De la barranca, la niña
miró a la loma cercana;
ya se apretaba la noche
como una negra cuajada.
En lo alto de una loma
está encendida una casa,
y pestañea en la sombra
como una madre que llama.
Blancanieves sube, sube,
y golpea atribulada.
Todo sigue en el silencio,
que la casa está encantada;
tan sólo laten adentro,
dulcemente, siete lámparas.
La niña empuja la puerta;
se le abre como dos alas.
La casa sigue tan muda
como si ha siglos callara.
Blancanieves va pasando
con temblor, de sala en sala.
Hay un comedor pequeño,
que en cien aromas se exhala.
En la mesa hay siete platos;
en los platos siete viandas;
junto a ellos, dobladitas,
siete servilletas blancas;
hay siete ramos de flores;
siete ampollas de sal cándida;
siete sillas chiquititas,
del porte de una castaña;
en las sillas siete paños
con siete cifras grabadas,
y la paz que hay en los sueños
en la casa se derrama.
Y Blancanieves la mesa
Tiene un hambre tan tremenda,
que todo lo devorara;
pero sólo va pasando,
como un ladrón, empinada,
y despunta un bocadito
de cada sabrosa vianda…
Aunque tiembla del espanto,
va siguiendo a la otra sala.
Hay un dormitorio blanco
que cabe en una mirada,
y tiene siete camitas
tan suaves como la nata;
son del largo de un jazmín
las menuditas almohadas;
las colchas son siete hojas
de una col encenizada.
¡Con qué miedo Blancanieves
se va acercando y las palpa,
y sonríe cuando ve
que no se le desbaratan!
Elige una que está oculta
y se tiende fatigada,
como una gota de agua
que en otra gota descansa.
Duérmese profundamente,
y su respirar se apaga;
se le oye el corazón
como grillo en una caja.
Llegaron los siete enanos.
Riendo entran en la casa,
y se sientan a la mesa
y se cruzan sus miradas.
—¿Quién se ha sentado en mi silla?
—¿Y quién probó de mi vianda?
—¿Y quién pellizcó mi pan?
—¿Y quién mordió mi tostada?
—¿Quién cambió mi tenedor?
—¿Quién dio más luz a mi lámpara?
—¿Y quién probó de mi vino?
—¿Quién vació mi limonada?
Gritan todos, y el asombro
sus breves ojos agranda,
y van hacia el dormitorio,
llevando sus siete lámparas.
Y van entrando miedosos,
y va a estallar su algazara:
—¡Alguien se acostó en mi lecho!
¡Han movido las almohadas!
Y grita uno desde el fondo:
—¡Hay una niña en mi casa!
Corren con sus siete luces
los enanos a mirarla,
y le hacen una aureola
grande junto a la cara.
—¡Ay, qué hermosa! –dicen todos–,
y qué grande, es como un haya.
Y uno le toca las sienes,
otro le mide la espalda,
y Blancanieves, por fin,
Los va mirando, mirando,
y su risa se desata.
Son pequeños como siete
almendritas claveteadas,
y para que ella los vea
se empinan como las llamas.
En el regazo le caben;
los siete a una vez abraza…
Entonces les va contando
de su tremenda madrastra
y del cazador que al hombro
le cargó como alimaña.
Y ellos, conmovidos, lloran
sin cansarse de mirarla.
Le dicen nombres de flores;
“olor de salvia mojada”,
“cuesta con almendros blancos”,
“vertiente de la montaña”.
Y ella pregunta sus nombres.
Dicen: —Yo me llamo Plata.
—Yo me llamo Estaño Azul.
—Y yo Barbazas, Barbazas.
Y le cogen las orejas.
Le dicen: “almejas blancas”,
y miden sus dedos largos;
“caracolazos” los llaman.
Y por fin la van durmiendo
con canción enamorada.
“Duerme hasta que cante el gallo
de cresta más encarnada
y se cuelguen los murciélagos
y muja largo una vaca.
“Te espantan los siete enanos
los monstruos de la montaña;
el lagarto volador,
la catarina giganta;
el que se parece al musgo
y que sube hasta la almohada,
y la culebra más negra
que a la medianoche baja.
“Para que el cuerpo no encojas
juntamos las siete camas,
y los enanos te velan
en cerco de siete espadas.
“Los duendes de los metales
te cuidan mejor que tu alma.
Duerme hasta que el gallo cante
y muja largo una vaca”.
GABRIELA MISTRAL
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