domingo, 15 de enero de 2023

CÓMO PANTAGRUEL OBTUVO UNA VICTORIA INUSUAL

CAPÍTULO XXVIII.

DE CÓMO PANTAGRUEL OBTUVO UNA VICTORIA SOBRE LOS DIPSODAS DE MANERA BIEN INUSUAL

Después de todas estas deliberaciones, Pantagruel llamó al prisionero y se dirigió a él:

–Vuelve al campamento de tu rey y dile las nuevas de lo que has visto, y que acepte mi invitación a la fiesta que celebro mañana al mediodía.

Respondió el prisionero que se rendía ante su captor, y que estaría contento si nunca jamás regresaba con su gente, sino que combatiría con Pantagruel contra ellos. Este deseo le fue denegado, y Pantagruel le ordenó, “de lo contrari”, que se marchara, pero no sin antes entregarle un presente para el rey Anarco: y le entregaron un tarro lleno de una compota de euforbio y pimienta de Cayena, todo conservado en aguardiente, con la orden de llevar el presente a su rey y decirle que, si podía tomar una cucharada de la compota sin beber nada después, podría resistir al enemigo sin temor alguno. Entonces el prisionero le suplicó de rodillas que, a la hora de la batalla, tuviera piedad con él. Respondió Pantagruel:

–Cuando le hayas entregado el presente a tu rey, te digo que pongas toda tu esperanza, y ésta no te dejará, pues la esperanza es lo último que se pierde. Ya ves lo poderosos que somos, que tenemos infinitos efectivos, pero no confío en mi fuerza ni en la tecnología de nuestro bando, sino en que la Providencia nunca dejará de lado a quienes no han rendido la esperanza.

Dicho esto, el prisionero se fue con el presente.

Hablemos del rey Anarco y de su ejército. En cuanto el prisionero regresó a su campamento, se dirigió a presencia del Rey, y le explicó cómo Pantagruel había vencido y hecho asar vivos –¿se podría ser más cruel?– a todos aquellos seiscientos cincuenta y nueve caballeros, y como él había sido el único que quedaba con vida para contarlo. Además, Pantagruel le había dado el mensaje de que le invitaba a comer al mediodía siguiente, ya que dudaba de si presentar batalla decisiva. Y, a continuación, el emisario le entregó al Rey el tarro de compota. Pero, apenas éste hubo tragado una cucharada, se le abrasó por completo la garganta, le salió una úlcera en la úvula y la lengua se le peló. Y, para remediar aquello, no podía hallar otra cura que la de beber sin detenerse ni un instante: tan pronto como le apartaban la copa de los labios, toda la boca le volvía a arder. Así que tuvieron que llenarle de vino con un embudo. Viendo esto los generales y la guardia real, también probaron la compota de marras, para ver si era tan fuerte… pero corrieron la suerte de su rey. Y todos ellos se pusieron a darle tanto a la botella que el rumor corrió por todo el campamento: que el prisionero había regresado, que el asalto sería al día siguiente… y que allí se preparaban el rey y los generales y los guardias reales, todos ellos bebiendo como cosacos. Y pronto todos los miembros del ejército, hasta los pífanos y los tamborileros, se habían puesto a darle a la jarra, a soplar y a trincar del mismo modo… y bebieron tanto que se durmieron como cerdos, sin ningún orden ni concierto, por todo el campamento.

Volvamos al buen Pantagruel, y expliquemos cómo se condujo en estas circunstancias. Llevaba en mano el mástil de su buque insignia, y lo había cargado con doscientos treinta y siete toneles de vino blanco de Anjou. Y llevaba a la cintura un bote de remos cargado de sal gorda, igual que los lansquenetes de entonces llevaban sus cartucheras, que eran riñoneras llenas de munición. Y así se puso en camino con sus compañeros. Y, cuando se hallaban cerca del campamento enemigo, Panurgo le preguntó:

–¿Qué os proponéis, señor? Saquemos ese vino blanco de Anjou del cargamento, y bebamos aquí como cosacos.

Propuesta que Pantagruel aceptó encantado, y bebieron tan bien que no quedó ni una gota de aquellos doscientos treinta y siete toneles (a excepción de una azumbre que Panurgo se llenó para conservarla él mismo de vademécum). Después de haber soplado un buen rato, Panurgo le dio a Pantagruel un preparado compuesto de brezo, de uva de oso, de raíz de ortiga y de polvo de escarabajos cantáridas, además de otras sustancias diuréticas.

Habiendo hecho esto, le dijo a Carpalín:

–Y, hecho esto, desciende llevando una antorcha encendida, con la que prenderá fuego a todas las tiendas del campamento. Y, habiendo hecho ésto, grita tanto como puedas con ese vozarrón que tiene, que se oye por encima de todo el fragor de la batalla, y sal del campamento.

–Sí, señor –dijo Carpalín, –pero, ¿no sería bueno ponerle tapones a toda la artillería enemiga?

–No, no. Pero préndeles fuego a todos los polvorines.

Carpalín partió al instante y acató al pie de la letra las órdenes de Pantagruel. Y, una vez que hubo prendido fuego por todas las tiendas del campamento, pasó ligeramente por entre ellos, como un ninja, sin que siquiera llegaran a sospechar de su presencia: tan profundo dormían como troncos, incluso roncaban. Llegó Carpalín al lugar donde estaba la artillería, y también prendió fuego a los polvorines. Pero –¡qué horror!– la explosión fue tan súbita y tan intensa que por poco carboniza al pobre Carpalín. Si no fuera por su prodigiosa velocidad y agilidad, habría terminado hecho fricassé… pero, por fortuna, partió tan rápido que un dardo de ballesta no habría podido ni rozarle. Y, cuando ya estaba fuera de las trincheras que rodeaban el campamento, gritó a todo pulmón, con una voz tan terrorífica que parecía que todos los demonios del infierno se hubieran desatado y andaran a sus anchas por la Tierra. Tal sonido despertó a todos los enemigos, pero, ¿sabéis como? Igual de aturdidos que si se hubieran despertado en la Plaza de España de Alcora un Viernes Santo al mediodía, justo a quemarropa de la Trencà de l’Hora. Y, mientras tanto, se puso Pantagruel a sembrar la sal gorda que llevaba en el bote que usaba de riñonera; y, como dormían todos con la boca abierta, le llenó a cada uno todo el gaznate, haciendo a todos aquellos pobres diablos toser como locomotoras:

–¡Ah, Panta–¡cof!–gruel, ¡cof! nos aña–¡cof!–des leña ¡cof! al fue–¡cof!–go!

De repente, le vinieron ganas de orinar a Pantagruel, debido a los diuréticos que le había administrado Panurgo, y aligeró la vejiga en medio del campamento enemigo con tan copiosa descarga que les ahogó a todos; y hubo diluvio particular en diez leguas a la redonda. Dice M. Rabelais, remontándose a la Historia apócrifa, que si la gran yegua de su padre hubiera orinado de igual modo, saldría un diluvio igual al de Noé, o al de Deucalión y Pirra, ya que la única vez que se registra el caudal de aquella yegua, no surgió de allí un río más caudaloso que el Ródano (siendo el origen del Ródano dicha legendaria yegua de Gargantúa).

Los enemigos supervivientes, entre ellos el rey Anarco y sus generales más fieles, como el Licántropo –que lo veían todo a la luz de las tiendas en llamas y de unos cuantos rayos de luna–, tras haber despertado, vieron de un lado el incendio de su campamento; y del otro, el diluvio urinario. No sabían qué decir ni qué pensar. Unos opinaban que era el fin de los días y el Juicio Final, y que todos los culpables serían consumidos por el fuego; otros, que los dioses marinos –Neptuno, Poseidón, Rán, Ägir y demás– les perseguían, ya que, de hecho, aquel diluvio era de agua salada.

Oh, ¿quién podría explicar cómo se portó Pantagruel durante el combate del día siguiente? ¡Oh mis musas, mi Calíope, mi Talía! ¡Inspiradme ahora, restaurad la lucidez de mi mente! Pues he aquí la paradoja, he aquí la catapulta, he aquí el escollo, he aquí la dificultad de poder describir la cruelta batalla que se libró. Ay, ¡si yo tuviera una copa del mejor vino que jamás beberán quienes leen esta historia tan verídica!

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