sábado, 31 de octubre de 2015

ROMANCE DE LOS TRES HERMANOS BARATHEON

I had this plot bunny for last year's Halloween, but urgent school projects made me postpone it up to this year.
The Baratheon version of a familiar tale, meant to make you shudder but also feel relieved in the end. The song will be divided into three (well, four, the first section is numbered zero) ballads, a form recalling the olden days of the Habsburgs (now that the Charles V series is getting sooo interesting!) and as a tribute to seventeenth-century Spanish literature, the "romance" ballad format being commonplace in both drama and poetry of the Siglo de Oro.
So yes, this is the Three Baratheon Brothers fusion that I'd someday write for Samhain. Done as a narrative poem, no less!

Pairings: Robyanna, Lyaegar, Renloras, Stanlyse.

Rating: mention of sexuality, violence, ethyl intoxication. Character deaths galore. Story that branches into three: two with tragic endings and one with a bittersweet ending.

Parte del proyecto #CuantoPudoHaberSido



ROMANCE DE LOS TRES HERMANOS BARATHEON

-1.
PREFACIO
Tres caminos recorren la Colina de la Dificultad:
el de la diestra se llama Peligro,
el de la izquierda se llama Destrucción,
y el del medio, el más escarpado, lleva a la Pérgola del Reposo.
Tres manzanas caen ahora de los cielos:
una para quien narra,
otra para quien escucha,
y la tercera para quien comprenda.

0.
LOS TRES DESEOS
Por las Tierras de los Ríos,
a la luz del sol poniente,
van tres hermanos varones
cabalgando diestramente.
Tienen los ojos azules,
pelo negro y reluciente,
son los tres altos y apuestos,
mas cada uno es de una suerte.
El mayor, ancho de talle,
fiero, barbudo, imponente,
cuarentón y veterano,
bien temido combatiente,
se saca la cantimplora
del cinto y con ansia bebe
con frecuencia, a cada instante,
cabalga medio inconsciente:
quiere olvidar el pasado
y que la embriaguez destierre
las cuitas que siempre asedian
su corazón y su mente.
El más joven, un mancebo
que no pasa de los veinte,
lampiño y bien parecido,
confiado e impaciente,
suave como una muchacha
e inexperto, mas valiente,
se imagina en el futuro,
coronado de laureles,
celebrando mil victorias
suyas frente a los dornienses.
El mediano, treintañero,
es quien vive en el presente,
un señor enjuto, enteco,
estrecho de talle, endeble,
siempre de pocas palabras,
de firme voluntad siempre,
seguro de que le esperan
la esposa e hija que tiene
en la austera fortaleza
donde viven, se contiene
de excesos y de quimeras.
Los otros dos no le quieren:
ven en el al aguafiestas,
al que odia los placeres,
siempre serio y taciturno,
nunca confiado ni alegre,
mas él se dice a sí mismo:
"Ya veréis quién es más fuerte".
Cuando el astro rey se pone,
han llegado al Forca Verde,
y resulta que, con lluvias
bien crecida la corriente,
con violencia incontrolable,
arrancó de cuajo el puente.
Los tres hermanos se miran,
en un principio impotentes:
¿cómo cruzarán el curso
ahora que está roto el puente
sin cruzar por los Gemelos
y, ergo, con los Frey verse?
No tienen otras opciones
y cruzan el Forca Verde
por los torreones gemelos
que guardan de piedra el puente
de un señor entrado en años,
que quiere que tratos cierren:
de sus hijas o sus nietas
una Frey desposar deben.
Tras la noche en los Gemelos,
dicho trato les ofrece.
Robert, el mayor, se niega:
"Sólo amo a quien más me quiere:
sólo he amado a una doncella,
pero la perdí por siempre".
Ídem Renly, el más joven:
"Sepa, lord Frey, si me entiende,
nunca he hallado a una dama
que mis deseos despierte".
Queda el segundón, Stannis,
que responde esta suerte:
"Mis hermanos son solteros
y descendencia no tienen:
mas yo tengo esposa e hija,
a quienes quiero y me quieren".
Salen, pues, los tres corriendo
y saltan a sus corceles,
galopando a toda prisa
hasta que la Forca Verde
se disipa a sus espaldas
a la luz del sol poniente.
Creían estar seguros,
lo inesperado sucede:
un destacamento viene,
guerreros de azul celeste
que por emblema plateado
ostentan de Frey el puente.
¿Será entonces que fallezcan,
que este canto a su fin llegue?
El mayor saca su maza,
que sólo él blandir puede;
los otros dos, sus espadas:
claro, un combate sucede...
al final, los tres, exhaustos,
a los hombres de Frey vencen,
y, con ligeras heridas,
arrojan al Forca Verde
los cuerpos del enemigo,
ensangrentados e inertes,
y, luego, recogen ramas...
una fogata ya encienden.
Despiertan junto a la hoguera,
cuando entonces, de repente,
les llaman a sus espaldas
con voz dulce mas potente,
asexuada e inhumana.
Los tres hermanos se vuelven
y a una forma encapuchada
y oscura ven, imponente.
Les habla el Desconocido,
el Séptimo de los Siete:
"Los tres hermanos Baratheon
escaparon a su muerte
en el campo de batalla:
desafiaron a su suerte
y salieron vencedores:
habrá quien les recompense.
La protección del Guerrero
y la de otro dios potente
se han sobrepuesto a las mías.
Sois tres varones con suerte.
Os concedo a cada uno
un deseo, el vuestro más fuerte,
sin límites y sin trabas:
que cada uno bien lo piense".
El más joven se adelanta,
arrogante, y, sin que piense,
con la mano sobre el pecho,
pide su deseo ardiente:
RENLY.
"Deseo ser invencible
en combate, en el frente:
que en el campo de batalla
ni cautiverio, ni muerte,
ni lesiones, ni derrota
conozca yo, invicto siempre".
EL DESCONOCIDO.
"Así sea, joven confiado.
Toma este acero, si quieres".
De los pliegues de su capa,
el Séptimo de los Siete
saca la más bella espada
que Renly vio en años veinte:
el puño es de hojas y flores
de ramas trenzadas trece,
la hoja es de acero valyrio.
RENLY.
"¡La llamaré Floreciente,
y, ahora, la ciño a mi talle,
confiado, feliz, sonriente!"
Al quedar impresionado
por tan brillante presente,
el mayor de los hermanos
se adelanta, tan valiente,
sonrosado y medio ebrio,
y pide, con voz potente:
ROBERT.
"¿Dar la vida a los difuntos
que te llevaste y te lleves
no te resulta imposible?
He aquí lo que mi ser quiere.
Una vez amé y fui amado,
era feliz e inocente.
A esa persona os llevasteis
y aquel adiós aún me duele".
EL DESCONOCIDO.
"Así sea, triste guerrero.
Si con tu amor volver quieres,
pon esto sobre su pecho,
donde ahora vida no tiene".
De los pliegues de su capa,
el Séptimo de los Siete
saca una piedra que brilla
y que ilumina, caliente, 
como un corazón palpita,
donde la vida se siente.
ROBERT.
"Con esta joya en mi diestra
siento el placer renacerme,
es cálida y da alegría,
mucha más que el aguardiente.
Y devolveré a la vida
a quien yo perdí, por suerte".
El segundón ha callado
y escuchado atentamente,
pensando en sus dos hermanos
condenados ya, sin suerte.
Lo deseado a corto plazo
les podría incluso dar muerte:
¿de qué sirve ser invicto,
de qué desafiar las leyes
que rigen nuestra existencia?
Allá ellos, esa gente.
A Stannis no les importa
lo que traigan sus presentes.
Largo tiempo ha cavilado
y al fin habla de esta suerte
el más austero y humilde,
con razón, sin más creerse:
STANNIS.
"Aquello que yo deseo
no es tan caro, es evidente.
Es un favor lo que os pido
y que os pagaré con creces.
¿Seguiréis a mis hermanos?
Yo, contento con mi suerte,
el que no podáis seguirme
es lo que os pido y que piense
ser mejor para los míos,
aunque tal vez os ofende".
Y, quitándose la capa,
el Séptimo de los Siete
muestra otra capa debajo,
ésta, negra y reluciente.
La que se ha quitado es clara,
ligera, un velo cual nieve
fresco y de color de niebla,
modesto y nada imponente.
No responde con palabras,
mas sin palabras asiente.
Poniéndose la capucha
y en los hombros su presente,
el enjuto treintañero
observa desvanecerse
ante él al Desconocido,
y ocurre algo sorprendente:
sus dos hermanos le llaman,
y le buscan, impacientes,
por toda aquella cañada, 
diciendo que no aparece.
Confuso y perplejo, Stannis
les llama. Ellos se sorprenden, 
volviendo hacia él la cabeza:
ROBERT Y RENLY:
"¿Ahora juegas a esconderte?
¿Tú, tan serio desde niño?"
Y Stannis corre a una fuente,
a las aguas del estanque
él se asoma y se sorprende
al ver que, para su asombro,
¡su reflejo no aparece!
"Será cosa de la capa
que ellos dos me creen ausente!"
Deja caer la capucha 
sobre la espalda. Aparece
reflejado en el estanque
su rostro: impasible frente,
mirada fría y penetrante,
rasgos marcados. ¡El presente
era una capa invisible!
Sus dos hermanos le encuentran,
no le escuchan ni le creen.
Llegan a una encrucijada
en el medio de Poniente,
y deciden separarse,
cada uno con algo en mente.
ROBERT.
"Yo me dirijo a Invernalia,
hacia el norte, aunque ahora hiele,
a despertar a mi amada, 
pues puedo cambiar su suerte".
RENLY.
"Yo me dirijo al Dominio,
al sur, que siempre florece,
a combatir, siempre invicto,
contra las huestes dornienses".
STANNIS.
"Yo me dirijo a una isla
austera del mar de oriente,
donde mis seres queridos
aún me esperan impacientes".
Tras decir estas palabras,
los tres hermanos, con creces,
se despiden y se abrazan,
deseándose unos a otros suerte,
uno, con suma ironía;
los otros, sinceramente.
Cada uno se dirige
a donde su alma le lleve:
el mayor, al frío norte;
otro, a tierras florecientes;
el segundón, con los suyos,
a su isla del mar de oriente.
Escuchemos, pues, aquello
que dieron sus tres presentes.

I.
LO QUE LE ACONTECIÓ AL HERMANO MAYOR
Días después, en el Norte,
tras los muros de Invernalia,
a la luz de un sol más frío,
por la vasta plaza de armas,
ante amigos y anfitriones,
Robert Baratheon cabalga.
Estrecha la mano diestra
con su fiel hermano de armas,
con la bella esposa de este,
Catelyn, esbelta y castaña,
mientras piensa en que tal dicha
nunca volvería a su amada
si no fuera por la entrega
de aquella piedra encantada.
A los felices esposos
efusivamente abraza,
mientras sueña con la dicha
que le había sido negada.
Saluda ahora al heredero,
joven guerrero, y repara
que vio la luz de sus ojos
en acero reflejada,
brillando ha diez largos años
en enemiga coraza,
cuando aún él era apuesto
y estaba por desposarla.
ROBERT.
"¡El chico es tocayo mío,
a ver qué renombre alcanza!"
dice, alegre, lord Baratheon.
Luego, pasa a las hermanas.
Le hacen sendas reverencias;
una, ahuecando la falda;
la otra, cual si varón fuera,
echa adelante la espalda.
En esta última, sus ojos
están más fijos que en Sansa,
la mayor, la pelirroja,
llena de maestría y de gracia,
gran bordadora de flores,
virtuosa al tañer el arpa,
de bellos ojos azules
y mejillas sonrosadas.
Cuanto le dio la Doncella
tal vez le negó a su hermana,
aquella a quien Robb Baratheon
mira, lleno de nostalgia.
Es una niña morena,
más oscura en lo castaña,
con ojos de un gris acero
y la tez pálida, clara.
Al hacerle el besamanos,
todo su calor le estampa,
lo cual sorprende y asusta,
claro, a la pequeña Arya,
que, mirando al invitado,
le oye musitar: "Lyanna",
pues en la sobrina vive
aún su tía reflejada,
la prometida de Robert,
aquella inusual muchacha
que decía lo que sentía
y que montaba a horcajadas,
que desdeñaba la aguja y
prefería espada y lanza.
Por un momento, a la niña
Robb ha visto bella y alta,
como será cuando crezca
y los Stark quieran casarla.
Ya impaciente, se imagina
estrechando a su Lyanna,
que le mirará confusa,
de sus sueños despertada,
a quien robará mil besos
que, cuando fue arrebatada,
guardó para sí el guerrero
en lo hondo de sus entrañas.
A los hermanos menores
saluda, mas mira a Arya,
aún soñando despierto
con recuerdos de su amada,
con devolverla a la vida,
renovada la esperanza
que él creía imposible
de un día poder despertarla.
ROBERT.
"Descendamos a la cripta,
pues quiero ver a Lyanna",
dice lord Robert Baratheon
de manera apasionada.
EDDARD.
"Aún tenemos tiempo y fuerzas
de celebrar tu llegada",
responde su amigo Eddard,
el hermano de su amada,
el que combatió a su lado
en las guerras, en campaña.
EDDARD.
"Hoy cenarás con nosotros,
en nuestra mesa, en la sala.
Y hablaremos de las penas
y alegrías y hechos de armas
que, desde la despedida,
a tí y a mí nos separan,
y a mi esposa y nuestros hijos
entretendrás con tus sagas".
Robb no puede resistirse:
de celebrar será causa,
alegrarse y ahogar penas
le apasionan: no le cansan,
mucho menos tras sufrir por
la pérdida de su amada.
Mientras con sus anfitriones
en el Salón de Invernalia
entra lord Robert Baratheon,
hablaremos de Lyanna,
de cuánto dolió perderla,
de cuánto importaba amarla.
Ya os contamos cómo era
cuando a su sobrina Arya
conocimos: una joven
inquieta, alegre y extraña,
la prometida de Robert,
aquella inusual muchacha
que decía lo que sentía
y que montaba a horcajadas,
que desdeñaba la aguja y
prefería espada y lanza.
En vísperas de la guerra,
justo antes de desposarla,
desapareció sin rastro
la señorita Lyanna.
Con el príncipe heredero
ella sola se marchaba,
viendo que era inteligente
y diestro tañedor de arpa,
cantor, poeta y artista.
¿Y Rhaegar a ella? la amaba.
Por ende, estalló la guerra,
por encontrar a Lyanna:
desafiando a la Corona,
Baratheon llamó a las armas,
dejando a sus dos hermanos
todo lleno de esperanzas
de que en Bastión de Tormentas
entraría con su amada.
En las Tierras de los Ríos
la decisiva batalla
se libró, y fue la victoria
por los rebeldes ganada
cuando lord Robert Baratheon,
con un golpe de su maza,
el pecho del heredero
destrozó. De su garganta,
entre los pálidos labios,
mezclado con sangre clara,
dejaba el cuerpo de Rhaegar,
ergo, el nombre de Lyanna:
su último pensamiento
y su última palabra.
Cuando muere la realeza,
a su hueste furia alcanza:
al caudillo de rebeldes
persiguieron, sin tardanza.
Baratheon se defendía;
les forzó a la retirada,
mas le hirieron enemigos
disparos, lanzas y espadas.
Y pasó convaleciente
días que se hicieron semanas,
alentando aún en su seno
la apasionada esperanza
de, vencedor de la guerra,
desposarse con su amada.
¡Ay, si así fueran las cosas,
qué frágil es la esperanza!
Al final de aquel conflicto,
ya bien cerradas sus llagas,
tras buscar a sus hermanos
y saludar a su patria,
Robb Baratheon partió al Norte,
a desposar a Lyanna,
con dos hermanos menores,
sus banderizos y guardias,
todos llenos de alegría,
todos llenos de esperanza.
Al llegar a su destino,
al vislumbrar Invernalia,
hallaron, para su asombro,
la fortaleza enlutada
y enlutados sus señores,
llorando una gran desgracia,
aunque no sea de norteños
mostrar tal desesperanza:
dicen que el frío les deja
las lágrimas congeladas.
Y en el Gran Salón yacía,
en un féretro, Lyanna,
cual nieve pálida y fría,
ni siquiera respiraba,
con una dulce sonrisa
y de rosas coronada,
de aquellas rosas azules
que, en vida, le encantaban.
La había hallado su hermano
Eddard, allá en las Marcas,
en la Torre de Alegría,
ardiente, febril, exhausta.
Las nuevas de que su Rhaegar,
a quien de verdad amaba,
había hallado su destino
en el campo de batalla
la cambiaron para siempre,
en ella fueron su lacra,
ya no quería seguir viva
y desconocía la calma:
desde entonces, era presa
de unas fiebres despiadadas,
por las que pronto, la corta
vida le fue arrebatada,
y de su gran sufrimiento
así al fin fue liberada.
Su prometido quería
ver de nuevo a su amada,
por quien declaró una guerra
y causó incontables bajas:
con el firme frío del Norte,
la belleza aún conservaba,
parecía aún durmiente,
pero ya no respiraba.
Y sintió Robert Baratheon
que el corazón le estallaba
en el pecho de guerrero
que se alegraba en campaña.
Pálido como la cera,
como su difunta amada,
y sus dos callosas manos,
por primera vez, temblaban,
mientras aquel cuerpo inerte
fijamente él observaba:
ROBERT JOVEN.
"¡Esta figura yacente
fue otrora mi amada Lyanna!
¿Qué fue de los ojos grises
que como astros brillaban,
qué fue de aquellas mejillas
tan blancas y sonrosadas,
de aquellos labios de sangre
que brillaban de escarlata?
¿Qué fue de aquellas pasiones,
sueños, deseos y ansias
que en su pecho otrora ardían,
que su sangre calentaban?
¡Ay, se han ido para siempre!
¡Por siempre te fuiste, Lyanna!"
Desde entonces, el recuerdo
le perseguía con saña,
y siempre hacia él volvía
del fondo de sus entrañas.
Su propia vida valía
ya poco menos que nada,
e intentó buscar la muerte
en el campo de batalla,
como el guerrero que él era,
mas siempre él escapaba.
Fue entonces cuando, por pena,
se dejó crecer la barba.
Su valor y su valía
su renombre aumentaban,
y, en los Reinos de Poniente,
en cada fuerte y posada,
se le conocía por héroe,
libertador le llamaban.
Se ganó a pulso enemigos
envidiosos de su fama,
y Tywin Lannister mismo
le ofreció a su hija dorada,
mas Robert no la quería:
sólo había amado a Lyanna.
Al final, la guerra misma
no podía desterrarla,
y tantos suegros en ciernes
no hacían más que evocarla...
Fue así como a ahogar sus penas
comenzó. Cuando se embriaga,
se llena de alegrías
a la vez que fuego traga...
No le importa que le mate
el veneno que despacha,
ya que la razón destrona
y destierra malas rachas.
Sólo cuando él está ebrio
puede alegrarse su alma,
y hasta en él se ha despertado
una sed que no se apaga
por más que Robert lo intente:
y su sangre intoxicada
arde siempre más intensa,
arde siempre con más ansia.
Rara vez él está sobrio,
y con los Stark lo estaba,
pues ante viejos amigos
y por respeto a Lyanna
él ha de seguir consciente
en los muros de Invernalia.
Al menos, eso decide.
Ya veremos si bebe agua
de las nieves derretidas
en esta tarde encantada,
durante esta buena fiesta
por los Stark preparada.
Está todo el clan reunido
en el Salón de Invernalia:
los sirvientes y oficiales,
los señores y los guardias,
pero en diferentes mesas,
por rango bien separadas.
A la diestra de lord Eddard,
Robert Baratheon descansa.
Entre sus pies y la silla,
se escurre, traviesa, Arya,
una niña muy curiosa
e inquieta, como una gata.
Y, al notar que ella se mueve,
piensa el guerrero en su Lyanna.
El recuerdo en él persiste,
marcado a fuego por ansia,
y le duele ahora la espera
de despertar a su amada.
Le instan a que brinde y brinda
con su euforia desatada,
apura, tiende la copa
y el escanciador le escancia...
una vez, dos, tres y cuatro,
cada vez con aún más ansia,
como si el tinto del Rejo
que le sirven fuera agua,
le discurre por las venas
y le chorrea por la barba,
con ansia lo pasa al pecho,
con vehemencia se lo traga.
La razón del veterano
enseguida es destronada,
su entendimiento se nubla
y él se ríe a carcajadas,
mientras cuenta a voz en cuello
sus aventuras y hazañas,
y, viendo que ya está ebrio,
su amigo Ned le levanta
y le ofrece acompañarle
a la cripta, con Lyanna.
Descienden las escaleras
que llevan hasta la amada,
uno, aún del todo consciente;
otro, ebrio de euforia, canta
"La consorte del dorniense"
emocionado, en voz alta.
Al fin de las escaleras,
en las criptas de Invernalia,
Robert pide que le deje
solo, para ver a Lyanna.
Eddard acepta tal trato
y se despide con ganas,
pensando por un momento
en la suerte de su hermana.
Pero ahora, a Robb volvamos,
que está buscando a su amada
a la tenue luz difusa
de un candelabro de plata
que Ned le había entregado.
En las criptas de Invernalia
pueden verse Stark difuntos
por donde la vista alcanza,
en sarcófagos de piedra
que coronan sus estatuas.
Nuestro veterano ebrio
sabe dónde está su Lyanna,
de tantas visitas que ha hecho
al sepulcro de su amada.
El aire es frío, el suelo cruje
y decrece la distancia,
hasta que alcanza el sepulcro
de la singular muchacha,
que ve esculpida en granito
Robert: ya va a despertarla,
abraza a la fría figura
y consigue al fin besarla,
esos labios de granito
rozar, también abrazarla:
duro y glacial es el talle
de la estatua de Lyanna,
mas cuando vuelva la vida
al corazón de su amada,
al fin podrán reunirse;
le contará sus hazañas,
los combates que ha librado
y las novias despechadas,
y ella le escuchará atento,
y se abrazarán con ganas.
Esto piensa lord Baratheon
mientras suelta a la estatua
del sepulcro y en la losa
pone la piedra. Escarlata
ahora se ha vuelto, y palpita
febril, toda llena de ansias:
pues su tez y sus latidos
de amor ebrio le contagian
calor a la piedrecita,
que ahora refulge con ganas.
Un instante, y Robert oye
de la losa, de la tapa,
cómo suenan golpes fuertes
de una persona atrapada.
No puede creer lo que oye:
¡ha despertado su amada!
Lo que ahora, pues, le toca,
es liberar a Lyanna.
Y, a pesar de que está ebrio,
con su fuerza apasionada,
logra retirar la losa
y liberar a su amada,
quitando el blanco sudario
que la mantenía velada.
El frío y las condiciones
de las criptas de Invernalia,
durante todos los años,
han conservado a Lyanna
cual rosa azul que de nieve
se ha cubierto, congelada.
No muestra hinchazón alguna,
ni gangrena, no, ni larvas,
está sin descomponerse,
fresca, prístina, intacta,
como cuando la enterraron
aquella tarde enlutada.
Se la ve aún confusa,
de su sueño despertada,
mirando a un lado y a otro,
confusa, desorientada,
y sus pálidas mejillas
se están volviendo rosadas.
Recuerda, al fin, que se encuentra
en las criptas de Invernalia,
y un desconocido, ante ella,
con candelabro de plata,
que dice, envalentonado:
ROBERT.
"No tengas miedo, Lyanna.
Aunque no me reconozcas
y tu mente no esté clara,
¡recuerda tú aquellos días
en que tú fuiste mi amada!
¡Pues soy lord Robert Baratheon!"
LYANNA.
"¿Tú, Robert? ¿Con esa barba?
¿Con ese abultado talle?
¿Y ebrio? ¿Y yo, en Invernalia?",
se pregunta, aturdida,
la joven resucitada.
ROBERT.
"Desde el día en que te fuiste,
me dejé crecer la barba,
e intenté perder la vida
en el campo de batalla,
e intentaba ahogar mis penas...
por lo mucho que te amaba".
LYANNA.
"¿Y fuiste correspondido?
Pensé que no decir nada
aliviaría tu ira...
¡cuánto yo me equivocaba!
Para mí, sólo un amigo
fuiste y no eres: no te amaba
más que como a otro hermano
o con quien luchar a espada.
Prefiero a un amante culto,
que sepa tocar el arpa,
cantar y escribir poemas,
leer y bailar con gracia...
Por ende, a Rhaegar Targaryen
es a quien entregué mi alma...
¡Y le quitaste la vida
en el campo de batalla!"
La joven Stark le agarra
del cuello, desesperada.
El veterano achispado,
de un manotazo, la aparta:
ROBERT.
"¿Cómo quieres que con ese
remilgado no acabara?
¡Por tí, declaré la guerra
y gané aquella batalla!
¡No me espoleaba la gloria,
sino verte a ti, Lyanna!
¡Y romperle todo el pecho
a quien mi puesto usurpaba
me dejaría más cerca
de tus besos, gran amada!"
La joven vuelve a cogerle
del cuello, desesperada,
llorando y loca de furia,
con los ojos escarlata:
LYANNA.
"¡Yo era de Rhaegar Targaryen!
¡Le amaba yo y él me amaba!
¡Por mí, él cayó en el frente:
le aplastaste la coraza,
y su último suspiro
sangriento, mi nombre, Lyanna!
Así leí aquella tarde
de primavera, en las Marcas,
cuando se fue la alegría
de aquella torre soleada.
Y estuve durante días,
que se volvieron semanas,
hastiada de la vida
y esperando con ansias
a que con mi amado Rhaegar
pudiera unirme. Y mis ansias
y oraciones se cumplieron,
y, allí, lejos de mi patria,
al Cielo de la Doncella
ascendí, más libre y clara,
y allí, en praderas de flores
y colinas de luz clara,
arcos de pesadas rosas
donde amantes descansan,
yo al fin cantaba mis versos
y Rhaegar tocaba el arpa,
unidos al fin por siempre
sin sufrimiento ni lacra,
felices en la otra vida
que en tierra nos fue negada...
hasta ahora, que, de improviso
he sido resucitada
y a mi antiguo sufrimiento
y pasiones retornada...
Tú sabes que quienes pierden
a una persona amada
sufren, de alegría privados,
el dolor de la distancia...
¡de su otra mitad, su Rhaegar,
separaste a tu Lyanna!"
El veterano embriagado y
la triste resucitada
se enfrentan, llenos de furia,
y el uno al otro se atacan.
Ella resiste y se enfrenta
a quien intenta besarla.
Al suelo cae el candelabro
y sus ropas prenden llama,
las de él y las de ella,
que grita, apasionada:
"¡No esperes, Rhaegar Targaryen!
¡A tí volverá tu amada!"
Y furioso, ebrio, Baratheon
a la joven aún abraza,
mientras, para defenderse,
saca del talle la maza,
le arden la piel y el acero,
la cabellera y la barba,
y, para apagar el fuego,
contra la pared se lanza,
e, inconsciente por completo,
cae, abrazando a su amada,
mientras en su bajo vientre
el borde del ataúd se clava.
Por la herida ya le brota
lo que tiene en las entrañas,
todo cuanto él ha ingerido
en el festín de Invernalia,
y le invade ardiente fiebre
mientras estrecha a Lyanna,
con su amado al fin reunida,
y no cesa de llorarla,
como no ha llorado en años,
con dolor y fiebre aciaga,
cubierto de un sudor frío,
pero en sus venas hay llamas.
Al final, tras sufrimientos
que mucho le atenazaban,
liberado fue el herido
de aquella vida malsana:
se llevó el Desconocido
al que despertó a Lyanna,
al Infierno del Guerrero
llevando su rota alma,
y, cuando le encontró Eddard
en las criptas de Invernalia,
mostraba su claro rostro,
de palidez tan extraña,
una expresión apacible,
la tranquilidad hallada
allende la intensa vida
que fue por amor marcada.
(¿La piedra que resucita?
Es de la pequeña Arya.)
Así del mayor Baratheon
terminó la vida aciaga.

II.
LO QUE LE ACONTECIÓ AL HERMANO MENOR
Mientras sus hermanos marchan
hacia tierras más austeras,
el joven Renly Baratheon,
alegre cual primavera,
brillándole azules ojos,
con su espada bien certera,
hacia el sur ahora galopa,
para buscar en la guerra
la gloria en muerte o en vida
y emociones que desea...
¿tal vez a aquella persona
que su corazón posea?
Ninguna dama en su pecho
ha logrado dejar huella,
mas veréis lo caprichosa
que es con él la Doncella:
pues, al despertar amores,
¿ha de vivir él por hembra?
Es el amor un misterio
insondable por las ciencias,
sin límites ni razones,
por más que se impongan reglas.
Vuelve inseguro y confiado,
abrasa y también congela,
y hace, por el ser querido,
querer bajar las estrellas.
Y en su magia está enraizada
ciertas veces la tragedia.
Prados y campos de rosas,
imponentes fortalezas,
huertos llenos de frutales,
alegres villas y aldeas:
los paisajes del Dominio
incitan a los poetas
y a otra gente impresionable
a recordar su belleza.
El joven Renly Baratheon
se entusiasma en esta senda,
siguiendo el curso del Mander,
del Dominio azul arteria.
Las damas de los castillos,
las mozas de las aldeas,
admiran al forastero
cuando con ellas se hospeda:
bellos rasgos enmarcados
por la negra cabellera
con azulados reflejos
que recoge en su coleta;
azules ojos sinceros
brillando a izquierda y derecha
con el alegre destello
de dos estrellas gemelas;
hombros anchos, talle fino,
alto, de apostura egregia:
creen que ha llegado el Guerrero
descendido aquí a la Tierra...
pero Renly, indiferente
a las que aún le cortejan
(y ya era tan frío y esquivo
durante su adolescencia,
con las siervas y las damas
que hay en Bastión de Tormentas),
asiente, sonríe y brinda:
pero todo lo aparenta.
Mucho ha leído y oído
en sus veinte primaveras
el joven Renly Baratheon
de tan grata experiencia,
mas nunca la ha conocido:
sólo finge que la sienta.
¡Ay que aún ignora que pronto
tal vez la pasión le prenda!
Por el Camino de Rosas,
por huertos de verdes peras,
siguiendo el curso del río,
cruzando en la confluencia...
Ya ha pasado trece días
en las tierras de leyenda
donde los cuentos de infancia
le hacían soñar con ellas
cuando la más imponente
y hermosa fortaleza
que él vio en su corta vida
se alza, para su sorpresa,
en una suave colina
de terrazas bien dispuestas,
donde curvas traza el curso
de la gran y azul arteria:
con coloridos jardines
y finas torres enhiestas,
Altojardín se recorta
como un gran pastel de crema
de unos cuatro o cinco pisos,
decorado con sus velas,
contra un cielo diurno claro:
¡qué inconfundible silueta!
Muy seguro está lord Renly
de su valía y destreza,
de que los Tyrell le aprecien
por aliado en esta guerra,
y, cruzando el laberinto
de rosales, él ya piensa
que será bien acogido
en compañía tan egregia.
Como siempre, él a las damas
besará la blanca diestra,
diciéndoles por cumplidos
bellos versos de poemas.
Renly pasea por las fuentes
de agua irisada y fresca,
con líquidos cristalitos
refrescándose a conciencia.
Músicos, bardos y damas
que con los Tyrell se sientan
reparan en su apostura
y el brillo de su coleta,
y en la reluciente espada
que hay en su cadera izquierda.
Por hileras de columnas,
entre grata sombra fresca,
saludándoles afable,
en palacio Renly entra.
Hay salas llenas de espejos;
otras, de trofeos de guerra;
otras, de bellos retratos
de los Tyrell de otras eras:
¡qué contraste para Renly
con las paredes austeras
que él conocía de niño
allá, en Bastión de Tormentas!
Entra en un salón de baile
de dimensiones egregias,
donde la rosa dorada
florece en la verde seda
de estandartes y tapices
que ondean a diestra y siniestra.
Y allí, en esa vasta sala,
viene a por él la Doncella,
de improviso, como siempre,
de forma algo traicionera...
De entre los nobles y damas
que ante Renly se presentan,
sólo hay una persona
en quien su mirar se queda:
de apariencia dulce y frágil,
de facciones de muñeca,
un mozalbete adorable
de unas quince primaveras,
con una mata de rizos
de oro rebelde y de seda
y, en su rostro claro y suave,
de facciones de muñeca,
dos brillantes gotas de ámbar
llenas de dulces estrellas:
ojos de miel de romero
en cortinas de áurea seda.
Es su talle como un junco,
pero, aún así, muestra fuerza
y destreza con las armas:
como la rosa que lleva
de los Tyrell el escudo
crece fuerte con defensa
de sus espinas y aún sigue
tan suave, prístina y fresca.
Aunque de él los familiares
ante Renly se presentan,
y él saluda a sus hermanos,
a sus padres y a su abuela
solícito y cortésmente,
besando una y otra diestra,
pero sus azules ojos
aún en el chico se centran.
¿Por qué, lord Renly Baratheon,
te flaquean ahora las piernas?
¿Qué es ese dolor que sientes
en el pecho, ahora, a la izquierda?
¿No eres tan despreocupado
y confiado como eras?
Y... ¿por qué te paralizas
cuando el chico se presenta,
cuando te dice su nombre
y estrecha tu mano diestra?
Tu amado se llama Loras,
y cual flauta travesera
es la voz en que te ha hablado...
ya del corazón las cuerdas
ha rozado levemente
el plectro de la Doncella:
en Loras Tyrell hallaste
todo cuanto tú deseas.
Que fue revolucionario
el flechazo, no lo niegas:
en la región del Dominio
y en las Tierras de Tormentas,
todo al norte de las Marcas,
está prohibida la idea
de que dos seres iguales,
del mismo sexo, se quieran:
que un varón ame a un trilustre
sólo en Dorne bien aprecian.
¡Ay si Renly está confuso,
mas sabe que ama y no peca!
El chico tiene una hermana,
bella como la Doncella,
la más joven de los cuatro,
con los pómulos de fresa,
las manos como dos lises
y los besos como néctar,
y el ingenio tan agudo
como hermosa su apariencia:
no son pocos pretendientes
que en Altojardín la asedian.
El ilustre extranjero
pide a sus padres y abuela
cortar esta flor valiosa,
comprar la brillante gema:
RENLY.
No es por su fama y fortuna,
ni por su bella apariencia
por lo que a Margaery pido,
sino por su inteligencia,
de la que he oído prodigios
brillantes como una estrella.
Huérfano de los dos padres
desde mi infancia más tierna,
soy, sin embargo, un Baratheon,
un Señor de las Tormentas:
mejor partido, señores,
no hay quien elegirlo pueda.
Y muestra el noble venado
de sus ropas como prueba.
Lord Mace y lady Alerie se
miran y los dos conversan,
mientras de él la madre viuda,
la anciana matriarca Olenna,
la más sabia del Dominio,
de sensatez y prudencia
un portento en femenino,
al joven de esta manera
se dirige:
OLENNA.
Lord Baratheon,
que a nuestra joya deseas,
a nuestra flor más fragante
y de corola más bella;
audaz y ardiente guerrero
de las Tierras de Tormentas,
que a seis buenos banderizos
en paz y en combate ordenas;
el saber y perspicacia
de décadas de experiencia
--pues esta señora de años
es tan genial estratega--
me dicen que este extranjero
que frisa ahora la veintena,
de ojo claro y sangre ardiente,
sin temor a cualquier pena,
será el perfecto aliado
en la campaña que espera.
Quédese, pues, con nosotros
por toda la primavera,
y envíe a sus banderizos
nuestras aves más certeras,
para que ellos lleguen pronto
de la Región de Tormentas,
cuando se unan, al enlace,
nuestras huestes y banderas.
No puede creerse Renly
que la matriarca le acepta,
que un Tyrell por matrimonio,
honorario, será... esta
preocupación no le ofusca:
es en Loras en quien piensa,
en si el muchacho trilustre
lo mismo en su pecho sienta
que la pasión que a lord Renly
le discurre por las venas...
que se vea correspondido,
que el chico rubio le quiera
más que a un hermano o amigo:
¿serán pues almas gemelas?
Mirando al joven trilustre
y suspirando con fuerza,
repara Renly Baratheon
en que brillan como estrellas
esos ojos ambarinos,
y una sonrisa traviesa
se esboza en las comisuras
de Loras como respuesta.
Después de un festín grandioso
--que no trataré de cena,
pues sería quedarse cortos--
de dulces, licor y cremas,
a su cuarto de invitados,
alcoba en el ala izquierda,
pide el apuesto Baratheon
que el chico le guíe, y ruega
que, al guiarle, vayan solos:
conceden lo que desea
también al pedirlo Loras,
sin extrañarse de aquella
petición: "cosas de chicos,
de la juventud sin penas".


III.
LO QUE LE ACONTECIÓ AL HERMANO MEDIANO
Mientras los otros Baratheon
ponen final a sus vidas,
el segundón, más sensato,
el que tiene esposa e hija,
ha seguido el Forca Verde,
se ha embarcado en las Salinas,
y desembarca, seguro,
en su volcánica isla,
y a la austera fortaleza
de roca tan negra y fría
dirige sus firmes pasos,
a su hogar, pues él confía
en que a sus seres queridos
volverá a ver con vida,
que le abrazará su esposa,
que le besará su hija.
Es una región humilde
este conjunto de islas:
pescadores en aldeas,
nobles en pequeñas villas,
militares y piratas
en estas costas habitan,
y, en el último baluarte
de la potencia valyria,
con dragones en las torres,
murallas duras y frías,
y mil gárgolas guardianas
que Rocadragón vigilan,
su rey, reina y princesa
(aunque para real familia
no tienen porte ni tierras,
en su condición confían).


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