Anónimo francés. Recogido por las editoriales MILAN y Syros, 1999.
¡Nótense los paralelos con La Sirenita y El Lago de los Cisnes!
¡Nótense los paralelos con La Sirenita y El Lago de los Cisnes!
Adaptación de Sandra Dermark
Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, un príncipe hermoso como las estrellas y triste como las piedras. Su anciano padre gobernaba un pequeño reino de montañas, bosques y ríos, y el muchacho pasaba los días soñando a orillas del lago cercano al palacio real.
A los diecisiete años, el príncipe perdió a su adorada madre. Y, unos meses más tarde, el rey se volvió a casar con una jovencita morena muy bella, venida de no se sabe dónde, que parecía haberle hechizado. Entonces la melancolía se apoderó del príncipe.
Un día de mayo, el rey decidió organizar una gran fiesta para distraer a su esposa. En realidad, también esperaba que entre los invitados se encontrara al menos una muchacha que le gustara al príncipe y le devolviera la alegría… pues el anciano rey amaba profundamente a su hijo y sufría mucho al verle tan triste.
Llegó la velada, y grandes caballeros, nobles damas y hermosas doncellas acudieron al enorme salón de palacio… mas el príncipe no se encontraba allí para recibirlos. En vez de reunirse con todos esos distinguidos personajes, salió discretamente y se dirigió a su querido lago…
Pero lo que el joven no sabía era que allí, en un extremo, en una casa de algas y nenúfares, vivía Ondina, princesa de todas las criaturas acuáticas de los alrededores, desde los renacuajos y las ranas hasta las hadas que iban a bailar por la noche sobre las transparentes aguas.
Cada noche la bella Ondina salía a la superficie, se sentaba en la orilla y cantaba para la luna y las estrellas.
Su voz era tan maravillosa que todos los habitantes del lago y sus inmediaciones contenían la respiración para escucharla mejor. En algunas ocasiones se acercaban las hadas del lago y Ondina, encantada, bailaba con ellas hasta el amanecer…
Pero el príncipe ignoraba todo eso, pues hasta entonces sólo había ido allí durante el día.
El día de la fiesta, sin embargo, llegó justo después de la caída del sol.
Se sentó en su roca preferida, como de costumbre, y se puso a meditar tristemente bajo la luz de la luna. Entonces un canto maravilloso se elevó entre las brumas que rodeaban el lago. Por un momento el príncipe creyó soñar; pero no, la voz era real y parecía muy cercana…
El joven se levantó y, con paso de lobo, fue en busca de la persona que cantaba así. Rodeó de puntillas unas cuantas rocas, atravesó muy lentamente un bosquecillo de sauces, apartó sin hacer ruido una cortina de rosales… y se paró en seco: al borde del agua estaba sentada la muchacha más bella que había visto jamás. Mientras cantaba, sus largos cabellos dorados bailaban y sus ojos brillaban como dos estrellas color esmeralda; además, parecía vestida con ropa transparente, como si fuera un hada.
En cuanto la vio, el príncipe se enamoró de ella. En un instante olvidó la tristeza, y se apoderó de él una sola idea: abrazar a la bella Ondina y pasar con ella el resto de su vida.
Haciendo acopio de valor, el tímido joven avanzó tres pasos. Al verle, Ondina se sobresaltó y calló.
Pero el príncipe dijo suavemente:
–No te vayas. Una doncella tan hermosa como tú no tiene nada que temer. Escúchame, te lo ruego. Acabo de oírte y tu voz me ha hechizado, y en cuanto te he visto, he comprendido que ya nunca podré vivir sin ti. Seas quien seas, ¿quieres casarte conmigo?
Era la primera vez que Ondina contemplaba a un ser humano. Aun así, aquel muchacho no le daba ningún miedo… Todo lo contrario, se sentía extrañamente atraída por él… Casi sin advertirlo, fue a abrir la boca para decirle que sí, cuando de repente negó con la cabeza: ¡era imposible! ¡Él pensaba que se trataba de una persona de carne y hueso, pero en realidad era una criatura de las aguas!
¡Y bluuufff! Se sumergió en el lago y desapareció en un segundo dejando al príncipe estupefacto.
Éste se escapó del castillo todas las noches que siguieron a ésa para ir al lago y volver a ver a su amada. Pero no encontró más que rocas grises y rosales que silbaban al viento…
Ondina, por su parte, no se atrevía a salir del lago por temor a tropezar de nuevo con el joven… Y, sin embargo, no paraba de pensar en él, hasta que comprendió que ella también le quería.
Entonces, Ondina volvió a cantar en la superficie del lago y volvió a ver al príncipe. Durante varias noches pasaron maravillosos momentos charlando a la luz de la luna.
El príncipe no había sido nunca tan feliz.
Pero cuando pretendía abrazar a su amada, abrazaba el vacío. Y cuando intentaba cogerla de la mano, no conseguía coger nada.
–Amado mío –suspiró Ondina una noche–, si sigo siendo una criatura de agua dulce nunca podremos vivir juntos. Me dijeron una vez que en lo más profundo del bosque vive la bruja de las aguas, que conoce el secreto de la vida humana. Ella puede transformar las cosas y a las personas y sabrá darme el aspecto de una damisela; quizá acepte ayudarnos. Espérame unos días y me encontrarás transformada en mujer mortal…
Y en cuanto pronunció esas palabras, desapareció rápidamente en el lago.
Ondina se fue derecha a casa de la hechicera. En una gruta, en lo más profundo del bosque, ella vio a una anciana con cabellos como serpientes que le habló con una desagradable voz de cuervo:
–No digas nada, preciosa, sé perfectamente a lo que vienes. De modo que deseas irte con los humanos, ¿verdad? ¿Deseas un corazón que palpite y que por tus venas corra sangre caliente? ¿Deseas ser la mujer del príncipe? Son cosas sin importancia en comparación con la vida, libre, y feliz, de una ondina. ¡Je, je! Pero conozco el secreto de la vida humana: si eso es lo que realmente deseas, yo puedo dártelo todo, bonita mía.
–¿Entonces qué debo hacer? –se impacientó Ondina–. Dímelo, estoy preparada.
–Bien, bien, como gustéis. En primer lugar, a cambio de la fórmula mágica me entregarás tu alma, tu vestimenta y tu maravillosa voz. Irás al palacio de tu príncipe muda y desprovista de tus encantos. Así podrás comprobar si realmente te ama. Pero cuidado: si por casualidad el príncipe te rechaza, si reniega de tu amor, estarás condenada a errar por el bosque en forma de fuego fatuo. Sólo volverás a convertirte en ondina vengándote del príncipe, matándolo. ¿Aceptas las condiciones, querida?
–Lo acepto todo –contestó Ondina–. Apresúrate a hacer tu trabajo.
Ondina, inmóvil, esperó pacientemente a que la hechicera acabara de preparar su brebaje de hierbas mágicas regado con varios licores de perlimplimplín… Luego, sin pronunciar una sola palabra, se tragó la desagradable pócima… y perdió la consciencia.
Cuando despertó, estaba al borde del lago con el príncipe inclinado sobre ella. Por primera vez, el joven la cogió en brazos y la llevó al palacio real.
El rey recibió bien a la extraña prometida de su hijo. Sabía que, gracias a ella, el muchacho volvía a ser feliz. Pero las personas más cercanas a la familia real evitaban relacionarse con la hermosa doncella muda, como si no fuera de los suyos.
Sólo el príncipe le hablaba… y a Ondina era eso lo único que le importaba.
Había una persona en particular a la que no le agradaba la llegada de la joven: la reina. Pues estaba secretamente enamorada del príncipe y se había casado con el padre con la esperanza de poder, después de su muerte, casarse con el hijo.
Cuando se enteró de que el muchacho iba a tomar esposa, la reina decidió actuar. Preparó a escondidas dos pócimas cuyas recetas había aprendido en su lejano país. La primera se llamaba «muerte segura», y la segunda, «amor fulminante». Esa misma noche, en la cena, le sirvió la primera al rey…
Tres días más tarde, el anciano murió plácidamente mientras dormía. Era tan avanzada su edad que nadie se extrañó de su muerte.
Después de un mes de luto, según la costumbre, se preparó una gran fiesta en honor del príncipe que subía al trono. Durante el banquete, la reina le ofreció una delicada copa de oro al joven.
–¡Brindemos por vuestro reinado, majestad! –exclamó sonriente–. ¡Que sea próspero y duradero para felicidad de todos nosotros!
En ese momento, Ondina estaba sentada a la diestra de su amado, sonriente y feliz.
El príncipe levantó la copa y bebió de un trago, sin sospechar nada, el segundo brebaje preparado por la reina…
De repente, miró extrañado a Ondina y le dijo con un tono muy frío:
–¿Qué haces tú a mi lado? ¡Éste es el lugar de la reina!
Ondina, turbada y confusa, buscó desesperadamente la mirada de su príncipe. Pero éste contemplaba a la viuda con todo el amor y el respeto del mundo. Y sin preocuparse más por la joven, como si de una simple silla se tratara, se levantó y cogió de la mano a la malvada mujer.
–Venid, mi bien amada –le dijo–. Reina erais y reina seguiréis siendo, pues mañana me casaré con vos.
Al día siguiente, cuando el príncipe salió de las habitaciones de la reina viuda, Ondina, más pálida que nunca, se echó a sus pies. No podía articular ni una palabra, pero sus ojos, bañados en lágrimas, hablaban por ella. Sin embargo, el muchacho no entendió nada.
–Deja de importunarme con tus gélidos llantos –la rechazó–. ¡Regresa a tus nenúfares, ese es tu sitio!
Y continuó su camino sin prestarle ni la más mínima atención.
Entonces la muda Ondina prorrumpió en un grito desgarrador. Al mismo tiempo, su cuerpo se hizo transparente y, acto seguido, se convirtió en un pequeño fuego fatuo que vagó un instante por los alrededores del castillo y después desapareció en lontananza…
Desde el renacuajo más diminuto hasta las ninfas y las hadas, todos los habitantes de las aguas lloraron la desgracia de la pobre Ondina.
–¡Por todos los sapos del mundo! ¡Sabes perfectamente que un hechizo es un hechizo! –respondió la anciana–. Si la ondina no mata al que la ha traicionado, yo no puedo hacer nada. Sólo cuando le arrastre a las profundidades del lago recobrará su vida de ondina; si no, será fuego fatuo para siempre.
Le suplicó una y otra vez que se vengara, pero ella siempre rechazaba la idea:
–Imposible, no puedo sacrificar la vida del príncipe; yo le sigo amando a pesar de todo. Perdóname, pero prefiero ser fuego fatuo a matarle.
Una tarde, un hermoso caballo gris saltó el muro del jardín real y se puso a caracolear delante del palacio. En ese mismo momento, el joven rey y su esposa estaban admirando desde la terraza la caída del sol.
–¡Qué animal más bonito! –exclamó el rey–. ¡Jamás he visto un caballo tan magnífico! ¿De dónde vendrá?
–¡Qué más da! –respondió la reina–. Intentad atraparlo; ¡es tan bonito!
¡Pero era más fácil decirlo que hacerlo! El rey se acercó al semental; el caballo se alejó unos pasos. El rey volvió a acercarse y el caballo se acercó de nuevo. Esa maniobra se alargó hasta que los dos alcanzaron el final del jardín, que estaba cerca del bosque. Entonces el corcel se quedó quieto y permitió que el rey se montara en él.
–¡Hurra! –gritó el joven girándose hacia su reina–. ¡Lo he domado!
Pero apenas había pronunciado esas palabras cuando el caballo saltó hacia delante, franqueó el muro y atravesó el bosque a galope tendido…
Unos instantes más tarde, el semental se metió en el lago, se paró en el medio y se encabritó para derribar al muchacho. El kelpie, el rey de las aguas, arrastró a su jinete a las profundidades…
La malvada reina, inquieta, salió en busca de su querido esposo. Cruzó el jardín: ¡no había nadie! Cruzó el bosque: ¡no había nadie! Llegó al borde del lago: ¡no había nadie!
Cuando iba a dar media vuelta, las hadas de las aguas la vieron y acudieron entre gritos:
–¡Miradla! ¡Qué perversa! ¡Ella es la que ha provocado la desgracia de nuestra Ondina! ¡No dejemos que se vaya! ¡Ahora nos toca a nosotras!
¡Y las hadas de las aguas, que pueden ser muy malas cuando están enfadadas, encerraron a la reina en un corro, obligándola a bailar sin descanso hasta morir!
Sin embargo, como dijo la anciana maga, un hechizo es un hechizo. A pesar de la muerte del rey y de la reina, Ondina siguió siendo un fuego fatuo, y se cuenta que continúa vagando por el lago, temblorosa y frágil, como buscando a su amado…
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