domingo, 24 de febrero de 2019

HANS Y LOS INSECTOS

HANS Y LOS INSECTOS
Agustín de Foxá



"¡Hace dos días que no contesta!"
Éramos varios vecinos quienes empujábamos la puerta cerrada. Pero el "inglés" no respondía. De repente nos llegó un olor dulzón, desagradable. En realidad, nuestro cuerpo mortal lo adivinó. Sabía, ¡con espanto!, qué significaba ese perfume...
¡Muerto! La puerta cedió, abriéndose en un abanico de astillas. Herido por una de ellas, el médico, don Ángel, señalaba hacia la cama; y le goteaba la sangre por la muñeca.
Sobre la colcha azul, rameada, yacía el cadáver de Hans, el ingeniero forestal. Era difícil reconocerle. Estaba hinchado, abotargado, como el cadáver de los ahogados que han flotado mucho, sin varar en la playa, bajo las noches de luna. Su color era verdoso. Su cara, difusa, como esos bustos de barro apenas comenzados. Únicamente un mechón de pelo rubio, movido por el aire, que entraba por la entreabierta ventana, daba un poco de movilidad a la terrible y perfecta quietud de la muerte.
El médico estaba muy afectado. Era amigo de Hans. Todo lo amigo que puede ser un aceitunado celtíbero, de cultura católica, con un sonrosado sueco protestante.
Porque ya es hora de que digamos que Hans no era inglés. Pero en Castilla —para los castellanos— no hay más de tres razas: los moros, que lo hicieron todo, el puente y el castillo; los franceses, que lo destruyeron todo; y los ingleses, a quienes la gente del pueblo habla muy alto, porque creen que no les oyen cuando no les comprenden, y que no van a misa los domingos...
Hans era de Estocolmo. Muchas tardes me había hablado de su país lejano.
—En el Norte —decía— la primavera no llega lentamente como aquí. Estalla de repente. Se ve crecer a la hierba y florecer a las ramas de los árboles. Las cañerías suenan, como el órgano de la iglesia, cuando comienza el deshielo...
Me enseñaba sus álbumes, sonrientes, con excursiones en velero a las islas, con rubias muchachas de largas piernas; blusas flotantes. Llevaban un gramófono y una merienda fría en la proa.
También me mostraba a las sonrientes ciclistas pedaleando bajo los pinos y los abetos cubiertos de nieve.
—¡Ésta es mi mujer! Aquí estamos retratados cuando fuimos de excursión a Copenhague.
¡Cómo contrastaban con las enlutadas mujeres de nuestro pueblo (con sus alcobas de cromos de santos y llameantes purgatorios pintados)!
"Suecia —decía— es un país sin drama, cuyos héroes son los dentistas y los ingenieros".

Cuando conocí a Hans, tendría aproximadamente unos treinta y ocho años. Pero en el Norte no hay madurez, ni la senectud es tan dramática como en el Sur. Y Hans parecía un muchacho de veintisiete años, un poco infantil y de aspecto deportivo. Había sido contratado por nuestro Gobierno para combatir una verdadera invasión de hormigas que invadían nuestros cultivos.
Hans se había especializado como exterminador de las plagas del campo. Había actuado en Sudáfrica, en Ceilán (Sri Lanka), y hasta consiguió desviar una gran invasión de langostas en la provincia de La Pampa argentina, nacidas en los hervideros de vida y podredumbre de la selva paraguaya.
Jamás quiso desvelar el secreto merced al cual obtenía tan definitivas victorias sobre los insectos. Y en sus entrevistas con periodistas ingleses y norteamericanos, esquivó siempre la respuesta, cuando éstos le expusieron su extrañeza al ver que no utilizaba en sus campañas de exterminio DDT, lanzallamas ni ninguno otro de esos tóxicos que se emplean contra las plagas del campo.
Recuerdo que me había mostrado en un número de la revista Life un gran reportaje sobre él, con maravillosas fotografías en color de abejas y termitas y cortes de panales y hormigueros, estudiados como los planos de un gran edificio.
Hans llevaba, para después de su ejercicio favorito —el golf—, un pullover de colores chillones. Los mozos del pueblo dijeron que aquello "no era de hombres". Hans se enteró, buscó al más matón, y con técnico uppercut en la barbilla (aprendido en las lecciones de boxeo por radio), le tendió sin sentido bajo los soportales de la plaza.
Se abrieron algunas navajas latinas —siempre el drama— contra aquel puñetazo sajón, y sonaron siniestros los cinco muelles.
Pero intervinieron gentes prudentes, y el incidente quedó liquidado; y afirmado el prestigio de Hans, que a partir de entonces exhibió ya descaradamente sus corbatas yanquis con bañistas, palmeras y cocodrilos.




PEQUEÑA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS

La melancolía de Hans la atribuíamos —y él mismo lo daba a entender— a la ausencia de Karin, su bellísima mujer, condiscípula de Upsala, donde habían comenzado su idilio.
Muchas veces había sentido envidia al escuchar su relato.
En Upsala, los muchachos, de noche, se visten de smoking, y las muchachas se ponen sus bellos trajes escotados y cenan juntos en esos elegantes edificios que llevan el nombre de una provincia sueca (ellos dicen de un Län), bajo cuadros de sabios y matemáticos del siglo XVII, con trajes bordados y rubias y complicadas pelucas de tirabuzones.
Me acordaba entonces de la "Casa de la Troya" y de nuestras modestas y románticas pensiones de estudiantes de la calle de San Bernardo, en bares con billares, tertulias y pianolas.
—Sin embargo —le respondí un día— acaso el arte necesita de un poco de miseria y de suciedad. Verlaine y Baudelaire no hubieran podido escribir nada en esos "chalets" ultramodernos y asépticos como una clínica. Es cierto que es agradable ir con una muchacha después de recitar a Heine o a Runeberg, mientras suena en la radio la Quinta Sinfonía. Pero tal vez el amor necesite, repito, del drama, de la miseria y del hospital. La rosa es más lozana cuanto más estiércol haya en sus raíces, y nunca beberían las abejas una gota de agua destilada.
Hans se quedaba estupefacto escuchando estos argumentos, algo falaces y acaso dictados un poco por la envidia.
Era la primera incidencia del mundo latino, intuitivo, religioso y mágico, en su fría y razonable ordenación, nacida del libre examen protestante.
Mi ejemplo de las abejas no podía ser más eficaz. Porque Hans había dedicado su vida a ellas y esperaba distraerse en su senectud de la idea de la muerte, gracias a aquel hobby o manía apasionante.
El hobby sustituye en los pueblos rubios a nuestras Catedrales, a Yuste y a las novenas de las viejas enlutadas, aterrados todos, ante la proximidad del Tránsito.
Los escandinavos, cuando decaen, se dedican a coleccionar sellos de las colonias inglesas, a estudiar a los cartujos o a publicar volúmenes sobre los afluentes de la margen izquierda del río Paraná. La muerte se convierte en algo natural. Luchan contra ella, hasta donde pueden, con sus inyecciones, sus dietas y sus vitaminas. Y, cuando llega la Inevitable, endurecen su corazón —ya bastante poco sensible— y lo volatilizan en sus hornos crematorios.
El hobby de Hans eran los insectos. Seguía en esto la tradición del grande hombre de Upsala, Linneo, que había archivado y clasificado a la Creación.
De joven estudiante, le placía enseñar a las muchachas que venían de provincias el regado y filosófico jardín de Linneo, casi siempre cubierto de nieve, y cuyas plantas sufrían en sus débiles pétalos el peso de los más espantosos nombres latinos, escritos en metálicos cartelitos.
Porque la primavera en Upsala era una alumna de Bachillerato, con gafas de gruesos lentes.
"No comprendo para qué clasificar al mundo —le había dicho don Eusebio, el cura párroco de nuestro pueblo—; mejor que Linneo, conocía a las flores nuestro san Francisco de Asís, cuando dijo sencillamente 'Hermana Rosa'".
A don Eusebio le gustaba polemizar con aquel hereje.
"Si Dios no existe —bromeaba—, tiene razón Estocolmo. Pero si existe, creo que Ávila ha acertado".
Estos impactos espirituales daban con violencia en el espíritu de Hans, que era inteligente, abierto a todas las sugerencias y sabía defenderse.
"La misión del ser humano —replicaba— consiste no solo en clasificar, sino en vencer a la Naturaleza".
Pretendía que las abejas, las hormigas y las termes estaban más avanzadas que el ser humano en su organización social, y que eran el espejo de la Futura Humanidad que se aproximaba.
"Los insectos —afirmaba, mientras encendía la pipa de tabaco rubio, que olía a miel, y vertía el whisky— saben hacer individuos a capricho; regulan los nacimientos, tejen, recolectan; viven y mueren generosamente para la comunidad. No sé porqué nosotros los humanos hemos de considerarnos los protagonistas de la Tierra".
Pero don Eusebio, con su copa de coñac en mano, veía la brecha que se pretendía hacer en su muralla dogmática, y acudía a taparla.
"Si las doradas abejas —y había en este adjetivo "doradas" una reminiscencia virgiliana del Seminario— son tan geómetras, no hay que atribuirlo a su inteligencia, ni a que hayan estudiado a Euclides. Es como si usted se asombrara y dijera que es una gran maestra en óptica una ignorante madre de nuestro pueblo, por la perfección de los ojos de su recién nacido. Los insectos son células de un inmenso cerebro, y todo lo que hacen es reflejo. Es Dios quien se manifiesta en la perfección de nuestros ojos, quien realiza la química de nuestros alimentos mientras dormimos, quien rige inteligentemente a la colmena; y como en el guiñol de los titiriteros que en estos días trabajan en la plaza, es el Señor quien habla por sus diferentes muñecos, aunque cambie un poco el acento y el tono para que la función no resulte tan monótona".
Karin, la mujer de Hans, solo le acompañó los dos primeros meses. En el fondo me alegré cuando abandonó el pueblo para irse a Estocolmo a disfrutar de su breve y bellísimo verano.
Era una mujer espléndida, alta y rubia.
Poseía Karin, en efecto, unos ojos de color de menta; y esos pómulos ligeramente abultados de muchas estocolmesas, como los de Greta Garbo. Iba al pinar con unos breves pantaloncitos azules y exhibía sus hermosas piernas en sus paseos en bicicleta por la carretera, hasta la antigua Tejera.
Las únicas amigas de Karin eran las Carrillo: Inés, Leonor y Fabiola Carrillo y Gómez de Avellanosa, las aristócratas del lugar, que presumían de europeas por haber realizado, hacía muchos años y acompañando a sus tíos, un viaje.
Eran tres, como en los cuentos de hadas, pero aunque todas rondaban o sobrepasaban la cuarentena, no habían recibido nunca la visita del Príncipe Azul.
A sus tertulias, al amor de la chimenea, iban muchas noches Karin y Hans, después de la cena.
Hans llevaba el whisky, que ellas bebían heroicamente, como si se tratara de una medicina. Decían, con cualquier pretexto, que pertenecían a la rama de los Carrillo de Albornoz, y recitaban, las tres a un tiempo, el nada humilde mote de su escudo:


Non descendemos de Reyes...
Reyes descienden de nos.

Estaba haciendo todas estas consideraciones mientras contemplaba el cadáver mudo de Hans, tendido sobre la cama.
Pero don Ángel, el médico, que era menos meditativo que yo, no se había dormido: acababa de extender la papeleta de defunción y había avisado al cura, don Eusebio, porque, como explicó para justificar esta llamada, "después de todo, Hans, aunque luterano, era cristiano, como nosotros".
El médico, que había mandado quitar algunos muebles y enrollar un tapiz a fin de dejar sitio para la "capilla ardiente", al mover un viejo aparador, tintileante de campestre vajilla, descubrió una puerta secreta, y no pudo contener un grito de sorpresa, que nos detuvo en nuestro esfuerzo.
—Aquí hay un hueco.
Afortunadamente, y confiando sin duda en que la tapaba el aparador, la puerta no tenía llave. La empujamos y entramos.



EMPIEZA EL MISTERIO

No soy un escritor, sino un hombre de pueblo bien acomodado, que solo ha descrito ante los amigos alguna cacería de corzo sobre la nieve, o ha contado algunos chistes verdes, un poco subidos de tono, en las alegres merendolas del verano, entre el cordero asado y las latas de sardinas, a orillas del río.
Lamento ahora no ser un periodista internacional, para describir el asombro que aquella extraña habitación nos produjo.
Figuraos unas raras y complicadas emisoras, con altavoces, salpicadas de infinidad de lucecillas rojas y verdes y teletipos y otras máquinas que jamás había visto. Entre ellas, sobre repisas de madera, se alineaban reproducciones, en pasta o en cera amarilla, con entrañas rosadas, de insectos enormemente alargados, a la escala de un gato o de un perrillo faldero.
Y en los muros, fotografías magníficas, como las de las estrellas de cine, de espantosos rostros, no imaginados, con trompas, con antenas, con miles de ojos en facetas, con horripilantes mandíbulas, como habitantes de otro planeta lejanísimo.
A la derecha se abría una pequeña biblioteca, con volúmenes encuadernados en rojo o en piel marrón.
La vista de esta biblioteca, por normal, nos tranquilizó un poco. Pero en toda la estancia había algo espectral y oculto, que producía desazón y curiosidad a un tiempo.
Don Mariano, el boticario, aparentando tranquilidad, o acaso porque era menos imaginativo, se puso a hojear los libros. Me acerqué a él para librarme de la extraña sensación de desagrado que produce siempre el acercarse al brocal del misterio.
Allí estaba cuanto se ha escrito en latín, en griego, en alemán, en inglés y en sueco sobre la extraña vida de las abejas, de las termitas y de las hormigas, y sobre los mosquitos y demás insectos que alegran o tiranizan a la Creación. Desde Anacreonte, que habla de las divinas chicharras "hijas de Apolo", que se abrevan en el matinal rocío, y Plinio, que al describir el séquito de la abeja reina utiliza la frase, tan romana, de decir sus "lictores", y Virgilio, que cree que las rubias obreras de la miel nacen de la putrefacción de los jóvenes novillos muertos sobre las praderas, hasta los últimos estudios, con potentísimos microscopios y films, de los investigadores norteamericanos.
Los libros referentes a las hormigas estaban más pobremente encuadernados, en una especie de tela verde.
Confieso que desde niño simpaticé siempre con la chicharra mientras leía aquella fábula del siglo XVIII, de Samaniego, copiada de La Fontaine, quien a su vez la recibió de Esopo, el cual acaso sólo sea un transmisor de alguna remotísima fábula india, pues posee todo el olor y el sabor de los primeros días de la civilización.
Aquella hormiga sabihonda, ideal de los rentistas burgueses del siglo pasado, ahorrativa y prudente, constituía (con el "Juanito", el niño que lo sabía todo y que en vez de jugar visitaba las fábricas y los telares) mi gran odio cuando iba a la escuela.
En verdad debo acusarme de cierto desdén, muy hispánico e incluso católico, hacia los animales. Y en ese aspecto coincidía con don Eusebio, nuestro rollizo, amplio y bondadoso párroco, a quien no se le daba fácilmente "gato por liebre".
—Empiezan hablando —comentaba conmigo— de lo semejante que es nuestra civilización a la república de las hormigas; nos describen sus establos de pulgones, su agricultura, sus obreras y soldados, para al final decir que todos somos iguales, arrebatarnos el alma inmortal, y hacernos descender del mono.
Recuerdo que, cuando decía esto, Hans le replicaba hablándole de san Francisco de Asís, quien dijo "hermano lobo", y de san Antonio de Padua, que pronunció un sermón a los peces.
—Sí, sí —se defendía don Eusebio—, pero son uno o dos casos.
Y muy en particular se atrevía a afirmar que en el "Pobrecito de Asís" había cierto panteísmo, pero que en su época "la Iglesia tenía grandes jugos digestivos y pudo asimilarlo, lo que no pudo hacer con Lutero". Luego, arrepentido, se santiguaba y añadía: "Dios me perdone y el Hermano Francisco por esta irreverencia".
Las abejas, por risueñas, floridas, perfumadas, bebedoras de rocío a la hora rosada del amanecer, han tenido la preferencia del mundo griego. Las hormigas —no sé cómo me atrevo en mi ignorancia a hacer esta afirmación— han sido bíblicas y castas. Poseen algo de ascetismo, de austeridad y de Edad Media. Si la colmena es un dorado templo griego, el hormiguero semeja un convento medieval.
En los completísimos ficheros de Hans aparecían frases y descripciones de Salomón, de los Padres del Desierto, del momificado en vida "y, antes de la muerte, muerto" —san Jerónimo—. Las láminas de sus libros no eran atractivas; representaban a los feroces guerreros que parecían de la Luna, y a las misteriosas obreras como habitantes de Júpiter o Neptuno. Y apenas paseé mi vista, distraído, por las áridas y científicas páginas de Ariaum y por el grueso tomo del jesuita austríaco Wasmann (Erich Wasmann, estudioso de las hormigas y termitas, que describió el fenómeno del mimetismo en los insectos), verdadero Homero de  su triste Ilíada, quien confirmaba mi tesis del carácter ascético y abnegado del hormiguero.



¿QUIÉN MATÓ A HANS?


Al mediodía nos fuimos a almorzar, dejando el cuerpo del pobre Hans en su soledad y en su frío. Don Ángel, el médico, le había aplicado unas inyecciones para contener la putrefacción.
Las chimeneas del pueblo olían sabrosamente. Por el olor del humo se adivinaba lo que iba a comer cada vecino.
Cuando, con el último bocado, volvimos a casa de Hans, llovía con violencia en los cristales; la noche estaba oscura y sin una estrella. El viento, huracanado, silbaba por el tiro de la chimenea.
—Esta tarde —comentó don Mariano— he visto algo muy extraño.
—¿Qué?
—Hormigas blancas.
—¿Qué tiene eso de particular? —atajó don Ángel.
—Son termitas —replicó nuestro boticario, hinchado de vanidad—; género de los orcópteros, tribu de los corrodantes.
Pero no nos anonadamos ante aquella explosión de pedantería.
—Bien, ¿y qué?
—Sólo viven en países tropicales o subtropicales, en Java, en Formosa o Taiwán, en Santo Domingo. Han tenido que venir en algún barco. El frío las mata, sólo una especie, la Lucifugus, se ha aclimatado, pero degenerado, en el sur de Francia.
—Seguramente Hans —aventuré— las conservaba en un termitero de cristal con la humedad y el calor de esos países.
—Él nos dijo —replicó don Mariano— que nunca había coleccionado insectos.
Se exaltó don Mariano.
—¡Son cien millones de años —afirmó enfáticamente— anteriores a la aparición del ser humano! Son el soviet auténtico. Poseen un esófago social común. Comen sus excrementos; edifican con su cemento construcciones de seis metros de altura. Poseen jeringas venenosas. Reyes y guerreros. Hablan con las antenas. Son, desde hace millones de años, enemigas de las hormigas. ¿Qué significan, al lado de estos combates, las guerras púnicas?
Don Ángel, que ojeaba unos papeles en un rincón, no pudo detener una exclamación jubilosa:
—¡Las Memorias de Hans!
Nos precipitamos sobre ellas; eran unos vulgares cuadernos comerciales, con cantoneras amarillas, y en el centro un rombo rojo donde, con letras de purpurina, se leía: CONTABILIDAD. Las páginas estaban levemente rayadas en azul. Eran unas Memorias verdaderamente extraordinarias.
Pocas veces le habrá sido dado a los humanos sobre esta tierra el privilegio de asomarse a un espectáculo semejante. El propio diario de bitácora o navegación de Colón, relatando su choque con el Nuevo Mundo, resultaba pálido en comparación con ellas; y hasta dudo que la futura emisión radiada de los primeros humanos que lleguen a la Luna puedan [sic!] superarlas.
Yo traducía febrilmente, anhelante, congestionado, y mis dos compañeros, aún no conociendo el idioma, me las arrebataban, querían tocarlas, ver las letras que explicaban aquella fabulosa experiencia.
Estaban fechadas en Ceilán (Sri Lanka), en el Congo, en Venezuela, en la India, a orillas del Amazonas, en Francia, en casi toda la Tierra. Hans había, con ellas, recorrido el planeta.
—Vamos a tomar unos whiskies —les dije, para poner algo de humano en aquella exaltación— y a fumarnos unos cigarrillos.
Don Ángel fue a la heladera y trajo unas sodas y una botella de whisky escocés. Nos dijo don Ángel, con gran misterio:
—Alguien debió entrar por la ventana mientras Hans dormía. Vengan ustedes.
Entramos en la cámara mortuoria. Silbaba el viento fuera, y por una de las persianas rotas entraba el aire amenazando apagar a las vacilantes llamas de los cirios.
La madera de la ventana parecía como serrada; al tocarla, se me llenó la mano de serrín.
—Parece que va a estallar —dijo don Mariano, señalando el cuerpo hinchado de Hans.
—Ha debido tomar un veneno.
—O se lo han dado.
Pero pronto volvimos al cuarto secreto, donde Hans, ya para siempre mudo, hablaba por sus Memorias. 



MEMORIAS DE HANS


En la primera parte explicaba su infancia en Suecia y su afición, durante el verano, por los hormigueros y las colmenas.
"Me gustaba (escribía) sustituir a los dioses de la Ilíada en las guerras de las hormigas. Podía intervenir, como Afrodita, en favor de Troya y de Paris, o como Atenea, ayudar a Aquiles y a los griegos. Con un dedo podía cambiar la suerte de un sangriento combate. Muy de niño he cometido regicidios. He asesinado a la reina de las abejas y obligado a su pueblo a elegir una nueva. He salvado antes del mes de junio a los perezosos zánganos de la ritual matanza".
En los ratos de ocio, en las breves vacaciones del veraneo nórdico, Hans, según sus Memorias, seguía dedicado a su afición infantil, al estudio de los insectos.
"Me convencí (decía) de que las hormigas hablan por medio de sus antenas. Se telegrafían infatigablemente. También dialogan las abejas. La espantosa mariposa Átropos entra a robar la colmena, porque sabe la consigna o contraseña, porque repite el grito ululante y lastimero de la abeja reina joven. Pensé entonces en aplicar la radio al hormiguero y a la colmena. Aquella lucha titánica contra el destino misterioso de los insectos duró diez años. Porque el abismo que nos separa de estos extraños seres es casi tan antiguo como el que se abre entre los vivos y los muertos".
¡Tranquilizaos!; no os voy a describir todos sus fracasos. Pero un día, ¡el 2 de mayo de 1948!, contestó el hormiguero. Una onda misteriosa, indefinida, llegó a las minúsculas antenas. Era precisa toda la flema nórdica de Hans para que en esta página no aparecieran borrones de tinta, ni alteraciones de la letra, como en la caligrafía de los borrachos. Establecida la comunicación, fue relativamente fácil ponerse de acuerdo en un alfabeto, en un código de señales.
La civilización de las hormigas, millones de años anterior a las de Mesopotamia o la de Egipto, reveló sus secretos. Seres inteligentísimos, evolucionando desde el ámbar del Báltico, pero mudos hasta entonces para el Ser Humano (el último ser aparecido), empezaron a hablar.
Allí, en dos gruesos cuadernos, estaba escrito un brevísimo resumen de su inmensa historia. Leíamos frenéticos, y el reloj de don Ángel, puesto sobre la mesa, se quedaba atrás comparado con los latidos de nuestro corazón.
—¡Qué lástima, se nos va la noche! —dijo don Mariano.
—Tengo miedo —musitó don Ángel— de que amanezca.
La historia comenzaba con las ponerinas, las "prehormigas".
—Su hombre-mono —apuntó don Mariano, aún con resabios de Darwin.
Lo que leíamos eran noticias, y ¡esto es lo alucinante!, no de Hans, sino de los propios historiadores y arqueólogos del hormiguero. De pronto, ¡oh milagro!, surgió un nombre propio. En su espantoso comunismo, brotó un individuo.
"Este nombre", narraba Hans, "no puede pronunciarse porque carece de sonidos la garganta humana para reproducir sus vocales y consonantes. Sería algo así como un murmullo de ces y zetas combinado con un silbido y el punto y raya del morse".
Este historiador hablaba de las primitivas hormigas, de hace millones de años, todavía individualistas, indefensas, sin instinto social, reunidas en pobres hormigueros de diez o doce individuos.
Después aparecían los grandes Imperios, los reformadores, los guerreros célebres, los profetas...
A finales del período cretácico, cuando los grandes saurios horrorizaban al Planeta, nació un reformador. Su nombre, magnético, solo podría reproducirse ayudados de un imán.
Él, contra la voracidad de las primeras aves de picos con dientes y alas de murciélago, fue quien predicó el entrar en la tierra, el renunciar al sexo, a las alas, al cielo azul, en honor de la Especie.
Practicó la ceguera, la castración, la muerte del Yo.
En el cuaternario, ya humanizada la tierra con la piel, la sangre y la leche de los mamíferos, apareció un Alejandro Magno. Fue el fundador de la casta de los guerreros. Su nombre es más simple. Recuerda el rumor del agua al hervir. Enseñó a combatir a los soldados hasta arrastrar sus entrañas, deshechas, por el suelo. Y como Aníbal a Roma, declaró odio eterno a las termitas.
Cuando surgió el Ser Humano —con su maza, su fuego y su culto a los muertos entrevistos en los sueños de la caverna—, el hormiguero fundó la Monarquía de las hembras.
Os haré gracia de las infinitas dinastías que reinaron en los hormigueros, y en comparación con las cuales las de Egipto o China, por su brevedad, parecen un solo rey, o más bien una sola reina. Tened en cuenta el corto tiempo que viven las hormigas. Hans calcula que hasta la fecha han pasado por el hormiguero un billón de culturas y un trillón de reinas.
Sin embargo, la aristocracia no pudo acabar con el extremismo comunista, instaurado en los primeros días de su vida.
Según aquellos textos, transmitidos en el lenguaje antenal, la domesticidad de los pulgones databa de tiempo inmemorial; y los mejores arqueólogos del hormiguero no se atreven a fijar una fecha.
Con ellos empezó la etapa pastoril de las hormigas. Los pulgones son las vacas del hormiguero, y su gota azucarada, exudada, es un alimento parecido a lo que es la leche para los mamíferos. Se sabe, en cambio, que hace únicamente unos quinientos años comenzaron a cultivar los hongos en sus diminutos jardines enterrados; y que una obrera, cuyo nombre recuerda las interferencias de la radio, fue la primera setista y quien dictó los principios de su liliputiense agricultura. Son también de esa época el vientre social y la práctica del vómito o regurgitación de unas a otras.
A las hormigas australianas les corresponde el honor de la invención de los "odres vivos", es decir, las hormigas que, abnegadamente, se cuelgan de sus patas a la entrada del hormiguero, y al recibir el néctar de las obreras, se hinchan hasta casi reventar, ofreciendo su transparente y generoso abdomen azucarado a las sedientas. Son pellejos, inmóviles, de vino, para la alegría de toda la comunidad.
Es relativamente reciente —contemporánea del mamut de Siberia— la hormiga hilandera vietnamita, quien utiliza como lanzadera a una larva que trabaja fabricando su capullo, para cubrir su desnudez, y que esta hilandera emplea, llevándola en la boca, para coser con hilos sutilísimos de su seda las hojas de los árboles y fabricarse un nido.
Por enojosa coincidencia son contemporáneas del Ser Humano los "parásitos del hormiguero", esos seres pálidos y perezosos, que adormecen a las obreras y a los soldados con voluptuosidades inconfesables, ofreciéndoles su éter y sus drogas.
Hans hablaba a continuación de sus cementerios, de sus ceremonias fúnebres, de sus Ilíadas y Odiseas, de sus Dantes y Petrarcas, de los diminutos Aristóteles y Platones desconocidos. Copiaba algunos poemas, virgilianos y campestres, que le habían sido transmitidos:

¡Quién fuera como la mariposa de ojos múltiples!
que no tiene que despojarse de sus alas
durante el vuelo nupcial.
Y saborea con sus delgadas patas
y no con la boca
la dulzura de las flores antes del amanecer.

Otros poemas que copiaba Hans, de los ignorados poetas diminutos, eran heroicos:

Para defender a nuestra reina
(¡la de los partos múltiples!)
hemos renunciado a los ojos.
Nos hemos amputado las alas
para defender a nuestra reina
(¡la de los partos múltiples!)
Estamos ciegos, de manera que todo el cielo azul
es ya un inmenso hormiguero.

Y los poemas filosóficos:

¿Qué Consejo Oculto dirige a mi República?
¿Soy yo algo propio, o parte integrante de Él?
Cuando acarreo un grano de trigo o un ala,
¿obedezco a mi voluntad,
o soy célula ciega de un inmenso y oculto cerebro?

Hans, que describía en numerosas páginas y con todo detalle los progresos de la agricultura y las grandes invenciones de los ingenieros y arquitectos del hormiguero, apenas hablaba de su sentido religioso.
Narraba, como de pasada, ciertos gestos y danzas rituales a la salida y la puesta del sol, y reproducía el mensaje de algunos hormigueros de Australia, con invocaciones muy parecidas a los Salmos, que coincidían con el solsticio de verano.
Dedicaba unos breves párrafos a lo que él llamaba "el Culto de la Mano".
Según parece, hace unos cien mil años, el primer Humano primitivo, allá en Mesopotamia, pasó su mano rugosa por un hormiguero, con el deseo de desbaratarlo. La descripción de los cronistas y sacerdotes del hormiguero, sobre una "monstruosa forma rosada y caliente, con cinco extremidades, guarnecidas de una sustancia dura", parece indicar una mano humana.
Como la hormiga no ve más allá de cuatro centímetros, sus interpretaciones sobre la forma y el tamaño son muy diversas y caprichosas. Además, ignoraban la entrada y la salida de esa mano en el hormiguero, por lo que el gesto les pareció siempre misterioso y absurdo. Pero atribuyeron ese terremoto físico a algo que estaba sometido a una intención. De este fenómeno nacieron varias religiones y escuelas filosóficas.
Y algunos inteligentes comentaristas llegaron a intuir, vagamente, a un Ser pensante superior a las hormigas.
Desde entonces, el Ser Humano —aun desconociendo su forma, su tamaño y su espíritu— es el dios del hormiguero para varias sectas, que persiguen a sangre y fuego a quienes lo niegan, llamándolos "ahumanos", es decir, ateos.



EL PANAL POR DENTRO

Con la madrugada empezó a ceder la lluvia; entraba una luz blanca, desagradable, como una larva del día; hasta en mis comparaciones me había ya contagiado de los insectos. 
El tomo de las abejas era más alegre y perfumado, más fresco y poético. Hans había también conectado su misteriosa emisora con las rezumantes colmenas.
¡Qué gozo, después de la siniestra vida del hormiguero, aquella historia dorada!
Los nombres de sus grandes pensadores son más pronunciables que los de las hormigas, pues no emiten telegramas, sino que producen ruidos, rumores; ¡el zumbido de la colmena! Uno de los sabios que se comunicó con Hans tenía un nombre parecido a esto: "Vibrar de Alas ante una Rosa en una Tarde de Verano". Era el más verídico y concienzudo. La prehistoria de las abejas también se perdía en las nieblas del Tiempo. En los primeros millones de años, como ahora sucede con los mamíferos, dominaron los machos más robustos y hermosos y mejor armados, pero también bohemios y perezosos, borrachos del vino de las flores y de los cielos perfumados. Las colmenas entonces eran toscas, de celdas irregulares, y los disolutos príncipes y los bellos nobles de su séquito con yelmos de oro y chispeantes de veintiséis mil ojos facetados a ambos lados de la cabeza entraban y salían cuando querían en la colmena, vertían las tinajas de la miel, caían exánimes y emprendían caprichosos vuelos nupciales por los cielos; grababan en la tierna cera sus signos y sus anacreónticas canciones, que escandalizaban a las obreras y a los jóvenes de la rubia república. Hubo uno de ellos, gran guerrero, que dominó a casi todas las colmenas de Europa, y cuyo nombre es: "He Visto a Todas las Rosas de Este Jardín". Fue el Julio César de la miel y el verdadero fundador de la Monarquía. Su hijo, el orgulloso "Fabricaré Panales en la Nieve", solo heredó de su padre la molicie y el amor insaciable del lujo, pero no su sed de gloria ni sus enérgicas dotes de organización. Los panales se relajaron de refinamiento. Los moldeadores de cera dejaron de fabricar celdillas para construir maravillosas estatuas. Los huevecillos de las larvas futuro de la sociedad fueron sacrílegamente devorados en sus banquetes. Se estableció la esclavitud. Se añadió un fermento a la miel para hacerla embriagadora. Castró y sacó los ojos a las obreras y a los soldados que hacían centinela en torno al panal para que no se distrajeran de su misión. Y un poeta cortesano y adulador, llamado "Cara Amarilla por el Polen del Lirio", le excitaba en su desenfreno:

Tú has levantado graciosas colmenas de cera
en lugar de aquellas tediosas celdas
de cuartel o de cárcel
cuya regularidad mataba a la fantasía.
Más de trescientas rosas visitas por hora,
pero no para saquearlas vulgarmente
sino como quien entra en un salón de baile
y se condecora con el polen de los tilos.

Desdeñas la miel áspera del otoño
y solo las clarificadas y perfumadas del azahar te confortan.
¡Qué hermoso pareces
cuando sales centelleante de ojos a rosarte con la Aurora!

Y te bañas en el rocío del primer cáliz entreabierto
tú que desdeñas, con razón, a la guerra,
y prefieres el dulce néctar al venenoso aguijón.
Ordena que las laboriosas abejas osmias
tapicen tu palacio con los rojos recortes de las amapolas.

De este grande y vil poeta son también los versos satíricos a una obrera virgen, que Hans tradujo libremente por "A una solterona":

A fuerza de ser virgen los huevecillos, germen del futuro,
nunca pasaron por tu oviducto para dar sonrisas al panal.
Por eso se han endurecido, transformándose en cruel aguijón.
Porque quien no ama
transforma la miel en veneno.
¡Por eso a imitación de nuestro príncipe
amemos en todos los segundos de nuestra corta primavera!

Pero la Reina Virgen como Isabel I de Inglaterra, llamada "Colmena en la Roca", enérgica y astuta, había concentrado todo el venenoso despilfarro del amor que le había sido negado en una insaciable ansia de poder. Las escasas obreras de su camarilla, los oficiales de su guardia cultivaban su odio como un tesoro. Porque el Rey de la Colmena no le ahorraba humillación y jamás la visitó bajo la alta bóveda de su cámara regia cuando volvía de las flores.
Las obreras salían al amanecer y regresaban por la tarde con sus cestos de polen.
Aún no había llegado el verano y ya escaseaba la miel. Las flores de los perales, cerezos, castaños y tilos se marchitaban sin extraer su néctar. Además, en el poema contra "la Solterona", vieron los cortesanos de la reina una ofensiva alusión a su soberana. E Isabel I se transformó en Catalina la Grande. La idea del regicidio estremeció a las celdas. Y un día esplendoroso de primavera, a una señal convenida, estalló la colosal subversión de las abejas, superior en dramatismo a la caída del imperio romano. El Rey fue asesinado, borracho de néctar, en su propia cama. La misma Reina lo atravesó con su espada. La matanza de machos fue espantosa e implacable, pues ni la moral ni la piedad han llegado jamás al universo de los insectos. No se sabe por qué misteriosos medios la consigna se extendió a todas las colmenas de la Tierra. Se apuñaló a los zánganos; se les serró la cabeza; se traspasaron sus lujosas corazas de oro. Los zánganos agonizaron junto a la miel fresca, se ahogaron en las azucaradas bodegas de sus francachelas; quedaron flotando en los rubios lagares. Los pocos supervivientes fueron expulsados de las colmenas y murieron de hambre y de frío a las puertas de los palacios sellados. La dura y virginal Colmena en la Roca estableció su matriarcado implacable, que todavía dura; dictó feroces leyes. La matanza de los zánganos se hizo ritual a través de miles de siglos. El colosal regicidio fue declarado fiesta nacional y el destino de las colmenas cambió de signo para siempre.
Con su dominio, los zánganos iban ganando en tamaño; se aproximaban a los grandes abejorros solitarios, bohemios e individualistas. Con el triunfo de las hembras volvieron a ser diminutos insectos sociales. Individualmente perdieron, pero socialmente se engrandecieron. Un Shakespeare rubio y alado eternizó aquel crimen grandioso en un drama titulado El regicidio voluntario.
Sus versos todavía se recitan junto a las cunas donde las débiles larvas succionan las azucaradas cabezas de sus nodrizas.
Únicamente las hembras, poseedoras del futuro, adivinaron por sus vientres el destino de la Especie.
Pegados a la tierra, desterraron a los príncipes ociosos, sobre los cuales el oprobio tendió el olvido.
A partir de entonces, y a imitación de las hormigas, perfeccionaron de una manera prodigiosa el polimorfismo, la diversidad de formas. Con dietas habilísimas y secretas crearon a su voluntad reinas, obreras y soldados tan diferentes que parecen seres de otras especies. A diferencia de los humanos creadores de máquinas sobre las cuales actúan con sus toscos cuerpos, con sus intestinos y riñones, como en el primer día de la Creación, las abejas inventaron cuerpos. Siguieron fabricando zánganos, pero únicamente para la fecundación y el cruento sacrificio. El matrimonio real fue regulado por un horripilante protocolo. Una tibia mañana la Reina Virgen remonta su vuelo en el azul. La siguen miles de príncipes alados, sedientos de un amor que les producirá la muerte. Ella sobrepasa la altura de los halcones. Un poeta del panal ha escrito:

¡Más alto; por encima de las mariposas;
más alto desde donde se ve la espalda de los halcones.
Hacia el azul donde parece que el sol va a derretir las alas.
Todos los zánganos han caído a tierra, fatigados.
Solo uno llega hasta la Reina.
Y allí en pleno azul.
Sin contacto con la tierra, con el agua, o con la rama,
en la pureza absoluta del vuelo
confunde sus alas con las alas reales
y estalla el beso nupcial que poblará a los panales.
Y que hará también fecundas a todas las flores.
El Destino ha sido cumplido.
Ábrete el vientre ya y deja caer tus entrañas.
Pliega tus alas respetuosas de rey consorte.
¿Para qué deseas el resto del verano,
si no volverás a gozar de un éxtasis parecido?

Colmena en la Roca, que alcanzó una extraordinaria longevidad, pues vivió cuatro primaveras, estableció también el Senado secreto que dirige a cada colmena y que ninguno de nuestros naturalistas ha podido descubrir. Ni el mismo Hans —él lo confiesa— pudo jamás conocer a sus secretos miembros.
Todo esto sucedió a mediados del período terciario, cuando los que iban a ser grandes mamíferos eran unos diminutos roedores huidizos entre las rocas.
Hans, como buen ingeniero, se entusiasma ante aquella obrera arquitecta cuyo nombre renuncia a estampar, porque las abejas han confundido en un mismo sentido el oído con el olfato y oyen un azul y huelen una música. Esta obrera, ayudada por un gran matemático, inventó el panal regular de hexágonos de tal exactitud que el sabio René Réaumur propuso el alveolo del panal como medida fija en lugar de nuestro sistema métrico decimal. En épocas recientísimas, contemporáneas de Roma, de tal modo que Virgilio pudo ser su cronista, una joven y delicada reina estuvo a punto, por amor, de devolver el cetro a los zánganos. Su nombre es maldecido y se oculta a las jóvenes generaciones. Y únicamente de un modo clandestino pudo Hans comunicarse con un grupo sedicioso del sur de Italia que le dio estas noticias. El hecho ocurrió en un panal pegado a una columna jónica de un templo griego al pie del volcán Etna. La reina se llamaba "Miel de Abril". Él era un hermoso macho de rutilantes ojos múltiples, penacho y cegadoras luces en el corselete. Su nombre, "Rocío Real". La regia poetisa le dedicó unos versos. Ella fue el único ser algo humano en el despiadado mundo de los insectos.

Sé bien que tienes tres hermosos ojos en la frente,
para convertirme en tres cuando tú me mires.
¡Quién fuera la rosa donde tú penetras
o la fresca aurora que rosa tus alas en el primer vuelo!
Tus múltiples ojos laterales recuerdan al cielo estrellado.

Y en otro poema dice:

No sé por qué la horrenda mariposa Átropos,
que lleva sobre sus alas una figura odiosa,
utiliza su astucia para saber nuestras mágicas consignas.
Si supiera pronunciar tu nombre,
los guardianes de la puerta la conducirían hasta mi cámara nupcial.

El hecho de llamar, sin saber por qué, "odiosa" a ese dibujo de una calavera humana, que para las abejas no significa nada, la aproxima a nuestro corazón e indica que un alma común preside a todo el Universo.
Miel de Abril convenció a su amado para que no realizase el bárbaro y generoso harakiri, propio de un samurái, después del beso nupcial; y ocultándole entre sus alas descendió con él y lo introdujo en su cámara. Descubierta por el Senado Secreto, ambos fueron decapitados y sus cuerpos, arrojados fuera de la colmena.
Todavía hoy pronunciar su nombre se paga con la vida.
Las abejas, menos místicas que las hormigas —los dioses nacen en las cavernas—, poseen una religión más pagana y sonriente; y como los egipcios y los incas y los japoneses, adoran al Sol. Su demonio es el Invierno. La mejor novela de las abejas —a la que Hans alude de pasada— trata de una obrera perdida en la nevada y que, con las alas hechas jirones por los copos, llega a pedir hospitalidad a un hormiguero. Los poetas antiguos intuyeron este drama y lo reprodujeron en la antiquísima fábula de la "Chicharra y la Hormiga", confundiendo a la abeja con la chirriante violinista del verano mediterráneo.
Los filósofos de la colmena discuten si los maravillosos ojos facetados han hecho nacer en ellos el colectivismo (no ven nunca a un individuo, sino a una muchedumbre; ni a una sola rosa, sino a una rosaleda), o si, por el contrario, un instinto social inmanente ha forjado sus ojos de múltiples espejos que les hacen ver al mundo como a un mosaico bizantino.
Nos daba prisa don Ángel porque estaba huyendo, rápidamente, la noche.
—Aquí Hans —dijo don Mariano— habla de los mosquitos del dengue, de los de la malaria o paludismo, de las langostas de tierra. También se ha comunicado con ellos.
Pero no podíamos seguir leyendo. Se nos doraba, a toda prisa, el día. Dieron las seis en el lejano reloj de la iglesia; y luego repicaron alegremente las campanas congregando a los labradores a la misa del alba.
—Vámonos —les dije—; tenemos que afeitarnos, desayunar y dormir un poco por la mañana. ¡Esta tarde volveremos!
—Juremos antes —replicó don Mariano, el boticario— no decir a nadie lo que hemos leído.
Con la luz realista del sol, todo aquello parecía una pesadilla alucinante, un mal sueño del que despertábamos temblando. Pero había cierto placer en recobrar la normalidad, en oír campanas y cantos de gallos y escuchar las palabras prosaicas de "desayuno" y "afeitarse". Porque a los humanos nos espanta el misterio, aunque nos atraiga irresistible.
Entramos en el cuarto mortuorio.
Allí seguía Hans, con su tozuda inmovilidad de muerto. Parecía imposible que no sintiera la luz jubilosa del sol que devoraba a la vacilante y temblorosa luz de los cirios.
¡Qué poco tiene de hermano de Morfeo el Sueño de la Muerte!
¡Y qué fúnebre y espantoso el olor de aquella cera derretida, después de haber estado mentalmente visitando los salones de baile, perfumados y abrileños, de los panales!
¡Qué mal rimaban las manos deportistas, de raqueta y de remo, de Hans, con aquellas flores entrelazadas entre sus manos, cruzadas sobre su vientre! Pero íbamos recobrando el optimismo; olía a tierra mojada. Necesitábamos evadirnos del misterio.
—Yo creo —dijo don Mariano— que Hans era un pobre loco, y que todo lo que hemos leído son alucinaciones de un esquizofrénico.
—Eso pienso yo —corroboró don Ángel.
—Y yo.
Pero ninguno de los tres lo creíamos.
Me bañé y dormí hasta la hora del almuerzo.



LA INTRIGA INVEROSÍMIL

Aún no habían sonado las ocho cuando solos los tres de nuevo penetramos en el cuarto secreto.
—Tenemos —dijo don Mariano— toda la noche por delante.
Volvimos a abismarnos en las Memorias. De pronto di un grito; no pude contenerme.
—Aquí está la clave del misterio, esto lo explica todo.
Me rodearon.
—¿Qué es?
Les mostré un libro que tenía por rótulo "Alianzas". He dicho en otras ocasiones que Hans era un espíritu realista. Un latino, alguien con fantasía, hubiera dado a los vientos la increíble noticia de su comunicación con los insectos. Hubiera publicado en todas las revistas del mundo la Historia Universal de las Hormigas, o la literatura, perceptiva y dramática, de las abejas. Se hubiera hecho popular y el Rey de Suecia le hubiera entregado en Estocolmo el Premio Nobel.
Pero Hans era materialista y ambicioso. Se nombró a sí mismo Júpiter de los insectos. Quiso ser, él solo, toda la Mitología de aquellos pequeños seres; explotar sus rencillas, desencadenar Guerras Púnicas y Médicas entre ellos, otorgarles Siglos de Oro, descubrir Américas en termiteros de Australia, y cambiar sus destinos. Quiso transformarse de ingeniero sueco en Providencia implacable.
Fue un Buda piadoso y practicó la caridad entre las terribles hormigas Rufescens, llamadas también "Amazonas". Luego sublevó contra esta raza guerrera a sus esclavos, que hacían incluso su digestión para sus señores y les vomitaban mansamente su papilla digestiva, pues ellos, por sus mandíbulas descomunales para la guerra, eran incapaces de masticar. Predicó la rebelión a estos estómagos serviles, y las orgullosas Rufescens se rindieron por hambre. Extensas y ricas zonas agrícolas del globo se vieron así limpias de esta especie de hormiga. Los esclavos, privados a su vez de la heroica defensa de sus barones feudales, fueron devorados por otros insectos. Hans libró así a cientos de miles de hectáreas de agricultura, siendo pagado espléndidamente por este servicio.
En sus emisiones marxistas-leninistas alzó a las subespecies contra las especies, y a las especies contra los géneros.
Prometió amor a las obreras castradas, y ojos y luces de primavera a las hormigas ciegas. Insurreccionó a los machos contra las Repúblicas de las Madres. Y, obedientes a su voz, las hormigas bombonas o de miel, colgadas como odres colectivos, se alzaron contra sus señores, al grito de "no más bodegas vivientes".
Fue un Marat, toda una Revolución Francesa, en los gigantescos Imperios fundados por la Formica exsectoides, cuyos nidos, comparados con su tamaño, son ochenta veces más altos que las pirámides de Egipto, con respecto al ser humano. Y los campesinos de Pensilvania le premiaron con suculentos cheques.
Lanzó minúsculos Trotskis y Lénines, que fundaron su Sóviet de obreras y soldados, contra las aristocráticas Sanguinas europeas, valientes y esclavistas, y derribó sus Romas capitales y exterminó sus ganados de pulgones. Se apoyó en las cobardes Glebarias, a las que enardeció con himnos y arengas. Lanzó a las Alpini contra las Trotanorium; pasó a sangre y fuego a las australianas "Cabezas de Caballo" y enseñó a usar a las pacíficas y afeminadas Pratensis su terrible veneno, hacía siglos olvidados. Fue, según le convino, un Alejandro Magno de las Dorilinas, carnívoras de Sudamérica, a las que llamó para alentarlas "las que nunca huyen", y compuso un himno como en Cataluña— para sublevar a las Segadoras, e incendió millones de jardines y huertos subterráneos.
Como Mahoma, practicó el Yihad, la Guerra Santa, entre las Harpegnatus cruentatus, que saltan medio metro apoyándose en sus desmesuradas mandíbulas, y justificó y aplaudió el regicidio de las Decapitans, que sierran los cuellos de sus reinas.
Hans ablandó con inmundos parásitos eterómanos a los grandes Aquiles enemigos. Practicó el racionalismo en los Imperios que quiso abatir. Resucitó entre las Ecitones la esperanzadora religión de la Mano, haciéndoles creer que era suya y aliada aquella mano neolítica que hace millones de años desbarató a un hormiguero; y fue el propio Hans quien renovó la guerra, también de millones de años, entre las hormigas y las termitas. Billones de muertos fundaron el pedestal de su gloria o tal vez de su crimen. Y sus insectos-espías le avisaron de cuándo iban a abrirse los misteriosos termiteros, ofreciendo una fácil presa a las ranas, a los pájaros e incluso a los indígenas. El Congo, Madrás, Ceilán (Sri Lanka) vieron, con alegría, cómo después de contratado el ingeniero sueco, disminuía la peste de los termes. Sus gigantescas Nuevas Yores quedaban vacías, y la cuenta de Hans en los Bancos de Wall Street se henchía continuamente.
También el destino del panal fue modificado, porque conocía perfectamente el lenguaje de las abejas. Hans propuso a los agricultores acabar con las malas razas que usufructuaban el polen de las flores, y contra ellas levantó a los vencidos zánganos. El dulce mito de Miel de Abril, sacrificada junto a su amado Rocío Real, fue utilizado en sus programas políticos.
Los zánganos, resplandecientes de ojos, lujosos de penachos, recuperaron el poder. Poco después vino la ruina de los panales, y el ocio y el vicio dejaron vacíos de miel a los perfumados lagares. Con las enormes Apis dorsata aniquiló a las débiles Apis florea. Y las tristes y enlutadas Calicadomas, abejas albañiles, dejaron con la extinción de su débil raza de visitar a las corolas.
"Ya soy —escribía vanidosamente en su cuaderno— el dueño de la Primavera. Si alguna Nación solicita mis Servicios, puedo, por medio de mis intrigas en las colmenas, hacer desaparecer a todas las abejas de un territorio y con ellas desaparecerán más de mil especies de plantas que estas abejas fecundan.
Con la muerte de estas plantas puedo suprimir especies de animales y matar de hambre a los ganaderos. Está en mis manos el alterar los planes de la Creación, modificar el clima, la fauna, la flora y trastornar el destino de la Humanidad".
¿Comprendéis por qué Hans no utilizaba ningún insecticida para combatir a estas plagas del campo, y por qué se hacía pagar, lujosamente, sus campañas? Los contratos le llovían. Los Gobiernos se lo disputaban.
Sabía explotar al individualismo como una bomba atómica entre los tediosos insectos sociales. Podía dar un nombre y salvar a la neurona del inmenso cerebro colectivo, transformarla en héroe o heroína; podía introducir la muerte individual, hasta entonces ignorada, en su inmortalidad colectiva.
Pero los insectos reaccionaron. Vieron en aquella intervención sobrenatural algo que iba a destruirlos a todos. Los "Senados Secretos", enterrados, empezaron a reunirse en sus tinieblas. Sabiamente, durante millones de años, los insectos habían aguardado su hora. Sabían que a la larga solo ellos reinarían sobre el planeta.
Los insectos del mundo declararon la guerra a Hans. Y éste empezó a replegarse.
Evacuó las regiones tropicales; huyó hacia el Norte apoyado en sus aliados. Llevaba cuatro años retirándose. Su diario era patético y deslumbrador. "He perdido —escribía— a Australia; mis mejores regimientos se baten en el Congo Belga. Formosa (Taiwán) está sitiada. Se han pasado al enemigo todas las razas de las Dorilinas".



VEMOS A LOS INSECTOS

—Ha venido la luz —comentó don Ángel.
Porque en aquel pueblo solo la daban de nueve a doce de la noche. Entonces se iluminaron los radiorreceptores, los teletipos y los aparatos de televisión. ¡Nos quedamos aterrados! Porque de repente, como gigantescos monstruos, vimos y oímos a los insectos. En pantalla aparecían rostros fabulosos con miles de ojos, con mandíbulas con trompas, sin perfil ni frente, vibrando sus antenas, con enormes parásitos colgados de las comisuras de sus bocas, para no desnivelarlos al andar.
Escuchamos unas salmodias lúgubres, lejanas al principio. Y luego aterradoras. Era la primera vez, después de Hans —que ya no escuchaba—, que unos oídos humanos oían el alarido de una hormiga; era una voz ultraterrestre, chillona como la interferencia de la radio por una tormenta, pero con algo de bramido animal, de rugido de entrañas. Nos llegó un mugido espantoso, de recién parida, de vaca inmensa, de la Reina de las Abejas, golpeándose contra las celdas selladas. Las cintas de teletipo, como unas serpentinas cansadas, caían y se enrollaban en el cesto. Traducían al inglés aquella voz, aquellos alaridos minerales, aquellas carcajadas sin piedad. Todos cantaban, gritaban contra Hans y sus aliados.
En vano el jefe de las Decapitans, arrastrando sus entrañas por el suelo, había intentado detener a los enemigos en el suelo de España, al frente de sus Batallones Sagrados.
La Falange macedónica de las abejas, mandadas por Antena de Abril, había sido diezmada por múltiples don Opas, que en infinitos Guadaletes se habían pasado al enemigo en las batallas decisivas.
Millones de millones de termitas subieron desde los trópicos, desde las selvas del Congo, desde las hojas calientes del Amazonas, de las selvas, podridas de vida, de Sumatra y de Borneo, hacia la clásica claridad del Mediterráneo. Venían ondulantes, convirtiendo los muebles y las casas en fantasmas en hueco, en puras formas sin materia, royéndolo todo con sus fabulosas mandíbulas. Hans narraba en sus Memorias aquella marea devastadora. En un poblado yanomamo, habían dejado convertido en mondo esqueleto, sujeto por una cadena, al jaguar que guardaban en una jaula de hierro. En Egipto convirtieron en muebles de papel toda la lujosa residencia del gobernador inglés. Las últimas palabras del Diario de Hans eran desalentadoras. Las palabras "avanzan", "avanzan", se repetían incesantemente. Y las radios continuaban atronando en nuestro derredor. Sin duda estaban celebrando la victoria. Más adelante escribía: "He prendido hogueras delante de mi ventana para ver si el humo las detiene". El día 4 escribía lo siguiente: "Todo está perdido, el campo está en calma, ni un solo insecto visita a las flores. Están preparando el asalto final".
Esa misma noche Hans murió asesinado por los insectos.



LA GRAN VENGANZA

La ventana había quedado abierta. Millones, billones, trillones de termitas, de hormigas, de abejas con corseletes dorados, con mandíbulas, jeringas venenosas, berbiquíes, sierras, aguijones, debieron caer sobre él cuando estaba dormido. No pudo despertar. Los infinitos y sutilísimos venenos paralizaron su sistema nervioso. Tóxicos que parecían venidos de otros planetas le pararon el corazón. Por eso aparecía tranquilo sobre su cama con una vaga y fugaz expresión de espanto, que únicamente se había refugiado en su boca.
—Hans —expliqué a mis sobrecogidos compañeros— ha pagado esta noche su gran pecado. Intentó penetrar en lo prohibido, alterar la evolución misteriosa de las Especies. Quiso tener en sus manos un atributo de la Divinidad. Y eso se paga.
—Pero no hay ningún gesto inútil —contestó don Ángel—. Como la piedra en el río hace ondas que se agrandan hasta la orilla, así se agrandará el paso de Hans entre los insectos. Los millones de años transcurridos entre la Creación de estos pequeños seres hasta la interferencia de Hans son unos segundos en la vida de la Tierra, y su Era verdadera comienza con este hombre que yace muerto en este cuarto.
—Sí —añadió don Mariano—, ha trastornado para siempre las líneas de su Destino, y si alguna vez los insectos nos sustituyen y son los futuros reyes del Planeta, Hans será responsable de su triunfo.
Lucía un sol espléndido.
—¿A qué hora —pregunté— es el entierro?
—A la una, después de la Misa Mayor.
Apoyé mi mano en el chopo cercano a la ventana de Hans para no caer en un charco.
Y vimos, con terror, que el inmenso árbol caía sobre nosotros, y ya nos dábamos por aplastados y malheridos. Pero no sucedió nada. Porque el enorme chopo no existía. Era un fantasma de las termitas que solo conservaba su figura. Sobre nosotros llovió únicamente un furioso serrín de color marrón.
—Desde este árbol —dije— debieron esperar agazapados la misteriosa señal para saltar al cuarto de Hans.
Todo el pueblo acompañó al cadáver, llevado en hombros, por el mal cuidado cementerio de la aldea, lleno de zarzas y morados cardos, entre las cruces de madera, caídas. Entre las malvas del cementerio civil, unos pobres burros, con mataduras y llagas del aparejo, pastaban despreocupadamente.
Ni un solo insecto apareció en aquella jubilosa mañana de abril.
El campo guardaba luto, o callaba, rencoroso.
Únicamente, cuando todos hubieron desfilado ante la tumba y ya nos marchábamos del camposanto, vimos a una abeja zumbadora que, como una bolita de oro, vibró un momento sobre la blanca lápida. Había cercanas unas malvas reales, pero no las visitó.
Era, sin duda, un emisario, el primero, que venía a cerciorarse si su dios había sido enterrado, o acaso a vigilar (en nombre de tantos insectos que mueren en gusanos o larvas y reviven en mariposas) su posible resurrección...



FINIS.

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