viernes, 27 de septiembre de 2019

EL OFICIAL SEDIENTO

Adaptado de Armando Lucas Correa

El cuerpo ensangrentado del anciano se deslizó violentamente fuera del camión dando tropiezos y, al caer, provocó un estruendo seco sobre el suelo rocoso y las hojas marchitas.
—Está vivo —… dijo …
No había amanecido, parecía como si aún fuera una medianoche de primavera, pero para cada prisionera las estaciones habían perdido todo sentido, se habían vuelto inmunes al frío o al calor, al día o a la noche. Cada una pensó que debía haberse mantenido despierta, intentar definir hacia dónde las llevaban, si al norte o al sur, si habían cruzado alguna frontera o si se mantenían en territorio francés ocupado. Incluso necesitaban saber que día de la semana era, porque el tiempo había cobrado una dimensión diferente y ahora cada segundo contaba.
Demacrada, con los labios cuarteados y las piernas entumecidas, la anciana Frau Meyer se torció un tobillo al bajar del camión intentando disimular su abrigo manchado de orina. Cada una respiró aire fresco, buscando deshacerse del hedor pútrido impregnado en su piel, en su vestido impecablemente limpio y planchado. Se trató de estudiar el terreno, divisar los límites de aquel campo sin césped en el que permanecerían confinadas.
A los varones, a empujones, los dirigieron hacia un extremo del campo cercano, y a las mujeres y a los niños, hacia un pabellón próximo a la salida, con la puerta principal desencajada. Se pudo divisar un bosque gris más allá de las alambradas, y a lo lejos, varios techos de tejas, una que otra chimenea y el campanario de una iglesia. Sí, aún estaban en Haute-Vienne, se intuyó, …
Todo parecía indicar que sólo había una barraca para las mujeres y los niños y los ancianos. El resto del campo de internamiento, flanqueado por cuatro torres de vigilancia, estaba ocupado por hombres adultos. A algunos los escuchaban hablar español, discutir. Ladraban como perros sin dueño, intentando marcar su territorio con una libertad ilusoria. Mantenían sus ropas de civil, al parecer tenían acceso a cigarrillos y se pasaban de mano en mano, desafiantes, hojas de periódicos, la única fuente de noticias del mundo exterior. Los guardias franceses los ignoraban e intentaban mantenerse alejados, o al menos, a una distancia prudencial.
Se calculó que había solo unos diez guardias custodiando el campo. Los que venían con las prisioneras en el camión permanecieron allí, y cada una retuvo en la memoria el rostro del que les había tendido la mano al bajar. En la oscuridad, su perfil denotaba severidad, y se calculó que a tendría a lo sumo unos veinte años. Con la llegada del sol, se comprendió que era un militar de oficio, y que tal vez tendría la misma edad. Cejas espesas, tez oscura y una cabellera disciplinada a fuerza de brillantina. Era alto y delgado, con ojeras profundas y andar brusco, como sofocado. Al escucharlo hablar con los otros gendarmes, se intuyó que era el mismo oficial que le había mencionado a Claire el sitio al que las llevarían.
… descubrió que no era la única niña en el campamento. Encontró a un grupo junto a la barraca y comenzó a acercarse a ellos. De inmediato la rodearon y comenzaron a interrogarla con extrema curiosidad: si estaba sola o con sus padres, si era del norte o del sur, si la habían torturado, si había visto alguna vez a un muerto, si le había disparado a un soldado alemán.
A cada pregunta, ella respondía con una carcajada, su mejor negativa.
—Pero, tú, ¿de dónde saliste? —le preguntó el niño más alto, que parecía ser el líder del grupo.
—Caí del cielo —contestó sin pensar, con los ojos abiertos y una sonrisa que los cautivó a todos.
Los días venideros eran de supervivencia, no sería importante tener acceso a agua potable, comida caliente o una cobija para dormir. La pequeñina se distraería con sus nuevos amigos, que, por lo visto, también tenían libertad de movimiento en el campo.
Las mañanas daban comienzo con los intermitentes chillidos de un bebé que se aferraba al pecho seco de una mujer que exprimía con furia aquel pedazo de carne maltrecha como si no estuviese atado a su cuerpo. Al parecer, cada vez que estrujaba la piel prensaba las venas rancias y el bebé se calmaba, hasta que el hambre regresaba y volvía a estremecer sus cuerpos con involuntarios estertores.
La madre, exhausta y con el espíritu decrépito, se refugió en una esquina del camastro y dejó caer sobre la colchoneta desnuda al bebé tembloroso. El bebé calló, quizás desconcertado por el súbito abandono de su madre.
La mujer de la cama de arriba bajó y se sentó a un costado. Se calzó unas medias mugrientas ignorando al bebé, que mantenía los ojos abiertos, tal vez ya sin energía ni para cerrarlos.
No resistirá ni un día más, pensó con una frialdad que por um segundo la horrorizó. Rozó la idea de extender una mano, pero se comprendió de inmediato que no tendría sentido alguno. La mujer ya se había rendido.
Mi marido sobrevivió a la malaria, a un tiro en el pecho, a la caída de un barranco y hasta a ser aplastado por un carretón le dijo, con los ojos en otra parte, lejos del bebé que yacía detrás de ella. Ahora, aquí encerrado, se muere cada segundo, cada noche se va encogiendo, y un día de estos no lo veré salir de la barraca. A mí nada me conmueve, nada me mata. Para qué acongojarse, si en definitiva uno nunca está libre. Ni aquí dentro ni allá fuera.
Se frotó con calma los ojos y un destello de miedo brilló en el fondo de sus pupilas. Intentó ocultarlo con una sonrisa, tomó de nuevo a su bebé en brazos, como si ya él la hubiese abandonado, y se lo extendió a ….
Afortunadamente, la barraca de las mujeres estaba solo ocupada a medias, lo que significaba que podía continuar llenándose. Convenía buscar una esquina solitaria y alejada de las ventanas, porque las noches comenzarían a ser más frías.
—Te aconsejo que te vengas a este lado, donde estamos todas. Si te quedas aquí, saben diez a quién puedan ponerte al lado. Lo último que supimos fue que van a llenar el campamento de judíos y de gitanos, y ya sabes cómo son ellos.
… escuchaba a la mujer …. , y se descubrió que tenía el cuello manchado de rosácea. Al intentar una joven darle la vuelta a la colchoneta manchada, que extendía sobre un frágil bastidor… Al intentar darle la vuelta a la colchoneta, la mujer le tendió una mano.
—Aquí tenemos que ayudarnos. No nos queda otro remedio. Qué, ¿tu marido también es comunista? Solo a mí se me pudo haber ocurrido casarme con un comunista con ínfulas de rebelde. Ahora todos pagamos. Hemos terminado con maridos que no sirven para nada; un marido preso es como estar viuda, ¿no te parece?
… hacer amistad con las mujeres de la barraca, …
La mujer dio media vuelta y se encaminó a su extremo de la barraca.
—Esta, por lo visto, se cree mejor que nadie… —dijo, con la intención manifiesta de ser escuchada.
—Estos cabrones boches y estos guardias franceses lo van a pagar bien caro. —La mujer volvió sobre sus pasos—. Yo soy Bérénice. ¿Eres del norte? Seguro que eres de Alsacia. Con esos ojos azules y ese pelo…
… esperó que Bérénice asumiera … gesto como una afirmación.
—Aquí no puedes confiar en nadie. Por muy franceses que veas a esos guardias, son todos unos vendidos a los alemanes. Lo único que les interesa es la paga. No importa si viene de los boches o de Pétain. Son unos cobardes que evitan meterse con los hombres, porque saben que, al salir de aquí, si algún día terminan en libertad, van a ir directo a ajustarles cuentas. —Hizo una pausa—. Y las van a pagar bien caras.
Sin saberlo, Bérénice acababa de proporcionar información valiosa. Comprendió que debía usar a su favor ese temor de los guardias. Solo necesitaría un gesto de bondad que pudiera transformarse en salvoconducto al final de la guerra, que, por muy larga que pareciera, en algún momento terminaría.
A pesar de la aridez de su mirada y los gestos desafiantes de la mujer, baja y musculosa, se entrevió en ella cierta benevolencia. Bajo la mirada curiosa de Bérénice, su interlocutora abrió la maleta, guardó el abrigo y al inclinarse para colocar sus cosas bajo la cama …
—¿A dónde diablos fue tu …? —aulló.
La gamina se zafó con agilidad y se encogió de hombros, dándole la espalda. Bérénice no se dio por vencida y corrió a las letrinas, a la cocina, hasta bordear con insistencia la zona de los varones. De regreso, vencida, reconoció el vestido lila detrás de las barracas de las mujeres. Sorteó a los guardias que se acercaban con un nuevo grupo de recién llegados cuando un remolino de viendo la cegó por un instante. Al recuperar la vista la distinguió en una de las esquinas de la barraca, cerca del cobertizo donde se almacenaban el carbón y la leña. No estaba sola, pero aún no podía divisar quién le tomaba la mano. Se acercó sigilosamente, pero solo podría escuchar murmullos, frases sin sentido, trazos aislados que intentaba descifrar: un amigo, la noche del sábado. Al acercarse más, reconoció el perfil del hombre en la penumbra.
Se detuvieron en un abrazo y Bérénice entrevió como la mano de él bajaba hasta la cintura de su pareja. Ella se dejaba estrechar, sin importarle que la vieran, hasta que el ruido de unos pasos la hizo reaccionar. Se desprendió de los brazos del gendarme y corrió de regreso a la barraca.
Las mejillas le ardían de asco, pero al menos había conseguido poner en manos del hombre la carta para Claire y el padre Marcel. Al menos… Un escupitajo denso la regresó a la realidad. Cerró los ojos, sorprendida, intentó limpiarse el rostro y vio frente ella a Bérénice, con los brazos cruzados y la mirada desafiante.
—¿Crees que dejándote manosear por Bertrand vas a vivir mejor que nosotras? Qué, ¿nos vas a denunciar a todas? ¡Me vas a hacer vomitar!
Ella intentó esquivarla, se volteó y buscó la entrada a la barraca. Bérénice insistió y la detuvo.
—Aunque sea francés, Bertrand es un guardia tan asqueroso como los boches. Tiene tanta culpa como los alemanes. ¿Es que acaso no lo entiendes?
La otra seguía con la cabeza gacha. En su fuero interno explotaba de júbilo: el primer paso de su plan se había cumplido. Un escupitajo más no la iba a detener.
—Todavía quedan rastros de tu perfume de rosas, tu cabellera se ve reluciente, tu rostro está fresco y rozagante aún, pero en unos días vas a empezar a apestar como todas nosotras. Vamos a ver entonces si él todavía va a querer…
—No es lo que tú piensas —la interrumpió, sin explicar nada más. Hubo un silencio, se miraron a los ojos. Bérénice, aún molesta, calló—. Voy a hacer todo lo que tenga que hacer para salvarnos.
Al entrar en la barraca vieron a la madre sin el bebé. Sonreía alucinada, con un brillo diferente en los ojos enrojecidos. Con los dedos intentaba acomodarse el cabello detrás de las orejas en una especie de gesto maquinal; regresaba a su cama y le daba vuelta a la colchoneta. Se quedaba inmóvil por un minuto, y apenas unos segundos más tarde comenzaba a repetir la rutina absurda.
Aquella visión desoladora provocó pánico. Se vio de repente …, en una barraca rodeada de mujeres sin destino. Una más, a la espera de ser lanzada a la cloaca.
—Yo logré salvar a mi hija —admitió en voz baja Bérénice, sin mirar a las demás, mientras se recogía la larga cabellera oscura —. Conseguí mandarla a España con mi hermana cuando vi que ya venían a por nosotros.
Bérénice se aproximó y abrió sus brazos como ofreciendo paz, …
—Tienes que apurarte —repuso Bérénice—. Llevas dos semanas aquí. Tan pronto como se llenen las barracas, nos sacan. El rumor es que en menos de un mes nos trasladan a Drancy. Y de ese campo, quién sabe adónde. Dicen que a Polonia.
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Aquella joven había examinado cuidadosamente a Bertrand: sus desplazamientos, su relación con el resto de los guardianes, cómo lograba con habilidad esquivar una revuelta dejando que otro oficial intercediera. Lo veía recostado en un muro de la cocina, con un tazón de café, desorientado, como preguntándose de qué modo un militar de carrera, hijo de militares, había terminado vigilando prisioneros ajenos.
Desde que lo vio llegar a casa de Claire percibió que su voz era distante, huidiza y se sintió, en alguna medida, identificada con aquel porte señorial de militar venido a menos.
—Lo que necesitan estos puercos españoles es un buen baño, primero; y luego, una paliza que los ponga en su lugar —comentaba algún guardia.
—Déjalos tranquilos, bastante poco joden —refutaba Bertrand—. Algunos ni saben por qué están aquí.
—No me vengas con eso. Todos no son más que basura comunista.
Cuando se cruzaba con ella, bajaba los ojos, turbado. En esos momentos, ella intuía que podía confiar en él, y sonreía mientras se acomodaba el cabello.
Estaba satisfecha con lo que había logrado hasta ese momento, pues no solo no la rechazó, sino que aceptó enviar la carta. Además, el haber hablado de su plan con Bérénice, una madre que también había tenido que tomar una decisión drástica, la hacía sentir aliviada.
Los días eran cortos, las noches se dilataban porque no conseguían dormir. No esperaba una respuesta de Claire, ni del padre Marcel, solo intentaba confiar en que, en dos semanas, aparecerían la noche del sábado.
Los días se hicieron un poco más tolerables porque Bertrand la llevó a trabajar en la cocina. Al principio lo asumió como un castigo, pero Bérénice le hizo ver que era un gran privilegio, por el que una debería sentirse agradecida. Al menos se mantenía ocupada, y podía asearse ocasionalmente. A veces dejaba las manos bajo el chorro de agua hirviente hasta casi levantarse la piel. Era un modo de sacudirse de encima toda aquella suciedad que la agredía. Otra ventaja era que podía saborear el café antes de que fuera diluido para los abandonados, como prefería llamar a los prisioneros, retenidos contra su voluntad en aquel lugar que no aparecía en los mapas.
Trabajar le permitió también llevar pan negro, duro como una piedra, a las pobres Frauen y a Bérénice que, poco a poco, se había ido convirtiendo en una suerte de amiga y confidente que las ayudaba a comprender mejor la retorcida dinámica del campo.
Bérénice ya se había convencido de que la joven no estaba de parte del enemigo, ni tenía intenciones  de delatar o frustrar cualquier intento de resistencia, alzamiento o fuga. Por el contrario, y gracias a su relación con Bertrand, ella podría serles muy útil, y así se lo hizo saber Bérénice a su marido, que lideraba un grupo dentro del campo.
A veces, al caer la noche, Bertrand la esperaba en una esquina del cobertizo. Solo necesitaba pasar por la cocina e inspeccionar el trabajo, ella sabía que esa era la señal para el encuentro. Al verlo entrar, las mujeres de la cocina callaban y bajaban los ojos. En ese segundo, la joven amante sonreía para sí, y al instante su estómago se contraía y sentía dolor en el pecho. Su breve alegría le dolía, no lograba comprender cómo era capaz de vivir un minuto de sosiego con aquel desconocido, cuando su único hombre había sido Julius. Pero Julius ahora era un fantasma y no estaba allí para ayudarla.
Lo que más la desconcertaba era la seguridad que sentía junto a Bertrand. Sus encuentros, que deberían estremecerla de aversión, les suscitaban una paz y un placer que ella ya había olvidado. Cada vez que él aparecía en la cocina con el mensaje del encuentro, a tres o cuatro días del anterior, ella cerraba los ojos y sacudía las manos en torno a la cabeza, como para alejar aquellas inquietantes sensaciones que podían representar un riesgo, que amenazaban con distraerla de su meta.
En aquellas ocasiones, era la última en salir de la cocina, y aprovechaba para rociarse agua caliente sobre las mejillas y los labios. El calor hacía que cobraran vida. Mientras el ardor le acuchillaba el rostro, ella sentía regresar su antigua belleza. Y sonreía.
Esa noche no había nubes, y ella se encaminó despacio hasta el lugar de su cita. En el silencio —no había llantos, ni gritos, ni golpear de cazuelas, ni palabras ásperas de las mujeres en la cocina— buscó la luna. Una sombra gigante se le acercó y le tendió su mano. Se dejó conducir por aquella mano ardiente que la aferró y la atrajo. Él descendía hasta ella, el enemigo. Era él quien tenía más que perder: ponía en juego sus grados de militar, su seguridad, su honor. Ambos se enzarzaban en una batalla contra la tiranía del deseo. En la oscuridad, los límites se borraban, los rostros se difuminaban.
—Todo va a estar bien —le susurró al oído, como si la acariciara. Él sabía que para ella las caricias adquirirían sentido solo si estaban relacionadas con la vida de sus seres queridos—. ¿Cómo te tratan en la cocina?
Ella sonrió, vulnerable.
—Verás que tu pequeña va a salir de aquí.
Sí, la pequeña, ella misma no. Ella no tenía redención, había dejado de existir. Se acercaba al cuello de Bertrand y se sometía a su voluntad, la única voluntad que existía en aquel rincón oscuro.
Cerraba los ojos y se dejaba llegar por caminos intransitados, sombríos, sin salida. Como un hechicero, él la dominaba, la controlaba a su antojo. Al menos tenía a alguien que la protegiera, pensaba la amante mientras él saciaba de prisa su tosco deseo.
Él, un oficial francés venido a menos tras la llegada de los invasores, un soldado que, como buen militar, solo cumplía órdenes, sin detenerse a pensar si iban dirigidas contra su propio pueblo. Así le explicaba cada noche, mientras la perforaba con caricias y palabras dulces.
—Solo cumplo órdenes, tienes que comprenderlo —se despedía siempre, con frases que ella no escuchaba, mientas se abrochaba el pantalón, se acomodaba el uniforme, se secaba el sudor frío de la frente y comprobaba que cada mechón de su pelo engominado luciera impecable.
Al terminar, recobraba el tono firme.
—¿Estás segura de que traerán las joyas?
Le había prometido un brazalete de brillantes y su anillo de bodas, con el diamante más luminoso, un pedazo de roca perfecto. Le aseguró que con aquel trofeo podría dejar atrás la ignominia de ser oficial de un ejército ocupado, retirarse lejos de la vergüenza y el dolor, perderse en alguna pequeña granja en medio de un valle al que los alemanes nunca llegarían.
—Serán tuyas, te lo prometo —fue su despedida.
Flotaba, como si su cuerpo hubiese perdido toda la energía. Y al llegar a la barraca, Bérénice la esperaba a la entrada, sentada sobre una piedra. La joven se acomodó junto a ella, incluso recostó la cabeza en su hombro.
—Ay, Bérénice, en qué nos hemos convertido —reflexionó—. Lo peor de todo es que no hay espacio para la pena, para el arrepentimiento, para la vergüenza…
—En dos semanas nos sacan de aquí. Ya está confirmado. No puedes esperar más.
—Todo va a estar bien —repitió la frase de Bertrand, y sonrió—. Todo va a estar bien, me lo prometió.
—Confías demasiado en él.
Para ellas, Bertrand se había convertido en él. Era más seguro no mencionar su nombre para prevenir cualquier sospecha.
—¿Tengo otra opción?
—Quisiera pensar que es un francés de buen corazón.
—Está arriesgándose por mí, por nosotras.
—¿Y por qué lo hace? ¿No te lo has preguntado?
—Va a recibir su recompensa.
—Supongo que será algo más de lo que está recibiendo ahora.
—Ay, Bérénice, ¿sabes qué es lo que más me duele? Que me siento segura con él. Sí, con él. Mi cuerpo dejó de existir hace mucho tiempo, así que no me importa que se complazca con esta masa sin vida, que sacie su rabia sin pudor… Pero es que cada vez que me tiene en sus brazos…
Bérénice no escuchó más. Se levantó de un salto, alzó intempestivamente a su interlocutora con ella y le colocó las manos sobre los hombros.
—Recuerda algo, niña tonta, ese hombre no lo está haciendo por ayudarte, se está ayudando a él mismo.
La joven abrazó a Berenice y se quedaron juntas en silencio, por varios minutos.
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Salió de la cocina en busca de Bertrand, sintiendo cómo su herida palpitaba al ritmo de su corazón. Lo divisó a la entrada de una de las casetas de vigilancia y se acercó con cautela. Al verla, él abrió los ojos, amenazantes. Ella ignoró la advertencia y bordeó la caseta.
—Esta noche necesito verte —dijo con serenidad, a pocos pasos de él.
Ahora se sentía a una nueva altura, desde donde podía controlar a Bertrand, a Bérénice, a todo aquel que osara interponerse en su paso. No tenía nada que perder.
Bertrand se cruzó de brazos, incrédulo. Su mirada parecía decir: «¿Cómo se atreve?». Volteó la cabeza y comenzó a balbucir frases ininteligibles. Ella pensó que quizás estaba maldiciéndola, y lo interpretó como un gesto de debilidad. Se dio cuenta de que era capaz de sacarlo de sus casillas, acercarse a él aunque se lo prohibiera, incluso darle una orden. Si se lo proponía, podía hacerle perder incluso sus grados de oficial, podía hacer que le encargaran tareas sin importancia. En cambio, se detuvo por un momento, ¿existía algún trabajo peor que aquel al que estaba condenado? A quién se le ocurre vigilar a enemigos ajenos, quiso decirle, y sintió lástima del hombre que se había comprometido a ayudarla.

asientos de madera presidían el espacio de desahogo de los abandonados.
Al entrar a las letrinas el rostro de Bérénice, a pesar de llevar más tiempo en el campo, se contraía de asco. Las letrinas eran el único espacio del campo al que los gendarmes no osaban entrar. Estaban convencidos de que solo con respirar aquel aire rancio podían terminar infectados.
Bérénice recorrió el lugar con su vista de águila para verificar que estaban solas cuando en una esquina vio a una mujer arrodillada, perdida en la penumbra.
—Esa no sobrevive un día más aquí —sentenció.
La joven esperaba en silencio el secreto que Bérénice le quería transmitir. Al mirar el cuerpo desvalido de la mujer tuvo la corazonada de que, si permanecía un mes más entre las alambradas, terminaría como ella.
—Este fin de semana la mitad de los guardias saldrán de permiso para visitas familiares. Tengo entendido que les darán unos quince días. —Bérénice exigía toda la atención de su interlocutora, que continuaba observando a la mujer abandonada—. Tú eres la única que nos puede ayudar.
La joven no comprendía cómo. Ella trabajaba en la cocina y algunas noches a la semana se encontraba con Bertrand en el cobertizo. Jamás la llevaba a las habitaciones de los oficiales, o a la torre de vigilancia.
—Bertrand tiene que saber quiénes son los que se van, y si esperan refuerzos.
—Pero eso sería más fácil de averiguar para las que limpian. ¿Cómo pretendes que yo llegue a sea información?
—Lo más importante es saber si vienen refuerzos o no. Es muy simple lo que te pido.
—¿Y crees que Bertrand me lo va a decir? ¿Qué interés puedo tener yo?
—Tú sabrás cómo hacerlo.
—Bérénice, si Bertrand sospecha…
—No va a sospechar nada si tú no quieres que sospeche. De eso depende la vida de muchas personas. Las personas que nos van a ayudar a salir de los boches.
La miró, desolada. Los alemanes han ido ocupando terreno, han eliminado las fronteras, han aplastado todo lo que se han encontrado en su camino. De ellos no se podrá salir jamás, quiso decirle, pero calló. Quizás Bérénice comprendió, pero también calló.
—Veré lo que puedo hacer, pero no puedo prometerte nada.
***
Cada noche estudiaba los posibles accidentes y cómo desafiarlos. Podían adelantar sin previo aviso la salida del campo hacia Drancy, podían separar a las mujeres de los niños y de los ancianos, podían trasladar a Bertrand, el marido de Bérénice podía iniciar una revuelta, organizar un escape en masa…
… regresaba extenuada de su cita con Bertrand y …
…, el olor de Bertrand impregnado en cada poro.
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La mujer se incorporó sin una queja y lo siguió dando traspiés, apresurada. Se acomodaba con torpeza el vestido húmedo y descolorido, y se la vio llevarse al vientre una mano temblorosa.
A resguardo en su esquina. comprendió que, de hecho, todas las mujeres que trabajaban en la cocina habían sido elegidas y se debían a un oficial, o incluso a dos. Todas eran jóvenes, algunas eran todavía bellas. Admitió aliviada que, al menos, Bertrand nunca había tenido un gesto brusco o despiadado hacia ella. Prefería pensar en él como su guardián, su salvador. Había tenido suerte, pensó, y debía sentirse agradecida. Sonrió desganada, alzando sin entusiasmo las comisuras de los labios, cada vez más pálidos.
Las noticias llegaban fragmentadas y a destiempo. Era difícil comprenderlas, porque circulaban de boca en boca y comenzaban a distorsionarse hasta convertirse en leyendas. Un rumor afirmaba que los alemanes iban a la retaguardia; otro, que los franceses se habían rendido; otro, aún más fantasioso, aseguraba que la resistencia había tomado París. Se multiplicaban a diario, y cada zona del campo podía tener versiones diferentes. Para una barraca, los ingleses habían atravesado el Canal de la Mancha y habían llegado a Pas de Calais; para otra, ya Francia estaba libre de judíos y zíngaros, los habían deportado a todos a Polonia y ahora los alemanes, una vez cumplido su plan de limpieza racial, iniciarían la retirada a tres años de comenzada la guerra.
Con una sonrisa indescifrable, Bérénice recorría el campo, lo controlaba todo, y sorteaba a los guardianes con una habilidad que fascinaba. A diario, robaba comida en la cocina y se las arreglaba para obligar a la chica que hacía la limpieza en las habitaciones de los oficiales a que sacara cuanto periódico pudiera, sin importar de qué día fuesen. Con frecuencia los guardias la veían salir de la cocina con los bolsillos llenos de pan y le daban la espalda, miraban hacia otra parte evitando comprometerse o mostrar debilidad ante la esposa de uno de los líderes de los detenidos, que podrían obligarlos a rendir cuentas al final de la guerra, estaban convencidos. Algunos, de hecho, ya habían recibido amenazas. Era preferible no arriesgarse.
Con Bérénice y su marido era prudente no meterse. No les otorgaban ninguna preferencia visible. pero les permitían un discreto acceso a espacios que para los demás estaban prohibidos. Había una red de la resistencia en la zona, tal vez en toda Francia, y los oficiales debían convivir con el recelo de ser denunciados o de que sus familias fueran atacadas. Varias veces, al ensañarse con alguno de los detenidos, habían escuchado sobrecogidos una frase que los estremecía: «Ojo por ojo, diente por diente».
La libertad de la que gozaba Bérénice para entrar y salir de las barracas incomodaba a las otras mujeres. Era la única que tenía la posibilidad de acercarse a los varones, abastecerlos a todos de comida y hacerles llegar las gastadas noticias, que por esos días eran el contrabando más preciado. También era portadora de novedades entre las barracas de hombres y mujeres: una muerte, una enfermedad, un aniversario recordado. Las nutría con descripciones tan precisas y elaboradas que más de una llegaba a sospechar que no eran más que pura invención de Bérénice para mantenerlas vivas, calmadas, alejadas de la desesperación y del abandono.
Una se sentía afortunada de contar con la protección, e incluso con la complicidad, de la mujer más poderosa de la barraca. Y esa proximidad permitió percibir una agitación que sobrepasaba los límites de la cotidianidad del campo. Algo se trama, puedo sentirlo, algo grande. Con Bérénice nada era abandonado al azar, cada movimiento era calculado, cada acercamiento tenía una finalidad, no arriesgaba ni el más mínimo paso en falso. Le tenían una temerosa confianza, y aunque estaban casi seguras de que los planes de Bérénice no se interpondrían a los suyos propios, el sobresalto de que pudiera no ser así angustiaba.
En medio de la noche, cuando una de las mujeres comenzó a gritar, a desgarrarse los harapos que llevaba encima y a revolcarse desnuda en el suelo de tierra batida, Bérénice, que tenía el sueño ligero y vista de águila, fue la primera en reaccionar y levantarse. Corrió hacia ella, y la abofeteó hasta calmarla. El resto de las mujeres observaba con qué frialdad y determinación actuaba Bérénice cuando ellas no tenían siquiera la más mínima energía para incorporarse en sus camastros.
—Si no te callas de una vez, voy a hacer que te ahogues si es necesario —le gritó al oído mientras con una mano le apretaba el cuello—. No voy a permitir que los malditos guardias franceses vengan a castigarnos por tu culpa. Recoge este estropicio, cálmate y regresa a tu cama. ¡Ahora!
La mujer se serenó, aunque aún temblaba. Cabizbaja y avergonzada, cubierta de polvo, regresó a su sitio con la cara vuelta hacia la pared. Bérénice se sacudió el vestido y dirigió una veloz inspección a la barraca. Las curiosas evitaron de prisa encontrarse con su mirada. En pocos segundos, todo estaba de nuevo en calma.
Qué mujer tan valiente, si yo tuviera esa fuerza, se admiraban. Por primera vez más de una examinó las manos cargadas de venas de su amiga. Para ellas, Bérénice era una persona esencialmente bondadosa, con un alma aún no dañada. Una guerrera que solo buscaba defenderse y defender a los suyos. Alrededor de ella se habían entretejido las leyendas más inauditas, que circulaban de boca en boca: que si había matado a un alemán; que si había dejado a su hija en un orfanato en España, que si había ajusticiado a más de un colaboracionista. Algunas decían incluso que tenía una pistola escondida y que estaba ansiosa por conseguir municiones. El día que disparara la primera bala, sería contra el oficial que se atreviera a entrar en la barraca de las mujeres, como había amenazado. Aquel era un territorio vedado, y ella les hacía entender que se encargaría de que continuase así. En las mujeres, pues, inspiraba más que temor, respeto. Para los guardias, era una intocable.
Bérénice había decidido no compartir con su marido el plan. Se trataba de una operación silenciosa y bien ejecutada, y decidió que la apoyaría hasta el final. Era también una manera de controlar los posibles efectos. Una niña más o menos no alteraría el orden del campamento.
Sí, Bérénice se trae algo entre manos. Lo único que pido es que sea después del sábado, …
Salió de la cocina en busca de Bertrand, sintiendo cómo su herida de la mano palpitaba al ritmo de su corazón. Lo divisó a la entrada de una de las casetas de vigilancia y se acercó con cautela. Al verla, él abrió los ojos, amenazantes. Ella ignoró la advertencia y bordeó la caseta.
—Esta noche necesito verte —dijo con serenidad, a pocos pasos de él.
Ahora se sentía a una nueva altura, desde donde podía controlar a Bertrand, a Bérénice, a todo aquel que osara interponerse en su paso. No tenía nada que perder.
Bertrand se cruzó de brazos, incrédulo. Su mirada parecía decir: «¿Cómo se atreve?». Volteó la cabeza y comenzó a balbucir frases ininteligibles. Ella pensó que quizás estaba maldiciéndola, y lo interpretó como un gesto de debilidad. Se dio cuenta de que era capaz de sacarlo de sus casillas, acercarse a él aunque se lo prohibiera, incluso darle una orden. Si se lo proponía, podía hacerle perder incluso sus grados de oficial, podía hacer que le encargaran tareas sin importancia. En cambio, se detuvo por un momento, ¿existía algún trabajo peor que aquel al que estaba condenado? A quién se le ocurre vigilar a enemigos ajenos, quiso decirle, y sintió lástima del hombre que se había comprometido a ayudarla.
Se llevó la mano herida al pecho para comprobar las palpitaciones y regresó a la cocina con la convicción de que tenía bajo su dominio al insaciable Bertrand.
La noche del miércoles una lluvia fría la sorprendió camino a la esquina del cobertizo. Quería asegurarse de que Bertrand continuaría en el campo, al menos por unos días más y que no habría ningún otro contratiempo que pudiese poner en riesgo su plan. No esperaba garantías, solo necesitaba asegurarse. A esas alturas hubiera sido imposible idear nuevas opciones.
Buscó refugio de la lluvia en el rincón que ya les pertenecía y cerró los ojos dispuesta a esperar, temblorosa, rememorando cada recuerdo, cada caricia, cada promesa. Una mano tibia le secó la frente y la sacó de su ensueño.
—Si sigues aquí pescarás una pulmonía. ¿Qué te pasó en la mano? —Bérénice no esperó respuesta—. No creo que vaya a venir con esta lluvia. Es muy tarde.
La amante tardó en reaccionar. La ausencia de Bertrand la había perturbado, pero confiaba en que no había acudido a causa de la lluvia. Sabía que, aunque su frasco de esencia de rosas se hubiera vaciado y su cabello no fuera tan reluciente como a su llegada, aún era atractiva a los ojos de Bertrand. En cualquier caso, ahí estaban las joyas que le había prometido. Las joyas que representaban, también, una salvación para él.
Siguió de prisa a Bérénice. Al entrar en la barraca corrió …
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La mañana del jueves se apresuró a la cocina con la esperanza de tropezar con Bertrand. Faltaban solo dos días para que todo se concretara.
Estaba por entrar en la cocina cuando una mano amiga la detuvo por la muñeca. Bertrand se había atrevido a tocarla, aunque aquella no era una caricia.
—No dejó de llover —se justificó con brusquedad. Sin mirarlo, ella sonrió para sus adentros—. Será el sábado en la noche, como teníamos previsto. Procura que tus amigos traigan lo que me prometiste.
Dijo la última frase de espaldas a ella, que permaneció por unos segundos inmóvil en la puerta de la cocina. No se volteó a mirarla; más bien se alejó de prisa, como si el estar allí hubiese sido apenas un desvío involuntario.
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En la tarde del sábado una ola de frío húmedo cayó sobre el campo. Las nubes descendían desordenadas al ponerse el sol, observó la amante mientras esperaba ansiosa la salida de las tres estrellas. Esa era la señal acordada para el encuentro con Bertrand.
De la barraca de los hombres llegaba una algarabía, como de costumbre. Se pasaban frenéticamente hojas de periódicos, las lanzaban al suelo con furia, otro las tomaba, las releía y maldecía al cielo. Los guardias se mantenían a distancia y hacían caso omiso de las ofensas que algunos se atrevían a gritarles en español. Si bien no entendían, la intención de las frases era clara: el momento de pagar por lo que estaban haciendo llegaría.
—No solo los alemanes terminarán en el banquillo de los acusados —gritó uno de los hombres—. ¡Ustedes también la van a pagar muy caro!
Y Bérénice escuchaba.
Drancy ya no da abasto —afirmó Bérénice, sacudiendo la cabeza.
…estaba sentada a la entrada de la barraca, lejos de los otros niños.
Ahora parece que va a llover, era lo único que nos faltaba.
Necesitamos mucha agua. A ver si limpia un poco la amargura de este lugar. Bérénice se frotó los brazos con furia.
Ella fue a sentarse a la entrada de la barraca, observando cada movimiento, cada reacción. Había cronometrado las entradas y salidas de la cocina, el cambio de guardia en la caseta, quién frecuentaba más las letrinas. Los sábados los guardias se descuidaban, se desentendían de lo que sucedía en las barracas. Pero también se ponían a beber garrafas enteras de vino a la vista de los sedientos hombres abandonados, y no pocas veces aquella exhibición vergonzosa terminaba en violencia. En ocasiones se les escuchaba cantar, y alguno terminaba entonando La Marsellesa con grandilocuencia patriótica. Los hombres de las barracas les respondían con el mismo himno y les gritaban que a ellos lo que les tocaba cantar era una balada alemana.
A las seis de la tarde se cerraba el cobertizo de la leña, y Bertrand era el responsable de abrirlo y cerrarlo cada día. Pero no esa noche.
La llovizna era persistente. Bertrand se apoyó en la pared contraria a la entrada, en la penumbra. En el suelo, varias botellas vacías, trozos de madera, restos húmedos de carbón. Habían acordado que la esperaría en el lateral más cercano a la alambrada que daba al bosque.
Ella se dirigió hacia la alacena. Estaba convencida de que la transacción sería rápida, sin necesidad de diálogo, ni de gestos seductores o caricias vagas. La negociación había concluido, ahora solo quedaba el intercambio: la entrega y la recompensa. Al acercarse, vio a Bertrand empinándose una botella de vino media vacía y advirtió sus ojos enrojecidos. No se preocupó. Él la necesitaba a ella. Ella era su futuro.
Bertrand le dijo con el tono de complicidad de una amante—, sería mejor que no bebas más por hoy.
Él sonrió y tomó otro largo sorbo de la botella. Después la lanzó a lo lejos, vacía. Se desabotonó torpemente la camisa y extendió los brazos, listo para recibirla.
Ella se acercó con cautela, dilatando el encuentro.
—Tengo a mi niña fuera, esperando bajo la lluvia —lo apremió mientras se acercaba a él.
—Está bien donde está. Ven aquí.
—Es que tiene fiebre. Hace varios días. Sería mejor llevarla y entregarla. Después puedo regresar contigo —dijo, retrocediendo.
Él soltó una carcajada y la miró con deseo.
—Ven aquí —insistió con los brazos abiertos y una sonrisa ebria.
Al ver que ella no respondía, la haló con fuerza hacia él. Ella bajó la cabeza y repitió su nombre.
Intentó zafarse del abrazo. Él la aferró con más fuerza. Ella lo empujó y él tiró de su vestido hasta zafar, con violencia, su sostén. Algo cayó. A sus pies resplandecía el tesoro prometido. Ahí estaban el brazalete y el anillo de diamantes, con su resplandor espectral azul turquesa.
Con una mano la retuvo, atenazándole el cuello, y la lanzó contra la pared del cobertizo. Allí quedó arrinconada, inmóvil, buscando aire.
—Así que tus amigos eran los que iban a traer el brazalete… ¿Qué pensabas, que te iba a dejar escapar con el botín? ¿Por quién me tomó la señorita de sociedad, la viudita del cardiólogo? Aquí todo se sabe.
Las palabras iban y venían sin sentido, y la golpeaban como ráfagas secas. No se atrevía a hablar; él la tenía acorralada y apenas le permitía respirar.
Con una mano de Bertrand en la garganta y la otra entre las piernas, ella sintió como si la alambrada que esperaba atravesar la perforara. Cada punta oxidada se enterraba con rabia en su carne. Comenzó a gemir mientras él se movía dentro de ella acompasadamente.
—Ya estás acostumbrada —le dijo sofocado, lamiéndole el oído—. No me digas que ahora te molesta.
Ella intentó recuperar el aire perdido, fingió un breve desvanecimiento y lo dejó hacer.
—Me están esperando —insistió una vez más.
Bertrand se empeñaba en obtener todo el gozo posible. No iba a desperdiciar la noche del sábado; dormiría tranquilo, desahogado y satisfecho. Se detenía por momentos, buscaba los ojos de ella y sonreía, alucinado.
Con lentitud, la amante llevó su mano derecha al bolsillo del abrigo y tanteó el mango frío del metal oxidado. Lo empuñó con sumo cuidado, cerró los ojos y a ciegas, como dominada por un impulso ajeno, como si el brazo no le perteneciera, lanzó una cuchillada contra la yugular del hombre que la tenía abrazada. Un golpe más y sintió cómo el desvencijado puñal atravesaba fatigoso los músculos del cuello. Bertrand, aún dentro de ella, dejó de moverse. Ella clavó la hoja una vez más, y otra, y otra. Con toda su fuerza, con toda su rabia.
«Y en el séptimo día Yavé terminó el trabajo que había hecho, y descansó» —balbució en hebreo muy cerca del cuello de Bertrand, como si fuera a besarlo. Lo besó. Sintió correr la sangre por su boca, por su mano, y solo reaccionó cuando el líquido viscoso y tibio atravesó el abrigo y amenazó con llegar a su pecho. Extrajo con cuidado el cuchillo y lo dejó caer. Introdujo con frialdad los dedos en la herida, intentando buscar una señal apagada de vida, el último latido, y sintió que el cuerpo palpitaba aún, como si se alimentara de ella. Retiró los dedos de un tirón y, en ese instante, Bertrand expiró.
Inmóvil, comenzó a sentirse inundada por una calma profunda. Ya no tenía nada que perder. Sería libre. El brazalete y el anillo de diamantes continuarían con ella. La muerte de Bertrand le había proporcionado una paz extraña. Incluso, un desconcertante orgullo. Estaba a salvo.
El cadáver permanecía de pie, entre la pared y ella, firme, con los ojos desorbitados y un rictus en los labios que ella apenas pudo descifrar en la oscuridad. Se separó, y el cuerpo cayó sin vida sobre la tierra convertida en lodo.
La lluvia cesó y la luna asomó entre las nubes. Un destello plateado descendió sobre el rostro del hombre con el cuello perforado. La joven se sentó a su lado, confusa, como cuando terminaban de acariciarse durante sus noches de negociación. No había prisa, aquel era un encuentro nocturno más entre el oficial sediento y una de las prisioneras de la barraca. Nadie preguntaría por él hasta el amanecer.

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