quieres?
¡Que si quería Carmen! Desde que había muerto su madre nadie la había mirado ni hablado de esa manera. Se estrechó al coronel como lo habría hecho una hija, y prendida de su mano fue a presentarse a la señora doña Remedios.
Y en el mismo instante recordó que su madre le había dicho, al colgarle la cadenita, que ésta le traería suerte.
LA LLUVIA Y LAS PLANTAS
Caía la lluvia. Zarandeaba el viento las ramas de los árboles. La niña, cansada de su encierro, habló a la lluvia desde la ventana de su habitación:
—Lluvia, mala amiga, ¿por qué caes? Me tienes presa en casa. ¡Cesa ya de una vez! ¡Quiero ir a jugar!
La voz cantarina de la lluvia replicó:
—Las plantas, amiguita, tienen sed. Si agua no les doy, ni flores ni frutos darán después.
(Anónimo - Febrero, día 9; 365 cuentos de Susaeta)
SERENATA A UNA GATITA ASOMADA A LA VENTANA...
Micifuza está acatarrada. Su mamá le ha prohibido salir al jardín. Micifuza bosteza. Micifuza se aburre. A Micifuza se le hace interminable el tiempo. Micifuza no hace más que tosiquear. Micifuza lloriquea. Micifuza se acerca a la ventana del salón y aplasta su hocico contra el cristal...
Fuera, en la plaza del pueblo, los transeúntes van y vienen, se afanan, se cruzan en la calle, se saludan, intercambian unas palabras, sonríen, gesticulan, menean la cabeza, se separan, continúan su camino...
Micifuza lanza un gran suspiro. Micifuza se considera desgraciada. Micifuza dice para sí: "nadie piensa en mí..." Micifuza se siente muy enferma. ¡Pobre Micifuza! Pero sigue apegada a la ventana... no tiene otra cosa que hacer...
De pronto ve, justo delante de su casa, a un personaje extravagante, que se ha detenido y la mira. ¡Sí, la mira a ella, a Micifuza! Es una ardilla, vestida con una larga capa bordada, envuelto el cuello en insólitos collares de flores; bajo las patas delanteras tiene un estuche de guitarra. ¡Sí, la está mirando!
La gatita le hace una señal. Entonces la ardilla comienza una extravagante pantomima; saca su guitarra, la templa, se pone a tocar una melodía y entona una larga canción. Marca el compás con la cabeza; las flores de los collares laten al unísono. ¡Qué cómico resulta todo!
¡Detrás del cristal, Micifuza no oye nada, pero se divierte enormemente! ¡Sí, Micifuza está encantada! Micifuza ronronea de placer. ¡Micifuza aplaude! Micifuza palmotea de alegría con dos patitas sedosas. Micifuza se siente casi curada... Micifuza grita: "¡Bravo! ¡Muchas gracias, gentil ardilla!"
La ardilla tampoco oye nada, pero está encantada de ver los alegres gestos de la gatita, que parecía tan triste momentos antes... La ardilla deja la guitarra y se pone a hacer una espectacular serie de cabriolas y de piruetas. Después vuelve a coger la guitarra, hace a Micifuza una graciosa reverencia y, agitando su pata, agitando las flores, se aleja lentamente...
La serenata a la gatita asomada a la ventana ha terminado...
Pero Micifuza ya no está triste. Micifuza, solita delante del cristal, inventa saludos y reverencias. Micifuza toca una guitarra imaginaria. Micifuza da saltitos. Micifuza baila. Su mamá no comprende lo que está ocurriendo, ¡peor para ella!, pero se alegra porque el caso es extraordinario: ¡Micifuza ha recuperado la sonrisa!
DOÑA CLUECA, ENFERMERA
¡No reconoceríais a doña Clueca, con su toca de enfermera, su cuello almidonado y su delantal blanco! No os riáis. No es por el Carnaval por lo que se ha vestido así... ¡Es para cuidar mejor a sus siete polluelos! Sí, las cosas van mal: ¡todos a la vez han caído con sarampión!
¡Cuánto trabajo para la gallinita! Va de una cama a otra con su bandeja repleta de píldoras, polvos y tazas de tisana; a unos les da cordial, a otros píldoras...
¡Y tiene que cuidar del fuego! ¡Para que sus pollitos estén bien calientes! ¡Y hay que subir la leña, con lo pesada que es! ¡Y preparar los siete caloríferos!
Y, además, tiene que entretener a sus pequeños con diversos juegos, cantarles canciones infantiles, contarles bonitas historias...
¡Qué preocupaciones! ¡Qué ajetreo! ¡Doña Clueca la enfermera no sabe ya adónde acudir! Si tenéis algún momento libre, id a echarle una mano, que bien os lo agradecerá...
MEDIANOCHE
Es medianoche en el huerto...
El búho
encuentra muy insípido
su guisado.
¡El ruiseñor
entona su serie
de bemoles!
El conejo
juega a deslizarse
en el tomillo.
Es medianoche en el huerto...
LA TEMPORADA DE LAS CEREZAS
Ha llegado la temporada de las cerezas. El gatito se chupa los dedos: en el jardín de su mamá, el cerezo está cubierto de apetitosas bolitas rojas.
Sin pensarlo dos veces, el gatito trepa por el tronco, toma posición en la rama más gruesa y comienza el delicioso paladeo. ¡Pero desde lo alto del observatorio ve de pronto que el cerezo de la vecina parece más cargado de fruto, mejor provisto, y que las cerezas dan la sensación de ser más carnosas!
De nuevo, sin pensarlo dos veces, el gatito desciende del follaje, ¡aupa!, se encarama en el muro que separa los dos jardines, reflexiona unos segundos: "¿qué dirá la vecina?", retuerce la cola, hace unas muecas y decide: "¡Caramba, quien no se arriesga no gana!" y salta al césped del huerto ajeno... ¡Mira a su alrededor, no ve a nadie y se sube rápidamente al magnífico cerezo!
¡Qué festín, allá arriba, al abrigo del follaje! Decididamente, las cerezas de la vecina son mejores que las de su mamá: son más dulces, tienen un aroma especial, un gusto exquisito, sin la menor duda... ¡Nuestro gatito se da un atracón, embadurnándose los bigotes de rojo y salpicando su blusa azul de manchas violeta!
A la vecina, una jirafa de mal genio, que estaba tomando el fresco en la terraza, le llama de pronto la atención una extraña sombra azul que advierte en su cerezo. No tiene necesidad de largos razonamientos para identificar a tan insólito huésped...
Se levanta, atraviesa el jardín en tres zancadas y grita por todo lo alto:
--¡Ah!, ¡¿conque eres tú, granuja, quien me come las cerezas, eres tú el que entra en mi jardín como un ladrón?! ¡Vamos, baja de ahí enseguida! ¡Desciende del árbol, so tuno, o te voy a coger como a una cereza! ¡No me costará ningún esfuerzo, porque ya ves que tengo la misma talla que mi cerezo!
Al encontrarse bruscamente cara a cara con la jirafa, el gatito, que estaba entretenido apaciblemente en colgarse ramos de cerezas en las orejas, casi se queda sin aliento por la sorpresa.
¿Qué hacer? Ha caído en la trampa... Dirige en torno suyo una mirada aterrorizada. Se estremece. Tiembla. Pero, como está poseído de un espíritu aventurero, recobra el dominio de sí mismo y decide, cueste lo que cueste, escapar de la cólera de la jirafa. Para eso no ve más que una solución: hay que lanzarse al vacío, lo más lejos posible. ¡Se encoge para tomar más impulso, y, tras un vigoroso arranque, salta al aire!
...
Mala suerte: una rama lo sujeta por la blusa. ¡Qué pánico el suyo! ¡La jirafa lo va a atrapar! ¡Ahí está! El gatito patalea y se revuelve y gesticula tanto y tanto, que por fin la tela se desgarra y lo deja libre. Entonces, una hábil pirueta en los aires le hace aterrizar en el muro medianero. ¡Ya está salvado! ¡No le queda más que descender a su jardín! ¡Uf!, el gatito ha evitado la azotaina que la jirafa, conociéndola como él la conoce, no hubiera dejado de propinarle...
Por lo demás, oye gritar con cólera:
--Tienes la suerte de que los gatos caen siempre de pie, pero ¡aguarda, aguarda, que me parece que tu mamá va a pedirte cuentas por los jirones de tu blusa!
Que es lo que, en efecto, ocurre, para desgracia de nuestro gatito... Por algunas señales del banquete, por palabras sueltas y medias palabras, mamá Gata llega a conocer bien pronto la historia completa. Y deja a su minino sin postre, lo que, en suma, no era sino un castigo bien leve, ¡pues el gatito se había llevado al coleto, por anticipado, durante toda la tarde, copiosas raciones de cerezas!
HUMOR DE PERROS
¡Micifuza tiene hoy un humor de perros! Su mamá está desesperada...
--¡Micifuza, lávate los dientes!
--¿Para qué?
--¡Micifuza, vístete!
--¿Para qué?
--¡Micifuza, ponte los calcetines al derecho!
--¿Para qué?
--¡Micifuza, deja pasar a los mayores!
--¿Para qué?
--¡Micifuza, no interrumpas a papá!
--¿Para qué?
--¡Micifuza, levanta el codo cuando bebas!
--¿Para qué?
--¡Micifuza, no hables con la boca llena!
--¿Para qué?
--¡Micifuza, vete bien derecha!
--¿Para qué?
--¡Micifuza, vete de la mesa!
--¿Para qué?
--¡¡¡PARA QUE TE QUEDES SIN POSTRE!!!
--...
¡Mamá Gata ha ganado!
¡Esta vez, Micifuza no replica...
...y hace callar --¡ya era hora!-- a su humor de perros!
LA MUÑECA GATONITA
Micifuza viste a Gatonita, su muñeca preferida. Su amiga Siamesa la mira, la envidia y le dice:
--¿Me dejas tu muñeca?
--¡No!
--¿Por qué?
--¡Porque no!
--¡Ah!, bueno, ¡yo comprendo! --dice Siamesa, convencida y nada triste...
CARASSIO COLA-DE-VELO
Vivo en una casa de cristal,
doy vueltas y más vueltas en mi bocal,
mi color es de ópalo,
mis aletas parecen pétalos.
Como veis, no soy nada trivial,
y mi nombre es bien teatral:
¡me llamo Carassio Cola-de-Velo!
LA ABUELITA RASCACIA
¡Doña Rascacia es desde hoy abuela! ¡Su hija ha traído al mundo una docena de minúsculos rascacios rosas! Cangrejo, el telegrafista, ha venido hace unos instantes a anunciarle la fausta noticia.
La abuelita se apresura a ponerse en camino para admirar a los pececillos. Lleva en su maleta regalos para los recién nacidos: doce albornoces tejidos con las hierbas marinas más suaves y doce sonajeros de concha nacarada; para su hija, ha elegido un magnífico ramo de anémonas escarlata.
Nuestra buena Rascacia se da toda la prisa que pueda: nada con rapidez a lo largo de una ancha avenida de coral, se mete en una calle tranquila, bordeada de esponjas y de helechos, y por fin se detiene delante de una acogedora casita, excavada en una roca blanca. Siempre con la misma rapidez, doña Rascacia entra, abraza a su hija, la felicita, le da su ramo de "flores", luego se precipita en torno a las doce cunas, que son doce cascarones, adornados de cortinillas de finas algas, y durante largo tiempo se extasía contemplando a sus nietecitos:
--¡Qué preciosos! ¡Qué encantadores! ¡Esta pequeña nadadora es guapísima! ¡Mira, ese se parece a su papá! ¡Y aquel es el vivo retrato del hermano de su bisabuelo! ¡Qué monísimos! ¡Qué vivarachos! ¡Son los bebés más bonitos de todo el Mediterráneo!
Ni que decir tiene que nadie la contradice. En verdad, viendo a papá Rascacio, que contempla feliz a sus retoños, a la mamá, que sonríe detrás de su ramo de "flores", y a la abuela, que perora con animación, ¡no se sabe quién es el que está más encantado, más dichoso, y, sobre todo, sí, sobre todo, más orgulloso!...
Y al marcharse, vaciada la maleta, nuestra Rascacia repite, la trigésimasexta vez por lo menos:
--¡Qué contenta estoy! ¡Ah! ¡Qué contenta estoy de ser abuela!
POLLITOS Y PATITOS
Son las ocho de la mañana.
La gallina color café con leche, muy orgullosa de su nueva pollada, cobija con una tierna mirada a sus ocho crías de semblantes vivarachos y de piquitos puntiagudos.
La pata color chocolate, muy ufana con sus ocho patitos, se extasía contemplando sin cesar sus caritas risueñas y sus ojos picaruelos.
***
Mediodía.
La gallina y la pata, cada una por su lado, llevan de paseo a sus bebés de plumas.
La gallina color café con leche se pavonea, porque sus ocho polluelos tienen un bonito andar, ligero, gracioso, decidido, bien derecho y acompasado. Observa con aire de superioridad a los pobres patitos, que pasan las mayores fatigas del mundo para sostener sus patitas y más aún para dar algunos pasos: ¡dan traspiés, zigzaguean, basculan hacia adelante, patinan hacia atrás, se tambalean, tropiezan con cada piedra!
Y la gallina cacarea:
--¡Ah! ¡Qué desmañados!
***
Son las cinco de la tarde.
La gallina y la pata, seguidas de sus graciosos retoños, se encuentran por casualidad cerca de la charca. Una y otra han venido a disfrutar del aire de la tarde en la orilla del agua. De pronto, la pata color chocolate, con un alegre ¡cua, cua!, se lanza, la primera, a la charca. Bajo las miradas de asombro de la gallina color café con leche, los ocho patitos, que van detrás de su mamá, gritan ¡cua, cua!, y todos ellos ejecutan una perfecta zambullida. Después, en fila india, nadan como campeones entre los cañaverales. Se lanzan hacia adelante, dan la vuelta y giran con agilidad, y rivalizan en velocidad con su mamá. ¡La pata no puede ocultar su placer de ver tan espabilados a sus queridos pequeñuelos! En cuanto a la gallina, no se atreve a decir nada: las proezas de los ágiles patitos han hecho bajar inmediatamente su cacareo, y ella lamenta haberse apresurado al tratarles de desmañados... Sus ocho pollitos admiran sin reserva a los jóvenes bañistas: comprenden muy bien que jamás se atreverán a poner ni siquiera la punta de sus patas en el agua...
***
Son las ocho de la noche.
La gallina color café con leche y la pata color chocolate velan el sueño de sus polladas; las dos mamás están serenadas...
"Es cierto --se dice la gallina-- mis pequeños no saben nadar, pero por lo menos andan a la perfección. Así que mis polluelos y los patitos están iguales..."
"Ya veo --se dice la pata-- que mis pequeños andan muy mal, pero la verdad es que nadan y bucean a las mil maravillas. Y, después de todo, cada cual tiene su especialidad..."
LA CONEJINA PATINA...
Ha helado mucho por la noche. La charca está cubierta por una gruesa capa de hielo.
Arrebujada en su esclavina, la conejina patina...
Su mamá le ha dicho:
--¡No estés mucho rato! ¡Hace mucho frío, te vas a helar!
Arrebujada en su esclavina, la conejina patina...
Comienza a nevar. Los copos se arremolinan. Va siendo tarde...
Arrebujada en su esclavina, la conejina patina...
Su mamá la llama:
--¡Entra, está oscureciendo, y además tus hermanos van a terminar pronto el pastel!
Arrebujada en su esclavina, la conejina se quita los patines...
¡...Se quita los patines y se va, corre que te corre, hacia la cocina!
Alegría del cronopio
Encuentro de un cronopio y un fama en la liquidación de la tienda La Mondiale.
-Buenas tardes, fama. Tregua catala espera.
-Cronopio cronopio?
-Cronopio cronopio.
-Hilo?
-Dos, pero uno azul.
El fama considera al cronopio. Nunca hablará hasta no saber que sus palabras son las que convienen, temeroso de que las esperanzas siempre alertas no se deslicen en el aire, esos microbios relucientes, y por una palabra equivocada invadan el corazón bondadoso del cronopio.
-Afuera llueve- dice el cronopio. Todo el cielo. -No te preocupes- dice el fama. Iremos en mi automóvil. Para proteger los hilos.
Y mira el aire, pero no ve ninguna esperanza, y suspira satisfecho. Además le gusta observar la conmovedora alegría del cronopio, que sostiene contra su pecho los hilos -uno azul- y espera ansioso que el fama lo invite a subir a su automóvil.
(Julio Cortázar)
Costumbres de los famas
Sucedió que un fama bailaba tregua y bailaba catala delante de un almacén lleno de cronopios y esperanzas. Las más irritadas eran las esperanzas porque buscan siempre que los famas no bailen tregua ni catala sino espera, que es el baile que conocen los cronopios y las esperanzas.
Los famas se sitúan a propósito delante de los almacenes, y esta vez el fama bailaba tregua y bailaba catala para molestar a las esperanzas. Una de las esperanzas dejó en el suelo su pez flauta -pues las esperanzas, como el Rey del Mar, están siempre asistidas de peces flauta- salió a inprecar al fama, diciéndole así:
-Fama no bailes tregua ni catala delante de este almacén.
El fama seguía bailando y se reía.
La esperanza llamó a otras esperanzas, y los cronopios formaron corro para ver lo que pasaría.
-Fama -dijeron las esperanzas-. No bailes tregua ni catala delante de este almacén.
Pero el fama bailaba y se reía, para menoscabar a las esperanzas.
Entonces las esperanzas se arrojaron sobre el fama y lo lastimaron. Lo dejaron caído al lado de un palenque, y el fama se quejaba, envuelto en sangre y su tristeza.
Los cronopios vinieron furtivamente, esos objetos verdes y húmedos. Rodeaban al fama y lo compadecían, diciendole así:
-Cronopio cronopio cronopio.
Y el fama comprendía, y su soledad era menos amarga.
(Julio Cortázar)
ES PREFERIBLE CALLAR
En cierta ocasión, una niña que estaba jugando con sus amiguitas entró corriendo en su casa y, dirigiéndose a su madre con excitado acento, le dijo:
-¡Ay, mamá, si supieras lo que dicen de Teresa! Me acaban de contar que...
-Espera, hija, espera -le interrumpió la madre- y antes de decírmelo escúchame bien: ¿Has hecho pasar lo que te han contado de tu amiguita por los tres tamices?
-¿Tamices? ¿Qué tres tamices, mamá?
-Verás: el primer tamiz se llama Verdad. ¿Sabes si es cierto lo que vas a decir?
-Yo no sé, realmente... Pero Luisa me contó que María le dijo a Juana que Teresa...
-¡Basta, basta! Eso tiene demasiadas vueltas. Ahora, con respecto al segundo tamiz, se llama Benevolencia. ¿Es benévolo lo que vas a decir?
-En verdad, mamá... no... no lo creo.
-En cuanto al tercer tamiz, se llama Necesidad. ¿Es necesario que cuentes lo que te han dicho de tu amiguita?
-No, mamá; no es necesario que lo repita.
-¿De modo que lo que ibas a decirme no es necesario ni benévolo, ni... quizá, tampoco cierto? En tal caso, hija mía, ¿no te parece mejor que lo calles?
-¡Ay, mamá, si supieras lo que dicen de Teresa! Me acaban de contar que...
-Espera, hija, espera -le interrumpió la madre- y antes de decírmelo escúchame bien: ¿Has hecho pasar lo que te han contado de tu amiguita por los tres tamices?
-¿Tamices? ¿Qué tres tamices, mamá?
-Verás: el primer tamiz se llama Verdad. ¿Sabes si es cierto lo que vas a decir?
-Yo no sé, realmente... Pero Luisa me contó que María le dijo a Juana que Teresa...
-¡Basta, basta! Eso tiene demasiadas vueltas. Ahora, con respecto al segundo tamiz, se llama Benevolencia. ¿Es benévolo lo que vas a decir?
-En verdad, mamá... no... no lo creo.
-En cuanto al tercer tamiz, se llama Necesidad. ¿Es necesario que cuentes lo que te han dicho de tu amiguita?
-No, mamá; no es necesario que lo repita.
-¿De modo que lo que ibas a decirme no es necesario ni benévolo, ni... quizá, tampoco cierto? En tal caso, hija mía, ¿no te parece mejor que lo calles?
CANCIÓN DEL MATE DE LECHE
En el pozo del mate
llueve
y en la yerba
la leche
se pone bien verde.
Canta la pava en llamas
alborotada
saltan chisporroteos
en tu mirada.
En el pozo del mate
llueven tus chispas
y no puedo tomarlo
de pura risa.
de pura risa.
Cajitas
Junto cajitas. Cajitas esmaltadas, cajitas de madera pintada, cajitas de cristal, de porcelana, de metal, de cartón, de nácar, todas chiquitas.
En esas cajitas guardo los pedacitos de la felicidad. Porque la felicidad no es un enorme friso en la pared, sino un rompecabezas de piezas diminutas que se arma de a poquito.
Y no tiene una figura fija, preconcebida, sino varias figuras, todas cambiantes, que pueden variar según los días, según las horas, según los lugares…
Vos me enseñaste eso. Y muchas de esas cajitas tienen partes tuyas.
No… no lo aprendí enseguida… me llevó tiempo… Cuando tu vida se apagó, el miedo y la soledad hicieron nudos con mis tripas. Golpeaba todas las puertas con terror de no ser escuchada, de no ser recibida. Y me juraba, cada día, golpear otras puertas y otras y otras, sin importarme quién las abriera, quién sería capaz de oír el sonido de campana al viento que emitía mi corazón… una campana de barco en medio del océano, una campana de catedral en medio del desierto, una campana quejumbrosa con sonido de pena y manantial al mismo tiempo… Hasta que empecé a abrir las cajitas. En una encontré un fósforo, uno de esos fósforos con los que encendías mis cigarrillos, y aunque casi no fumo, prendí uno y traté de hacer espirales con el humo, como hacías VOS.
En otra encontré unas tierritas de colores, de Purmamarca, y el norte le trajo paz y color al sur de mi inquietud, con su placita de vendedores de pesebres, su aire de celeste transparencia, sus montañas redondas… En la de porcelana, una rosa seca y un papel dobladito: “quinto aniversario”.
En la de plata, una medalla bendecida de la Virgen de Luján. Arena de la playa mansa,
monedita de austral, un coralito africano, una entrada de cine, un boleto capicúa, un anillito que perdió la piedra, un cuarzo casi dorado, una plumita de colibrí… Todos itinerarios de caminos que recorrimos juntos y yo vuelvo a caminarlos llevando tus pasos encima de los míos, ahora que tus pasos no pesan nada porque son de apenas airecito, de apenas aleteo de mariposa, de apenas una lágrima… Ya ves, ya no golpeo puertas, sólo abro cajitas para no estar tan sola.
Pero, eso sí, al mismo tiempo, abro también mi corazón…
LA PALABRA QUE CURE LAS HERIDAS
Iba caminando delante de mí, tomada de la mano de su mamá, con una mediecita caída y la otra no, las florcitas celestes de su vestidito arracimándose, como pequeños cielos repartidos sobre la tela, y el pelito de seda, dócil y apenas una lluvia enrulada por el aire.
Cada tanto levantaba la carita para preguntar algo y la mamá sonreía.
Iban tranquilas. Sin apuro.
Eran todas las mamás y todas las nenas, un resumen hermoso en la tarde serena.
Eran, también, mi hija y yo hace unos años cuando yo no tenía todas las respuestas pero las inventaba. Lo que tenía era la risa. Lo que tenía era el futuro iluminado y el bello cansancio de las cosas que ahora ya no hago y por eso me cansan… han dejado un vacío en mis horas.
La niña me necesitaba y me amaba sin condiciones para amarme.
La niña aceptaba todo de mí: mi forma de vestirme, de peinarme, de resolver problemas, de
vivir.
Ella apretaba mi mano fuerte, fuerte, y frotaba sus mejillas redondas en mis mejillas también redondas.
Acurrucaba su cuerpo contra mi cuerpo, tibiecita y era la rama florecida de mi árbol. Una prolongación de mí.
No buscaba una doble lectura en mis palabras.
No exigía. No miraba de reojo.
Yo elegía sus zapatitos blancos o de negro charol.
Y todo estaba bien.
Porque la amaba y me amaba y nada entorpecía ese amor.
Ahora… ella mujer y yo tan sola (porque a mí me tocaron los dolores que marcan la soledad como una cicatriz) – todo ha cambiado.
Ya no soy la que elige sus zapatos, y ella corrige mis elecciones.
He dejado de ser inteligente.
Escondo lo que siento de verdad porque temo su juicio.
Fui una tonta al no sacar mi entrada para ir a ver a Sting.
- Desde casa, por la pantalla del televisor, el espectáculo fue perfecto… Tomé café, sentada en un sillón… no tuve frío ni temí la lluvia…
Ella se encoge de hombros. “No es lo mismo”, replica. “No es la vida”.
Y a mí me da pereza explicarle que a su edad yo temblaba de frío en el invierno. Que tenía
miedo de llegar tarde al trabajo y me reprendieran. Que los días quince comenzaba a contar las monedas para llegar a fin de mes. Que si no hubiese tenido éxito con mis libros, nunca hubiera podido tener la casa propia”.
Soy, para ella, una especie de tonta que no sabe disfrutar de las cosas.
Tal vez tenga razón.
Me costaron tanto, que las cuido.
Y las quiero.
Quiero mi Platerito de madera, todas las chucherías que los amigos y los lectores me mandan de regalo. Las atesoro. Cada una de ellas posee un significado y un mensaje. Quiero los libros subrayados, las copas de cristal que pagué en mensualidades, el mantel de las grandes ocasiones. No me gusta que revuelva mis papeles ni mis fotografías, porque es como si hojeara mi vida viendo con ojos críticos o burlones lo que es sagrado para mí.
Ella ha crecido.
Es más grande que yo.
Es más sabia.
Es menos frágil.
Tuvo más posibilidades y más tiempo para seleccionar lo mejor de la vida, mientras yo me golpeaba, me equivocaba, me quedaba sin aliento armando el difícil rompecabezas del presente sin vuelo, del futuro sin problemas.
Y estoy aquí, siempre aguardando su llamado o su visita apresurada, porque tiene que hacer tantas cosas
Y entre su entrada ruidosa y su salida al trotecito (esta niña mía no aprendió nunca a caminar denuncie), una frase que me golpea la boca del estómago que le corta la res respiración
- Mirá mamá, vos hacé lo que quieras, pero a mí me parece que …
Ella lo dice al pasar.
No oye lo que respondo, de modo que no contesto nada. Y se va.
El mundo la aguarda fuera de esta puerta. Es hermosa y es buena. Creo que es más generosa que yo.
Y que si se ocupara realmente de darle forma a lo que siente, podría ayudar a mejorar el mundo en que vivimos.
Sin duda, sufrirá menos que yo.
Con algún granito de arena habré contribuido para que fuese más fuerte y decidida, menos temerosa de lo que soy.
Ella sale por esa puerta, deja impregnada la casa con su perfume algo sofisticado, y yo me quedo sola.
Solemne soledad la mía.
Maravilla, mi perra, se pone como loca cuando lloro. Entonces no lloro, porque me apena verla acongojada.
Se ovilla a mis pies mientras escribo. Mueve la cola, alborozada, – cuando la llamo mi compañerita.
Tal vez ella sí sabe que yo tengo miedo.
Que me da vergüenza.
Que me encierro y a veces me paso horas rezando mi rosario y pidiéndole a Dios que me ayude, que me dé una respuesta, que me muestre el camino, que me tienda una mano con temperatura humana, que alguien sepa obligarme a vivir lo que me queda de vida, alguien sin miedo, a quien no pueda discutirle nada, alguien que me entienda y me conmueva y no me dé tiempo a titubear ni a contradecirlo.
Alguien que me vea. Soy así ni demasiado linda, ni poderosa, ni invencible, con bosquecitos dentro de los ojos, y todo un cielo estrellado en el torrente de mi sangre. Soy buena compañera para los silencios y para las charlas amanecidas. Pongo el hombro en la lucha, y en la paz puedo ser una isla arbolada, una plaza con tilos florecidos.
Oh, iba caminando delante de mí, tomada de la mano de su mamá. Entregada y pequeña!
Ahora yo soy la niña entregada y pequeña que busca la palabra encendida que no queme, que simplemente alumbre. La palabra que cure las heridas…
CARTA A UNA HIJA
Por si no estoy cuando ya sepas leer con los ojos y con el corazón al mismo tiempo.
Cuando te miro, Verónica, tan chiquita, tan redonda, con tu pelito de seda, haciendo
morisquetas frente al espejo, soy feliz… y tengo miedo.
Porque el miedo es un raro ingrediente de la felicidad, sobre todo de esta felicidad mía tan
pulida, tan dulce, tan nueva. Ahora no lo entiendes, claro, tienes nada más que un año, un añito que pregonas con tu índice en alto y una sonrisa de solo seis dientitos de conejo.
Ahora tu mundo se reduce a los pajaritos de cartulina que papá colgó del techo de tu cuarto y el aire mueve constantemente para tu asombro y tu alegría. Y a la muñeca que buscando tu amistad solo encontró que te diviertas tirándola al suelo desde tu cuna. Y al muñeco de celuloide pintado de rosa que tiene campanas en la barriga y suena a gloria cuando lo mueves.
Ah… tu mundo… tu mundo de sopa, de puré, de torpes balbuceos, de rodillas sucias de gatear por el piso, de chupetes, de pañales, de agua tomada con bombilla y verdaderas proezas para sacarle las perillas al televisor. Es un mundo chiquito, vigilado, seguro, con olor a colonia para bebés.
Un mundo que cabe en la palma de tu mano gorda. Yo estoy en ese mundo, soy una enamorada de ese mundo. Sí, Verónica, ahora mamá está. Lloras de noche y corre a tu cuarto, te acaricia la cabeza, te dice que vuelvas a dormirte. Mamá ya te conoce bien, sabe todo lo que te gusta y lo que no te gusta, y cuando pone sus ojos sobre ti, te estudia, te analiza, trata de comprenderte, de aprender cual es el camino que llega a tu corazón, para transitar siempre por él.
Y ese es mi miedo. Hoy estoy aquí, tan cerca de ti, pensando la manera de hacerte feliz, segura de que a mi lado encontrarás la dicha. Pero… ¿si me muero antes de que seas grande?
¿Y si me muero antes de poder responder a todas tus preguntas, antes de poder aclarar tus
dudas, antes de poder secar las lágrimas de tus primeras desilusiones, esas que duelen tanto?
No, no tengo que morirme, no quiero.
Pero si me muero, quiero dejarte entre muchas cosas (mi vida, mis sueños, mi inmenso amor por ti) una carta para que la leas con los ojos y con el corazón al mismo tiempo. Y sientas que estoy a tu lado, que estirando la mano puedes tocarme en el aire y afinando el oído puedes escuchar mi voz y mi risa (porque por sobre todas las cosas quiero que te acuerdes de mi risa…)
Verónica, gorrión, esta es la carta:
“A tu alrededor hay un mundo con todo lo que conoces, con todo lo que amas. Mas allá, un mundo grande, bello y peligroso, donde te espera todo lo que te hará mujer: el amor, la decepción, la angustia, el llanto, la felicidad.
Para entrar a ese mundo no uses cábalas, no cierres los ojos, pero tampoco los abras con la
intención de ver todo lo malo, lo negativo, lo gris.
No cierres tu corazón con siete llaves… pero tampoco lo dejes sin ninguna cerradura. No te guardes todo, pero no lo des todo. No pienses que los caminos son fáciles y te lances a andar con los pies desnudos, las manos abiertas y los ojos lavados con el agua de los arroyos limpios.
Tienes que llevar algo para el viaje, para cualquier viaje que emprendas; un equipaje sencillo y necesario que te ayude y te proteja: la pequeña armadura de tu voluntad para recuperarte de las caídas, así ninguno de los golpes que recibas llegará a romper tu fe; la ternura, porque con la ternura se curan los pajaritos enfermos, se hace reír a los niños y se llena de alegría el corazón de los que queremos.
Y lleva amor, mucho amor, para los que te amen y para los que te odien. Porque alguien te va a odiar, no sé quien y no sé por que… alguien te va a odiar sin motivos para odiarte, y el que odia, Verónica, no es malo… solamente está enfermo.
Recuerda que en tu mundo viejo y en tu camino nuevo tienes un amigo. Es un hombre que te conoce desde que naciste. Es un hombre que te quiere más que a sí mismo y, aún no comprendiéndote, aún equivocado, siempre va a buscar lo mejor para ti, te va a proteger, te va a ayudar.
¡Un hombre que hará por ti lo que sea necesario hacer y más!
Un hombre que busca tu luz para iluminarse y busca tu risa para sentir que la vida no se ha vivido en vano. Un hombre que cuando eras chiquita te compró unos pajaritos de cartulina blanca y negra y los colgó del techo de tu cuarto con hilo de coser. Papá. Tu papá, Verónica.
Puede ser que lo encuentres muy severo o demasiado intransigente… pero si tienes algún problema acércate a él y díselo.
No hallarás mejor amigo que quien ha pasado noches en vela cuando estabas enferma y rezó por ti cuando ya había olvidado las palabras de las plegarias, y lloró de emoción la primera vez que lo llamaste “papá”. Y, al fin, no quiero engañarte, decirte que te dejo en un mundo de rosas, ruiseñores y todas cosas bellas… Pero tú puedes hacer que tu corazón las invente y cuando lo lastime una espina, sepa que detrás de la espina está el maravilloso milagro de una flor.
TU MAMÁ
La niña de la caja de cristal
En nuestro pueblo vivía una maravillosa y pequeña muchacha. Era tan delicada que su preocupada madre la encerró en una caja de cristal. Esta caja debía proteger a la niña del viento y de la lluvia, de la enfermedad y de todo peligro. Ni el menor polvillo podía tocar su blanco vestido, ninguna palabrota ofender su oído. La buena madre quería proteger a su hijita de toda la maldad del mundo.
La caja de cristal estaba montada sobre cuatro ruedas, y de esta manera se podía sacar también al jardín. En éste la niña podía contemplar, a través de los cristales de su casita, las flores; alegrarse cuando las aves cantaban y los niños brincaban alegremente. Ella, en cambio, estaba sentada inmóvil en su sillita; estaba delicada, y de día en día se volvía más pálida.
La madre no perdía de vista ni por un momento la caja de cristal. Pero un día tuvo que alejarse de la casa por un par de horas. Entonces penetró por los cristales un pequeño duende y le dijo solamente:
-¡Jujujui!
Como un latigazo sobre un caballo, este grito hizo estremecerse a la niña encerrada en la caja de cristal. Sus ojos se movieron a derecha e izquierda, hacia arriba y hacia abajo, y lo que vieron a su alrededor era alegría y vida.
Afuera reinaba el otoño, y el viento celebraba una fiesta. El viento invitó a ésta a cien mil huéspedes: a todas las hojas pardas, rojas y amarillas de los árboles.
-¡Vengan! -les gritó-. ¡Vamos a bailar!
Las hojas saltaron de las ramas y danzaron. Danzaban solas y en parejas, y danzaban también en grandes corros. Vinieron los niños de la calle y danzaron también alegres con ellas.
Entonces la pequeña niña olvidó que estaba tan delicada que ningún viento ni lluvia ni polvo podían tocarla, ni podía oír ninguna palabrota. Sin poder contenerse, gritó:
-¡Espérenme, voy también con ustedes!
Pero las puertas de la casita de cristal estaban cerradas. Fue inútil que las sacudiera y tirara de ellas.
-¡Ábranme! -rogó la niña.
Al oír sus gritos, todos los niños cesaron de danzar y rodearon la pequeña casita de cristal; pero nadie la supo abrir pese a sus esfuerzos.
Entonces vino el viento. Éste no trató de levantar el pestillo. Sacudió e hizo estremecer toda la casita de vidrio. Y, finalmente, hizo sencillamente: ¡Plaf!, golpeando con sus fuertes puños contra los cristales. ¡Oh, cuán alegre sonó! La casita de cristal quedó rota, y la pequeña prisionera salió de un brinco de su interior.
¡Qué maravilloso era el aire allí afuera! ¡Y cuán grande y amplio era el mundo! Allí se podía danzar. Las hojas danzaban, los niños danzaban. Los delantales y las faldas y las cabelleras danzaban, y, más alegre que ninguno, danzaba también el corazón de la niña. El viento silbaba una cancioncilla, y los niños gritaban jubilosos de alegría.
De repente apareció la madre. Al ver a la niña fuera de la casita, juntando las manos derramó grandes lágrimas. Temía que ahora se enfermara la delicada niña… y moriría.
Pero la niña no se puso enferma ni tuvo tampoco que morir. Sus mejillas se colorearon, brillaron más claros sus ojos, y toda ella floreció y se hizo cada día más bella.
-¡Jujujui! -rio el duendecillo, mientras la madre recogía los pedacitos de cristal.
Luego saltó a horcajadas sobre el viento, y éste se lo llevó consigo. ¿Adónde? Esto no lo he sabido yo nunca, pues en su gran prisa se olvidó de contármelo.
FIN
El hada de los deseos
La pequeña Margarita estaba sentada junto al arroyuelo debajo de una florida mata de saúco. Las vacaciones, el verano, el resplandor del sol y el libro de cuentos sobre el regazo: esto constituía todo su paraíso. Pero allí, enfrente, en la casita, su madre tenía trabajo a manos llenas.
Margarita contemplaba las luminosas olas, y soñaba. De repente exclamó en voz alta:
-¡Oh, yo desearía ser el hada de los deseos! Poder decir: “Madre, ¿qué quieres tú? ¡Madre dime tus deseos! Todo lo tendrás tú.” ¡Sería maravilloso!
-¡Así sea! -dijo una voz a sus espaldas.
¿Había descendido el hada del libro de cuentos? Por su aspecto, no lo parecía ciertamente. No llevaba ningún vestido tejido de rayos de sol, ni tampoco ninguna diadema en los cabellos, pero sí dos ojos llenos de bondad, aunque, claro está, un hada puede adoptar toda clase de figuras. Esta vez se parecía, sin embargo, a la anciana mujer del mensajero, con su tosca falda de lana gris. Llevaba un pesado cesto del brazo y dijo, sonriendo a la niña, al alejarse:
-Tú eres ya un hada de los deseos. Lo que ocurre es tan sólo que no has probado nunca, hasta ahora, tu poder. ¡Ve hacia tu madre! Tú puedes convertir en realidad todos sus deseos.
La pequeña Margarita la contempló asombrada. ¿No sería un sueño? Alargó los brazos, miró hacia la radiante luz del sol y exhaló luego un profundo suspiro. Después se apresuró, a grandes saltos, por el sendero de la pradera, al encuentro de su madre.
-¡Madrecita! ¿Tienes tú algún deseo?
-¡Oh, sí! Ve corriendo hasta la aldea y compra sal para la sopa.
La niña se rió y voló montaña abajo. ¡Cuán maravilloso era poder convertir en realidad los deseos!
-¡Madrecita, desea otra cosa! -rogó Margarita a su regreso.
-Si alguien me pusiera la mesa, estaría yo muy contenta.
Se rió de nuevo la chiquilla. Mantel y cubiertos fueron rápidamente colocados, sin olvidar tampoco los vasos ni el cestito del pan, y todo le salía tan ligero de la mano como es propio de una deliciosa hada de los deseos.
-¡Y ahora, el tercer deseo, madrecita!
-Niña, que no hables siempre tanto durante la comida. Papá necesita un poco de tranquilidad en las vacaciones.
-¡Sea! -dijo Margarita sonriendo a la madre-. Y así fue: durante la comida no pronunció una sola palabra, si no era preguntada.
-¿Qué le ocurre a nuestra Margarita? Está completamente cambiada -se admiró el padre.
-Soy el hada de los deseos -gritó, jubilosa, la niña-, y desde ahora realizaré siempre los deseos de mi madrecita.
Entonces la madre, llena de alegría, juntó las manos. Miró a su hija como si la viera por primera vez. Margarita estaba junto a la ventana y los rayos solares resplandecían sobre la blonda cabellera. Toda la muchacha resplandecía. Parecía verdaderamente una pequeña hada, por lo que la madre exclamó:
-¡Cuán grande es mi suerte!
FIN
El libro de canciones
Las clases en la escuela habían terminado. Al aire bailaban los copos de nieve. Los niños irradiaban de júbilo. Las bolas de nieve volaban de uno a otro lado, y las mejillas ardían.
Sólo la hija del maestro seguía tranquilamente su camino. Miraba las blancas y oscilantes estrellitas sobre su cabeza.
De pronto, algo brilló ante sus ojos. Por entre los copos oscilaba una dorada corona. Esta subía y bajaba como si tuviera alas invisibles. La niña alargó sus brazos. Entonces descendió la bola. Era tan ligera como el mismo aire y de ella se desprendía una claridad como la de las estrellas. La niña la llevó a su oído.
- ¡Navidad! ¡Navidad! ¡Dulce Navidad! - se oía cantar dentro de ella.
- ¿Quién eres tú? - preguntó la niña.
- Una canción prisionera. ¡Líbrame!
- ¡Sal! - rogó la pequeña.
- ¡Pronto, pronto! - cantaban en su interior.
La niña se dirigió a su casa. Colocó la bola con cuidado sobre la mesa en la habitación de los niños. La bola no permaneció, sin embargo, inmóvil, sino que oscilaba arriba y abajo, y su luz llenaba toda la estancia. La niña se sentó en silencio sobre un banquito y cogió el dorado destello en su corazón. Un aroma de abetos recorrió la estancia, y el aire todo empezó a murmurar una canción. La niña escuchó. Entonces llegaron hasta ella sencillas palabras, y, de repente, cantó ella también:
Sólo la hija del maestro seguía tranquilamente su camino. Miraba las blancas y oscilantes estrellitas sobre su cabeza.
De pronto, algo brilló ante sus ojos. Por entre los copos oscilaba una dorada corona. Esta subía y bajaba como si tuviera alas invisibles. La niña alargó sus brazos. Entonces descendió la bola. Era tan ligera como el mismo aire y de ella se desprendía una claridad como la de las estrellas. La niña la llevó a su oído.
- ¡Navidad! ¡Navidad! ¡Dulce Navidad! - se oía cantar dentro de ella.
- ¿Quién eres tú? - preguntó la niña.
- Una canción prisionera. ¡Líbrame!
- ¡Sal! - rogó la pequeña.
- ¡Pronto, pronto! - cantaban en su interior.
La niña se dirigió a su casa. Colocó la bola con cuidado sobre la mesa en la habitación de los niños. La bola no permaneció, sin embargo, inmóvil, sino que oscilaba arriba y abajo, y su luz llenaba toda la estancia. La niña se sentó en silencio sobre un banquito y cogió el dorado destello en su corazón. Un aroma de abetos recorrió la estancia, y el aire todo empezó a murmurar una canción. La niña escuchó. Entonces llegaron hasta ella sencillas palabras, y, de repente, cantó ella también:
Los blancos copos caen.
Enmudece el corazón
escuchando una canción,
que clara quiere resonar.
Viene de una santa lejanía:
un niño, pobre y pequeño,
que desea, con amor,
estar en nuestro corazón.
Los ojos de la niña irradiaban cuando se sentó para cenar entre su padre y su madre.
- ¿Por qué estás tan contenta? - preguntaron los padres.
- Por la Navidad.
- ¿Por los muchos regalos? - sonrió la madre.
- No, por las muchas canciones.
Al día siguiente resonó claramente por toda la escuela la canción: "¡Noche feliz, noche de paz!".
Y así todos los días, hasta que llegó el último con el júbilo de sus fiestas.
Pero donde la hijita del maestro cantaba más a gusto era en su pequeña habitación. Allí seguía oscilando todavía la dorada bola arriba y abajo. Su luz dominaba la estancia, y cada noche se liberaba una canción. Sonaba primero por el aire, hasta que los labios de la niña la habían captado. Luego la escribía en un pequeño librito. Este librito se llenó finalmente, y en la noche santa lo encontraron los padres sobre la mesa de los regalos.
- ¿De dónde has sacado tú estas canciones? - preguntó el padre.
Su hijita miró hacia lo alto, y vio oscilar allí la dorada bola. Los padres no la veían, sin embargo, pero vieron el resplandor en los ojos de su hijita. Entonces leyeron los dos el librito hasta altas horas de la noche, y su corazón se sintió lleno de la alegría de Navidad.
- ¿Por qué estás tan contenta? - preguntaron los padres.
- Por la Navidad.
- ¿Por los muchos regalos? - sonrió la madre.
- No, por las muchas canciones.
Al día siguiente resonó claramente por toda la escuela la canción: "¡Noche feliz, noche de paz!".
Y así todos los días, hasta que llegó el último con el júbilo de sus fiestas.
Pero donde la hijita del maestro cantaba más a gusto era en su pequeña habitación. Allí seguía oscilando todavía la dorada bola arriba y abajo. Su luz dominaba la estancia, y cada noche se liberaba una canción. Sonaba primero por el aire, hasta que los labios de la niña la habían captado. Luego la escribía en un pequeño librito. Este librito se llenó finalmente, y en la noche santa lo encontraron los padres sobre la mesa de los regalos.
- ¿De dónde has sacado tú estas canciones? - preguntó el padre.
Su hijita miró hacia lo alto, y vio oscilar allí la dorada bola. Los padres no la veían, sin embargo, pero vieron el resplandor en los ojos de su hijita. Entonces leyeron los dos el librito hasta altas horas de la noche, y su corazón se sintió lleno de la alegría de Navidad.
La muñeca Lilia
Una pequeña chiquilla sentía la alegría de la Navidad, pues confiaba en que ésta le traería a ella una muñeca. Cuando yacía por la noche en la cama, la veía ante sí. Tenía los cabellos rubios, y como los de una persona de verdad. Los ojos azules podían abrirse y cerrarse, y pronunciar claramente "mamá". La pequeña niña soñaba todas las noches con ella.
Pero la madre era una pobre mujer. Trabajaba todo el día fuera de casa, y cuando regresaba por la noche al hogar estaba muy cansada. A pesar de ello, cosía todavía una pequeña falda y tejía una roja chaquetilla de lana, en cuanto la niña cerraba los ojos. Contaba también el dinero, y se alegraba de que bastara para unos zapatos nuevos, pero no pensaba en una muñeca.
Así llegó la noche de Navidad. Cuando todas las velas ardían en el pequeño arbolillo, hizo entrar la madre a su hija en la habitación, y le regaló todas las cosas útiles. La pequeña niña sonrió y dio las gracias, pero en sus ojos había, sin embargo, un dolor.
- ¿Qué te falta todavía? - preguntó la madre, estrechando a su hija entre sus brazos.
- La muñeca - dijo la pequeña niña, tímidamente.
- ¡También la tendrás! - aseguró la madre.
Se inclinó hacia el cesto de la madera junto a la estufa, y cogió de él un taco liso de madera. Le pintó con lápices de colores dos ojos azules y una boca roja.
- ¡Dame tu delantalillo! - dijo a su hijita.
Envolvió con él el trozo de madera; luego cogió un pañuelo limpio y rojo del cajón de la cómoda, y le hizo con él un bello gorrito.
- ¡Mira, qué hermosa es! - dijo la madre -. Nos sonríe a las dos. Una muñeca exactamente igual la recibí yo por Navidad, cuando tenía la misma edad que tú; imagínate, fue la única que yo tuve jamás, y vivía, y me comprendía también. Ella me consolaba, cuando yo estaba triste, y yo la amaba también mucho. La tendría hoy todavía, si mi madre no la hubiera arrojado un día por descuido a la estufa. Oí llorar todavía a la pobre, y no pude dormir en toda la noche. Aun hoy pienso en los hermosos días en que era ella mi hijita. Era exactamente como ésta, y se llamaba Lilia.
La pequeña había escuchado atentamente a su madre. Ahora contempló a la muñeca en sus brazos. Las velitas vacilaban, y los ojos azules de la muñeca se abrían y cerraban de verdad.
- ¡Lilia! - exclamó la pequeña niña, y estrechó a la muñeca contra su corazón.
Entonces oyó claramente como ésta decía mamá.
- Yo te haré vestiditos. ¡Oh, muy bellos! - gritó jubilosa la niña -. ¡Lilia, querida hija mía! Ahora no estaré nunca más sola.
Pero de repente calló la niña, y miró a su madre con expresión de terror en sus ojos.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó ésta.
- Tú no arrojarás nunca a Lilia al fuego, ¿verdad? ¡Oh, yo lloraría! La quiero tanto, y también ella me quiere. Ahora justamente me lo acaba de decir.
Entonces la madre prometió, bajo el árbol de Navidad encendido, ser una buena abuela para Lilia. Y así lo ha hecho también. Lilia vive todavía hoy.
Pero la madre era una pobre mujer. Trabajaba todo el día fuera de casa, y cuando regresaba por la noche al hogar estaba muy cansada. A pesar de ello, cosía todavía una pequeña falda y tejía una roja chaquetilla de lana, en cuanto la niña cerraba los ojos. Contaba también el dinero, y se alegraba de que bastara para unos zapatos nuevos, pero no pensaba en una muñeca.
Así llegó la noche de Navidad. Cuando todas las velas ardían en el pequeño arbolillo, hizo entrar la madre a su hija en la habitación, y le regaló todas las cosas útiles. La pequeña niña sonrió y dio las gracias, pero en sus ojos había, sin embargo, un dolor.
- ¿Qué te falta todavía? - preguntó la madre, estrechando a su hija entre sus brazos.
- La muñeca - dijo la pequeña niña, tímidamente.
- ¡También la tendrás! - aseguró la madre.
Se inclinó hacia el cesto de la madera junto a la estufa, y cogió de él un taco liso de madera. Le pintó con lápices de colores dos ojos azules y una boca roja.
- ¡Dame tu delantalillo! - dijo a su hijita.
Envolvió con él el trozo de madera; luego cogió un pañuelo limpio y rojo del cajón de la cómoda, y le hizo con él un bello gorrito.
- ¡Mira, qué hermosa es! - dijo la madre -. Nos sonríe a las dos. Una muñeca exactamente igual la recibí yo por Navidad, cuando tenía la misma edad que tú; imagínate, fue la única que yo tuve jamás, y vivía, y me comprendía también. Ella me consolaba, cuando yo estaba triste, y yo la amaba también mucho. La tendría hoy todavía, si mi madre no la hubiera arrojado un día por descuido a la estufa. Oí llorar todavía a la pobre, y no pude dormir en toda la noche. Aun hoy pienso en los hermosos días en que era ella mi hijita. Era exactamente como ésta, y se llamaba Lilia.
La pequeña había escuchado atentamente a su madre. Ahora contempló a la muñeca en sus brazos. Las velitas vacilaban, y los ojos azules de la muñeca se abrían y cerraban de verdad.
- ¡Lilia! - exclamó la pequeña niña, y estrechó a la muñeca contra su corazón.
Entonces oyó claramente como ésta decía mamá.
- Yo te haré vestiditos. ¡Oh, muy bellos! - gritó jubilosa la niña -. ¡Lilia, querida hija mía! Ahora no estaré nunca más sola.
Pero de repente calló la niña, y miró a su madre con expresión de terror en sus ojos.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó ésta.
- Tú no arrojarás nunca a Lilia al fuego, ¿verdad? ¡Oh, yo lloraría! La quiero tanto, y también ella me quiere. Ahora justamente me lo acaba de decir.
Entonces la madre prometió, bajo el árbol de Navidad encendido, ser una buena abuela para Lilia. Y así lo ha hecho también. Lilia vive todavía hoy.
La olvidada velita de Navidad
"No es agradable estar sola en la noche de Navidad", pensaba la pequeña criadita. Cuando se oyeron fuera las campanillas del trineo, una magnífica troika tirada por cuatro caballos, y toda la familia de señores partió para celebrar las Navidades en casa de la abuela, dos gruesas lágrimas le rodaron a la muchacha por las mejillas. Toda la había pasado en la cocina. Ahora contemplaba el árbol de Navidad, pero todas las velitas estaban ya consumidas.
- ¡Limpia bien la habitación! - había gritado todavía la señora antes de marcharse.
- ¡Limpia bien la habitación! - había gritado todavía la señora antes de marcharse.
Y ahora se afanaba la muchacha, recogía papeles con estrellas de plata y cintas de colores, y puso muchos, muchos juguetes bajo el árbol de Navidad, y cogió finalmente una muñeca en sus brazos.
“¡Qué riqueza! - pensó la muchacha -. Mi pobre hermanita en casa estaría contenta, si recibiera una muñeca así. Si fuera rica, se la regalaría yo. Como ésta tendría que ser.
Cuando la muchacha pensó en la hermanita inválida, de nuevo corrieron las lágrimas por sus mejillas, pues sentía nostalgia en su pobre corazón. Se sintió tan abandonada, que exclamó:
- ¡A mí me ha olvidado el mundo entero!
- ¡También a mí! - oyó entonces que decía una suave voz.
La muchacha levantó la mirada. La voz había salido del árbol de Navidad.
- ¡Consuélate! - oyó decir aún la muchacha -. ¿Quién sabe para qué es bueno?
La muchacha dio la vuelta al árbol asombrada. Entonces vio una velita, blanca como la nieve, sobre una rama. Se mantenía erguida, y estaba completamente entera. No había duda: de allí había venido la voz.
- A todas les estuvo permitido lucir; sólo a mí no. A mí me ha reservado el Niño Jesús para ti. ¡Hazme brillar también a mí ahora!
Claramente pudo distinguir la muchacha estas palabras. Se dirigió presurosa a la cocina, y trajo cerillas. Luego apagó la lámpara y encendió la velita. Se sentó delante del árbol y contempló su dorado destello, y cada vez se hizo más claro, en la habitación y también en su corazón.
La muchacha vio, como a través de una ventana abierta, a la madre en su hogar. Justamente estaba preparando el paquetito de Navidad para su hija en la casa extraña, y la hermanita de los pies inválidos estaba sentada en su sillita junto a ella y le ofrecía con los ojos brillantes sus pastelitos, para que los pusiera también en el paquete. Y la oyó hablar: Hablaban de ella, de la muchachita al servicio de la mansión, y lo que decían estaba lleno de amor.
“¡Qué riqueza! - pensó la muchacha -. Mi pobre hermanita en casa estaría contenta, si recibiera una muñeca así. Si fuera rica, se la regalaría yo. Como ésta tendría que ser.
Cuando la muchacha pensó en la hermanita inválida, de nuevo corrieron las lágrimas por sus mejillas, pues sentía nostalgia en su pobre corazón. Se sintió tan abandonada, que exclamó:
- ¡A mí me ha olvidado el mundo entero!
- ¡También a mí! - oyó entonces que decía una suave voz.
La muchacha levantó la mirada. La voz había salido del árbol de Navidad.
- ¡Consuélate! - oyó decir aún la muchacha -. ¿Quién sabe para qué es bueno?
La muchacha dio la vuelta al árbol asombrada. Entonces vio una velita, blanca como la nieve, sobre una rama. Se mantenía erguida, y estaba completamente entera. No había duda: de allí había venido la voz.
- A todas les estuvo permitido lucir; sólo a mí no. A mí me ha reservado el Niño Jesús para ti. ¡Hazme brillar también a mí ahora!
Claramente pudo distinguir la muchacha estas palabras. Se dirigió presurosa a la cocina, y trajo cerillas. Luego apagó la lámpara y encendió la velita. Se sentó delante del árbol y contempló su dorado destello, y cada vez se hizo más claro, en la habitación y también en su corazón.
La muchacha vio, como a través de una ventana abierta, a la madre en su hogar. Justamente estaba preparando el paquetito de Navidad para su hija en la casa extraña, y la hermanita de los pies inválidos estaba sentada en su sillita junto a ella y le ofrecía con los ojos brillantes sus pastelitos, para que los pusiera también en el paquete. Y la oyó hablar: Hablaban de ella, de la muchachita al servicio de la mansión, y lo que decían estaba lleno de amor.
Entonces gritó de júbilo su corazón, y la velita vaciló, como si quisiera volar también, en su felicidad, al cielo. La muchachita apretó la muñeca contra su corazón, y contempló fijamente el claro resplandor, hasta que vio ante sus ojos un destello como de mil estrellitas. Entonces se cerraron sus ojos a causa de tanta luz. La velita brilló todavía una vez, luego se entregó también al descanso.
La muchachita no oyó resonar fuera las campanillas del trineo. No oyó tampoco como se abría la puerta y no vio como se encendía la luz. Pero toda la familia vio a la muchacha dormida, y la niña más pequeña exclamó:
- ¡Tiene mi muñeca en sus brazos!
- ¡Pst! - hizo la madre -. ¡No la despertéis! Nosotros en nuestra alegría de Navidad nos hemos olvidado por completo de la pobre muchacha.
- Yo le regalaré mi chocolate - susurró la hermana mayor y dejó todo el paquete en su delantal.
- ¡Y yo mi gran corazón de jengibre al mazapán! - dijo el hermano mediano.
- ¡Y yo mi muñeca! - gritó, entusiasmada, la pequeña.
Entonces se despertó la muchachita y miró a su alrededor con ojos de terror.
- Sí, sí, puedes quedártela - dijo la pequeña -. Yo he recibido otra de la abuela.
- ¿No tienes tú una hermanita enferma? - preguntó la señora -. ¡Regálasela a ella! ¡Y a tu madre dale este pañuelo para el cuello! Mañana irás a tu casa y celebrarás con ellas la Navidad. ¡Ahora, vete a tu habitación! Estás cansada.
Cuando la muchachita llevaba ya largo rato en la cama, seguía viendo todavía el dorado destello de la velita olvidada, y finalmente vio también los brillantes ojos de la hermanita inválida. Luego se durmió y soñó. Estos dos ojos eran en sus sueños dos radiantes estrellas. En una de ellas estaba su hermanita, y sobre la otra estrella estaba ella misma, y entre las dos estaba la luna, que, riéndose, se parecía como dos gotas de agua a la madre en el hogar. La luz de la luna se hizo cada vez más clara, y finalmente tan clara como el sol. Entonces abrió los ojos la muchacha, y ya era pleno día. Nadie la había despertado. La habían dejado dormida. Pero ahora saltó de la cama, cogió su cesto de viaje y apretó la muñeca contra su corazón, y, antes de que hubieran sonado las campanadas del mediodía, estaba la pequeña estancia del hogar llena de felicidad.
La muchachita no oyó resonar fuera las campanillas del trineo. No oyó tampoco como se abría la puerta y no vio como se encendía la luz. Pero toda la familia vio a la muchacha dormida, y la niña más pequeña exclamó:
- ¡Tiene mi muñeca en sus brazos!
- ¡Pst! - hizo la madre -. ¡No la despertéis! Nosotros en nuestra alegría de Navidad nos hemos olvidado por completo de la pobre muchacha.
- Yo le regalaré mi chocolate - susurró la hermana mayor y dejó todo el paquete en su delantal.
- ¡Y yo mi gran corazón de jengibre al mazapán! - dijo el hermano mediano.
- ¡Y yo mi muñeca! - gritó, entusiasmada, la pequeña.
Entonces se despertó la muchachita y miró a su alrededor con ojos de terror.
- Sí, sí, puedes quedártela - dijo la pequeña -. Yo he recibido otra de la abuela.
- ¿No tienes tú una hermanita enferma? - preguntó la señora -. ¡Regálasela a ella! ¡Y a tu madre dale este pañuelo para el cuello! Mañana irás a tu casa y celebrarás con ellas la Navidad. ¡Ahora, vete a tu habitación! Estás cansada.
Cuando la muchachita llevaba ya largo rato en la cama, seguía viendo todavía el dorado destello de la velita olvidada, y finalmente vio también los brillantes ojos de la hermanita inválida. Luego se durmió y soñó. Estos dos ojos eran en sus sueños dos radiantes estrellas. En una de ellas estaba su hermanita, y sobre la otra estrella estaba ella misma, y entre las dos estaba la luna, que, riéndose, se parecía como dos gotas de agua a la madre en el hogar. La luz de la luna se hizo cada vez más clara, y finalmente tan clara como el sol. Entonces abrió los ojos la muchacha, y ya era pleno día. Nadie la había despertado. La habían dejado dormida. Pero ahora saltó de la cama, cogió su cesto de viaje y apretó la muñeca contra su corazón, y, antes de que hubieran sonado las campanadas del mediodía, estaba la pequeña estancia del hogar llena de felicidad.
Ser madre de una hija es ganar una cómplice para toda la vida
El día que tú naciste, dejé de ser la hija de mi madre para ser la madre de mi hija. Ese día comenzó la vida para ti… y también una nueva vida para mí.
Siempre he creído que ser mujer es un privilegio enorme. Ante todo, la mujer es ambivalente y se debate siempre entre estados de ánimo y sentimientos. Por otro lado, ser madre es una experiencia reveladora, abrumadora y sorprendente que nos enfrenta a un “nuevo yo” que llevamos dentro y que nunca pensamos que existiera.
Siempre he creído que ser mujer es un privilegio enorme. Ante todo, la mujer es ambivalente y se debate siempre entre estados de ánimo y sentimientos. Por otro lado, ser madre es una experiencia reveladora, abrumadora y sorprendente que nos enfrenta a un “nuevo yo” que llevamos dentro y que nunca pensamos que existiera.
¡Felicidades, es una niña!
Al tener una niña, tienes en tus brazos a una pequeña que desde hoy te robará la calma, te quitara el sueño, llenará tu vida de ternura, detalles y sensibilidad.
Esta pequeñita se irá convirtiendo en una niña a la que, sin importar si le gusta o no el color rosa, lleva ya en sus genes la capacidad de saber amar y odiar con la misma intensidad; desde hoy es fuerte en un plano más allá del físico; su fortaleza reside en su gran capacidad de dar y darse a otros.
Te llenarás de emoción al ver a tu hija reír y llorar casi al mismo tiempo. La verás ser tierna, cariñosa, cursi y coqueta, sin siquiera saber de dónde lo ha aprendido. Un día la encontrarás arrullando a su oso de peluche y al día siguiente la verás saltando en charcos de lodo y con la boca llena de chocolate derretido.
Todos los días verás en ella una nueva faceta de su personalidad. Te sorprenderá saber y observar que cada día se parece más a ti.
Un día, más pronto de lo que crees, querrá ser como tú y se pondrá tus zapatos, tus collares y tu maquillaje. Se enamorará de su papá, pero su primer ejemplo de cómo ser mujer, serás tú. Se enojará cuando abraces o beses a su papá, pero su primera amiga, confidente y refugio serás tu.
Te sorprenderá saber que la conexión que existe con tu hija es tan fuerte y tan íntima que se reconocen como iguales a simple vista. Su complicidad viene de ese entendimiento que hay entre ambas, sabiendo de antemano lo dramáticas, volubles, inteligentes y antojadizas que las mujeres podemos llegar a ser.
Una hija es al mismo tiempo una copia de su madre y una persona totalmente distinta y única.
Simone de Beauvoir
Reconocer en palabras el amor por una hija es una tarea difícil. Solo de pensarlo me emociona y se me salen las lágrimas. Ser mamá de una niña es una bendición. Tu hija se vuelve tu mejor amiga para siempre: no hay vuelta de hoja. En cada gesto, palabra o reacción va una parte de ti que no se puede negar. Comprar sus primeros vestidos y ropa en tonos rosas es un recuerdo muy emocionante.
¿Qué implica ser madre de una hija?
Aquí te presento algunos consejos para dirigir a tu cómplice:
- Puedes leer mucho con ella y elige historias donde las mujeres desempeñen una función importante, para que no piense que existen oportunidades en la vida que están fuera de su alcance.
- Cuando algo le preocupe, habla con ella sentada al borde de su cama. Le gusta mucho el contacto cercano y cara a cara.
- Si notas que con sus amigos siempre es la que cede, enséñale que está permitido expresar lo que ella piensa. Así aprende a velar por sus derechos.
Conocer cómo tienden a actuar y a aprender las niñas y qué actitudes suelen ser necesarias, estimular en ella te ayudará a entender más a tu hija y a educarla de la mejor manera posible.
Si estás embarazada y es una niña quiero que sepas que hoy te conviertes en mamá de una nueva mujer, pero si ya eres madre de una hermosa princesa te deseo que siempre sepas encontrar las palabras adecuadas para acariciar su corazón de niña, sin importar la edad que tenga.
Que encuentre en ti a la mejor aliada ya sea para jugar juntas a las muñecas, para sacar un permiso de papá, o para tomar un café y arreglar el mundo.
Nunca olvides darle un buen ejemplo a tu hija y de esto dependerá que sea tu cómplice para toda la vida.
La niña que miró al cielo y descubrió su estrella
Esta historia habla de una niña que miró al cielo y descubrió su luz interior al ver el brillo de una estrella. Te confieso que esa niña era yo y esta historia está inspirada en la que me contaba mi madre, con paciencia y cariño, tantas veces como fuera necesario. Siempre le estaré agradecida por enseñarme a tener valor de seguir mi estrella y a valorar mi luz interior.
“Cuando posees luz en el interior, la ves externamente”.
-Anaïs Nin-
Érase una vez, una pequeña niña de grandes ojos azules y de cabello oscuro, a la que le gustaba mucho jugar con sus amigos. Su juego favorito era el escondite, se pasaba la mayor parte del tiempo buscando: cuando le tocaba esconderse, buscaba un escondite cercano, debido a que se cansaba cuando corría grandes distancias.
Pero no le importaba “perder”. Sus amigos solían buscar escondites muy originales: entre árboles, tras los coches aparcados, incluso algunos de ellos se intercambiaban las chaquetas intentando hacer trampas… todos aquellos pequeños detalles la hacían reír y disfrutar del juego.
Hasta que un día llegó una niña nueva a la pandilla y no paró de meterse con ella porque perdía, al mismo tiempo que insistía para que buscara un escondite lejano. Ante aquella actitud, la niña empezó a sentirse triste; a pesar de ello, siguió jugando.
Finalmente, ante la insistencia de la recién llegada, la niña aceptó esconderse en el parque, lejos del lugar al que había que correr para salvarse. Aquella vez no perdió, pero llegó a la meta tan agotada que tuvo que dejar de jugar y volver a casa.
Mientras volvía a su casa, la tristeza crecía y empezó a llorar. Cuando cruzó la puerta, mucho antes de lo habitual, su madre se acercó a la niña y le preguntó: -¿Por qué lloras hija? La niña explicó a su madre lo sucedido con la niña nueva y el juego del escondite. No podía parar de llorar y de repetir que era distinta a los demás niños y niñas y que se sentía sola.
La estrella más brillante
Su madre la cogió de la mano y sin decir nada, salieron al balcón de su pequeña casa, frente a ellas brillaba una estrella, era la estrella más brillante de todo el cielo, pero parecía encontrarse sola, no se veían otras estrellas a su alrededor. La madre sacó un pañuelo blanco y suave de su bolsillo y secó las lágrimas de su hija. Cogió con firmeza y dulzura la barbilla de la niña y alzó su cabeza, al mismo tiempo que señalaba aquella estrella.
- ¿Ves esa estrella?– Pregunto la madre a su hija, con una sonrisa en los labios.
- Sí, es muy bonita y brilla mucho. –Respondió la niña con gran curiosidad.
- Esa estrella eres tú.– Dijo la madre muy convencida.
- ¿Pero mamá, esa estrella está muy sola?
- No está sola, solo que brilla con tanta fuerza, que las demás estrellas no se pueden ver, pero aunque no las podamos ver, están ahí.
- ¿De verdad tengo tanta luz? – Dijo la niña secándose las pocas lágrimas que aún brotaban de sus ojos y empezando a sonreír.
- Tienes tanta, que algunas personas se asustan. Pero otras, te querrán precisamente por tu luz. Nunca dejes de ser tú, mi niña. Tú vales mucho.
- Gracias mamá. Te quiero.- La niña besó y dio un fuerte abrazo a su madre.
Recordar la luz
Desde aquel día, cuando se sentía triste, la madre la acompañaba al balcón para que pudiera ver la estrella y recordara su luz. Poco a poco, la niña fue creciendo. Y aprendió a ir sola al balcón en busca de su estrella.
Con el tiempo le bastaba con mirar al cielo, se encontrara donde se encontrara, siempre encontraba su estrella, que le recordaba su luz. Esa niña, hoy es ya una mujer y gracias a esa historia nunca olvidará que su estrella sigue brillando en el cielo guiando su camino.
Los cuentos nos aportan aprendizajes útiles, que fácilmente podemos recordar para afrontar las adversidades o disfrutar más de lo que nos depara el azar o conseguimos con nuestro esfuerzo. En esta historia es necesario vivir un momento de oscuridad para poder ver la luz.
“Para que la luz brille tan intensamente, la oscuridad debe estar presente”.
-Francis Bacon-
Las estrellas siempre han guiado a la humanidad cuando se siente perdida, dibujando mapas en el cielo. Su brillo nos recuerda lo pequeños e insignificantes que somos y al mismo tiempo nuestra grandeza. Ver brillar las estrellas con más fuerza cuanto mayor es la oscuridad, nos hacen entender que los seres humanos podemos llegar a brillar con luz propia.
En este cuento la niña, gracias a la ayuda de su madre, ve su luz interior reflejada en el brillo exterior de una estrella. Comprendiendo así que no debe dejar que la opinión de otras personas interfiera en su forma de ser y disfrutar de la vida.
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na siempre fue una persona feliz, que tuvo la suerte de contar con unos padres maravillosos que hicieron de su infancia un remanso de paz, una época llena de fantasía, sueños, ilusiones y juegos. Al ser hija única, vio volcados en su persona todos los afectos, atenciones y afanes. Su padre, empresario exitoso, se empeñó en llenar su existencia de luz. Y vaya si lo logró: la iluminó por completo.
Comenzó por permitirle la entrada sin restricciones a la fábrica de velas de la cual era propietario. Gracias a ello, Ana aprendió, desde edad muy temprana, a amar ese maravilloso mundo lleno de cera, parafinas, pabilos, aditivos, fragancias, láminas de sebo, colores y moldes. Simplemente, le parecía fascinante todo aquello. Participar en ese acto maravilloso que implicaba utilizar los materiales disponibles en el planeta para transformarlos en pequeñas obras de arte capaces de dar luz, era tanto como ser testigo de un milagro divino.
Desde muy pequeña, comenzó con sus primeros experimentos. Al principio, le explicaron cómo concebir velas de gel y parafina líquida, que no representaban ningún peligro para ella; luego, las que se hacían con placas de cera; después, las que se moldeaban como si se tratara de una escultura. Y, finalmente, pudo crear un cirio de verdad, con todas las fases de creación que implicaban y le fueron revelados los secretos del derretido de la cera, la pigmentación, el lograr encapsular el aroma para que se desprendiera delicadamente mientras el fuego abrazaba la vela, la elección del pabilo, el llenado del molde, el vaciado, el lograr un acabado perfecto y, finalmente, la presentación. Ana se sentía arrobada ante aquel mundo insólito y apasionante que se abría ante sus ojos aún candorosos. Le gustaba sentirse una diosa creadora de criaturas luminosas.
Cada vela que realizaba era empacada primorosamente para que pudiera llevársela a casa y encenderla con tranquilidad comprobando la combustión de la misma. Sin embargo, Ana no quería ver el producto de sus esfuerzos consumirse hasta quedar convertido en nada, y así, en cuanto llegaban, eran guardadas con sumo cuidado en un armario de su habitación destinado a ese fin: atesorar sus creaciones.
Don Clemente la reñía intentando hacerla entrar en razón:
—Por diez, criatura, si todas las personas guardaran las velas sin encender, no tendríamos ni un mendrugo de pan que llevarnos a la boca. Enciende tus velas, por favor; ésa es su finalidad: ¡dar luz!, y no, permanecer en el fondo de un armario envueltas en papel de colores.
Pero para Ana, nada importaban estas advertencias ni consejos.
Una tarde, sentada en la sala de su casa, hojeando con indiferencia una revista, se detuvo a mirar las expresiones de los rostros infantiles retratados en ella. De pronto, una duda la asaltó. Corrió para preguntarle a su mamá:
—¿Todos los niños en el mundo son tan felices como yo?
Doña Silvia guardó silencio al tiempo que su rostro se volvió serio y pensativo. ¿Cómo explicarle a una pequeña de diez años escasos que hay más niños infelices que felices sobre el planeta? Pensó en las decenas de ellos, incluso recién nacidos, que eran negociados y vendidos al mejor postor para luego ser utilizados como señuelos y obtener limosnas más jugosas a través de ellos, o los otros que eran manejados para realizar trabajos pesados y que vivían en condiciones infrahumanas, sin saber lo que era una caricia o una palabra de afecto.
Pero también estaban los rostros anónimos de ojillos tristes que aparecían en las fotografías bélicas con fusiles en la mano. Y los que servían como carne de cañón para explorar territorios dudosos y comprobar que no hay minas terrestres por donde van a pasar los soldados.
Ante la mirada inquisidora de su hija, Silvia bajó la mirada avergonzada, no porque ella personalmente hubiera realizado acciones deplorables en detrimento de la infancia, sino porque guardaba silencio. Todas las noches, al apagar la luz de su habitación, pensaba en aquellos niños que con terror esperan dentro de una estancia inhóspita y gris la llegada de aquel que profanaría su cuerpo con infrahumana lascivia, que borraría con golpes y caricias malsanas todo rastro de inocencia que pudiera haber resistido el infierno vivido desde que fueron secuestrados, entregados, comerciados o sacrificados, o todas esas cosas a la vez.
¿Y qué decir de aquellos que saltaban a la fama de la inmoralidad como protagonistas de filmes pornográficos, obligados a realizar acciones infamantes y pervertidas a través de las cuales, además de la ropa, les arrancaban la dignidad?
No, exponerle a su hija cada una de estas cosas era como robarle la inocencia y la felicidad. Había mucha maldad y porquería en todos lados, sin distinción de extractos sociales, países, continentes o nivel cultural.
¡Eran tantas las atrocidades cometidas cada día...! ¡Y tantas las criaturas que vivían en un terror constante, sin conocer la felicidad, la paz, el cariño...! Sólo por dinero... el mal del mundo y de la humanidad.
Silvia, con lágrimas en los ojos, miró a su pequeña, que permanecía frente a ella totalmente confundida, y, al advertir en su inocente rostro una repentina tristeza, la abrazó fuertemente para consolarla.
—¿Por qué lloras? —le preguntó la chiquilla.
—Lloro, porque no todos los niños del mundo son tan felices como tú. En este mismo momento, decenas de ellos están padeciendo un verdadero infierno sin tener el más mínimo resquicio de salvación.
—¿Ellos no tienen una mamá y un papá que los protejan?
—Algunos los tienen. Muchos están siendo buscados por mar y tierra con desesperación por ellos, otros no... Están solos.
—Vaya, ahora entiendo por qué el mar es salado, las lágrimas de los ángeles han de ser constantes. ¿Es cierto que cuando una persona muere se debe encender una vela para que su alma encuentre el camino hacia el cielo?
—Bueno, ya sabes lo que dice tu papá: la luz de una vela es una esperanza que renace.
La conversación terminó. Pero las palabras de Silvia se quedaron en el corazón de Ana toda su vida. Siempre agradeció su honestidad al hablarle de la realidad del mundo en el que estaban viviendo, porque, al paso de los años, había aprendido que lo correcto no era ignorar para no sufrir, sino saber para corregir.
Sabía que ella sola no podía acabar con las injusticias de un planeta que carecía de ecuanimidad; sin embargo, continuó con la misma labor que inició aquella tarde después de conversar con su madre. Cada noche, fabricaba una vela, y, mientras derretía la parafina en la estufa, oraba con toda el alma para que esos desdichados encontraran la luz. Por la mañana, vaciaba el molde y, camino a la escuela, se detenía en la iglesia para dejarla encendida con una dedicatoria pintada sobre su superficie:
«Para que los niños recobren su libertad y dejen de ser esclavos.
Para que los niños recuperen su dignidad.
Para los niños que padecen la guerra y sus horrores.
Para los niños cuya inocencia fue mancillada.
Para que los niños perdidos sean rescatados.»
Con el paso del tiempo, la gente llegó a conocerla como la “Hacedora de Velas”. Muchas personas le escribían cartas pidiéndole que fabricara y encendiera una vela por sus hijos desaparecidos. De esta manera, sus creaciones comenzaron a tener personalidad, rostro y nombre. Las miradas, que casi siempre permanecían indiferentes, comenzaron a voltear. Se hizo más pausible la presencia de alguna mujer en la calle con un niño aparentemente dormido en brazos, pero, en realidad, drogado, pidiendo limosna. El reproche las hizo huir. Gracias a los medios de comunicación que periódicamente comentaban la misión autoimpuesta de la “Hacedora de Velas”, mostrando los rostros y nombres de niños desaparecidos que ella misma pintaba con maestría en la superficie de sus velas éstos se volvieron, de pronto, conocidos, entorpeciendo el tráfico de infantes.
A sus velas, se sumaron las de otras de personas que deseaban ayudar en su labor, cansadas de su propia indiferencia. La solidaridad ante el sufrimiento ajeno fue más común y el respeto a la infancia, una exigencia popular. Mujeres irresponsables que dieron vida a un nuevo ser sin desearlo dejaron de abandonarlos, pararon de entregarlos a cualquiera que se ofreciera a liberarlas de la carga incómoda que suponía el recién llegado.
Tal vez, ni siquiera la misma Ana era conciente de lo que había logrado con su minuciosa tarea, pero lo cierto era que la “Hacedora de Velas” conseguía, cada vez que encendía una luz, que el mar dejara de ser tan salado y que el silencio fuera rasgado con menos frecuencia por un grito infantil aterrador, quizás porque las palabras de don Clemente tenían algo de verdad: «Había que encender las velas para que se cumpliera su cometido: ¡Dar luz!».
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Erase una vez una pequeña vela que vivió feliz su infancia, hasta que cierto día le entró curiosidad en saber para qué servía ese hilito negro y finito que sobresalía de su cabeza. Una vela vieja le dijo que ese era su "cabo" y que servía para ser "encendida". Ser "encendida" ¿qué significaría eso?. La vela vieja también le dijo que era mejor que nunca lo supiese, porque era algo muy doloroso.
Nuestra pequeña vela, aunque no entendía de qué se trataba, y aún cuando le habían advertido que era algo doloroso, comenzó a soñar con ser encendida. Pronto, este sueño se convirtió en una obsesión. Hasta que por fin un día, "la Luz verdadera que ilumina a todos", llegó con su presencia contagiosa y la iluminó, la encendió. Y nuestra vela se sintió feliz por haber recibido la luz que vence a las tinieblas y le da seguridad a los corazones.
Muy pronto se dio cuenta de que haber recibido la luz constituía no solo una alegría, sino también una fuerte exigencia… Sí. Tomó conciencia de que para que la luz perdurara en ella, tenía que alimentarla desde el interior, a través de un diario derretirse, de un permanente consumirse… Entonces su alegría cobró una dimensión más profunda, pues entendió que su misión era consumirse al servicio de la luz y aceptó con fuerte conciencia su nueva vocación.
A veces pensaba que hubiera sido más cómodo no haber recibido la luz, pues en vez de un diario derretirse, su vida hubiera sido un "estar ahí", tranquilamente. Hasta tuvo la tentación de no alimentar más la llama, de dejar morir la luz para no sentirse tan molesta.
También se dio cuenta de que en el mundo existen muchas corrientes de aire que buscan apagar la luz. Y a la exigencia que había aceptado de alimentar la luz desde el interior, se unió la llamada fuerte a defender la luz de ciertas corrientes de aire que circulan por el mundo.
Más aún: su luz le permitió mirar más fácilmente a su alrededor y alcanzó a darse cuenta de que existían muchas velas apagadas. Unas porque nunca habían tenido la oportunidad de recibir la luz. Otras, por miedo a derretirse. Las demás, porque no pudieron defenderse de algunas corrientes de aire. Y se preguntó muy preocupada: ¿Podré yo encender otras velas? Y, pensando, descubrió también su vocación de apóstol de la luz. Entonces se dedicó a encender velas, de todas las características, tamaños y edades, para que hubiera mucha luz en el mundo.
Cada día crecía su alegría y su esperanza, porque en su diario consumirse, encontraba velas por todas partes. Velas viejas, velas jóvenes, velas hombres, velas mujeres, velas recién nacidas…. Y todas bien encendidas.
Cuando presentía que se acercaba el final, porque se había consumido totalmente al servicio de la luz, identificándose con ella, dijo con voz muy fuerte y con profunda expresión de satisfacción en su rostro: ¡La Luz vive en mí!
FLORES DE PLÁSTICO
"Un día que nunca voy a olvidar, fue cuando conocimos a la abuela. Yo tenía unos ocho años, y mis hermanos, seis, cuatro y tres. Nosotros vivíamos en una finca cerca de Santa María de Catamarca, donde mi papá era el casero. Al morir el abuelo, la abuela se había ido a vivir con mi tío José allá en Buenos Aires, y eso fue antes que papá se casase y naciésemos nosotros. En aquel tiempo, las distancias eran mucho más grandes que ahora. Lo más rápido que había entonces para viajar era el tren, y eso si había plata. Lo más común era hacer el viaje en carreta, lo cual implicaba muchos días de viaje. Por eso es que nunca habíamos conocido a la abuela.
Un buen día, papá nos dijo que la abuela iba a venir a la Finca a pasar unos días, porque andaba enferma con no se qué en los pulmones, y el médico le había recomendado que un cambio de clima le sentaría bien. Lo único que sabíamos de la abuela es que le encantaban las flores, y por eso el tata nos recomendó a mí y a mis hermanos que le preparásemos cada uno un ramito para regalarle como bienvenida. Conseguir flores no es nada fácil en Catamarca porque el clima es bastante seco.
Mis hermanos se pasaron la mañana entera, desde tempranito, buscando y rebuscando por todas partes para armarle un ramito de flores a la abuela. Yo, descuidado como siempre, salí a jugar con mis amigos, y me olvidé por completo del asunto. Como la abuela iba a llegar a la hora de la siesta, me entré a preocupar recién después del almuerzo. Afortunadamente recordé que había visto en la sacristía de la capilla del pueblo, unas flores de plástico, así que para allá fui y sin que nadie me viera saqué unas cuantas. Volví a la casa y ahí armé con ellas un ramo, que quedó bastante bonito.
Cuando nos avisaron que la abuela estaba llegando, todos corrimos a pararnos frente a la puerta de entrada con nuestros ramos. Con aire de superioridad miré con desdén los ramitos miserables de mis tres hermanos: un jazmincito medio deshojado, dos rosas un poco mustias y unos cuantos azahares desordenados. En cambio, mi ramo era imponente: varias flores grandes y bien planchaditas, de distintos colores; casi ni se notaba que eran de plástico.
Lo que no nos habían contado, era que la abuela había quedado ciega hace unos años, así que cuando entró, fue tomando uno a uno los diminutos ramitos que mis hermanos le ofrecían y sintiendo su perfume, que era la única belleza que debido a su ceguera, podía percibir de las flores. No imaginan cuál fue mi vergüenza cuando llegó mi turno y tuve que entregarle mi majestuoso y colorido ramo, que ahora me parecía insignificante al lado de las suaves fragancias de los humildes ramitos de mis hermanos.
La abuela llevó el ramo junto a su nariz y, obviamente no sintió ningún perfume, pero igualmente sonrió como si nada. Cuando al abrazarla me largué a llorar, me besó cariñosamente y me dijo bien despacito al oído sin que nadie escuchase: "Que esto te sirva de lección para el futuro: cuando hagás cualquier obra buena, hacéla con mucho amor, porque si no, por más grande que sea lo que hagas, si no lo hacés con amor, es como un ramo de flores de plástico, y lo que vale en verdad es el perfume de tus buenas obras".
LUZ, CALOR, AROMA, VIDA
Una vez sentí el ansia
de una sed infinita.
Dije al hada amorosa:
--Quiero en el alma mía
tener la aspiración honda, profunda,
inmensa: luz, calor, aroma, vida.
Ella me dijo: --¡Ven!-- con el acento
con que hablaría un arpa. En él había
un divino aroma de esperanza.
¡Oh sed del ideal!
Sobre la cima
de un monte, a medianoche,
me mostró las estrellas encendidas.
de una sed infinita.
Dije al hada amorosa:
--Quiero en el alma mía
tener la aspiración honda, profunda,
inmensa: luz, calor, aroma, vida.
Ella me dijo: --¡Ven!-- con el acento
con que hablaría un arpa. En él había
un divino aroma de esperanza.
¡Oh sed del ideal!
Sobre la cima
de un monte, a medianoche,
me mostró las estrellas encendidas.
(Rubén Darío)
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