PECADOS CAPITALES – Adaptación de un cuento de Selma Lagerlöf
Esta mañana, por curiosidad, descubrí un sorprendente cuento de Selma Lagerlöf, la autora de Nils Holgersson, un cuento medieval desconocido en España. Comparto el cuento con vosotres, mis seguidores, y os digo que da mucho en que pensar.
En la Edad Media gótica, en tiempos de los castillos y las catedrales, y del Libro de Horas del Duque de Berry, pero no en Francia sino en los bosques de Suecia, un señor feudal dueño de una imponente fortaleza, viudo con una única hija tan bella como Afrodita, la casó con un poderoso amigo suyo, un anciano de quien la joven no había visto ni el retrato.
Sin embargo, ella ya tenía un novio de su edad, un joven que no era más que un simple caballero. Los dos enamorados habían pactado en secreto con su sangre que si él la traicionaba a ella o viceversa, la persona traicionada tendría, irremediablemente, que quitarse la vida.
Así que la joven dama estaba muy preocupada por su amor secreto. Pasó la noche antes de la boda en vela, como si una espada de Damocles pendiera sobre su cabeza.
Le había escrito una carta en secreto a él, contándole que su señor padre le iba a casar por poderes con un desconocido. “Te doy mil despedidas de todo corazón, y te ruego que no te hagas ningún daño por mí, porque sigo siéndote fiel de todo corazón, aunque me vaya ahora a casar con otro”.
Pero el señor padre interceptó la carta, antes de que saliera del castillo, y la quemó en secreto.
Llegó el gran día de la boda, y la novia le dio la bienvenida hecha un mar de lágrimas. Sin embargo, no lloró nada en la capilla a la hora del sí quiero: la pena petrificaba sus facciones. Y todos los fieles sacaron sus pañuelos y lloraban por ella.
El padre de la novia también vio como la pena congelaba el rostro de su hija. Y estaba en estado de shock por lo que le había hecho. Al final de la misa de bodas, la llamó a sus aposentos y le dijo: “Mi amor del alma, acabo de hacerte una gran injusticia”. Y, siendo un hombre muy soberbio, se hincó de rodillas delante de ella y confesó que había quemado su última carta. Temía que el novio de su hija viniera a caballo con sus amigos y la raptara por la fuerza.
La hija le dijo a su padre, con la mano sobre el corazón: “Te perdono lo que me has hecho, pero no sabes la catástrofe que acabas de ocasionar”. Y ella salió al balcón.
Entonces llegó el marido: “Mi amada esposa, ¿porqué se lee tanta pena en tu rostro tan hermoso?”
“Porque ya tengo un novio de todo corazón, y juramos con nuestra sangre nunca en la vida traicionarnos”.
El marido respondió: “¡No te arrepientas de haberte casado conmigo, aunque sea por poderes! Te quiero tanto que creo que nadie te haría tan feliz como yo te haré”.
“Así creen todos los enamorados”.
“Dime sólo lo que quieras que haga para que la alegría vuelva a tus facciones y a tu corazón… ¡Te mostraré que ahora digo la verdad!”
Ella hizo acopio de verdad y pensó: “Tal vez se ablande su corazón…” Y le dijo que ella había hecho un juramento de sangre con su amado, que si él la traicionaba a ella o viceversa, la persona traicionada tendría, irremediablemente, que quitarse la vida. “Así que hoy mi novio se ha de suicidar”. Y se hincó de rodillas delante de su marido y se quedó suplicando a sus pies. “¡Déjame ir a verle ahora, antes de que se quite la vida!”
Sus palabras fueron tan poderosas que, a pesar de que el marido pensaba: “Si vuelve con su amado, no la veré nunca más en la vida”, se venció a sí mismo y le dijo: “Haz lo que tú quieras”.
Ella se levantó y le dio las gracias, llena de lágrimas de euforia. A continuación, pasó por el salón comedor, donde todos los invitados estaban sentados en su lugar a la mesa puesta, esperando con impaciencia, muertos de hambre y de sed tras el largo viaje y tras toda la misa de bodas.
“Queridas damas y caballeros, he de deciros que, con el permiso de mi marido, ahora voy al castillo de mi amado, al otro lado del bosque. Él tiene que suicidarse este mismo día, antes que se ponga el sol, porque le he traicionado con otro. Ahora voy a verle, a decirme que mi padre me ha forzado a casarme y que no ha sido culpa mía. No os preocupéis si yo voy sola, sin ninguna escolta, porque no me atrevo a enviar ninguna carta: las podrían interceptar. Os pido de todo corazón: ¡Comed, bebed y celebrad cuanto queráis en mi ausencia! Volveré en cuando le haya salvado la vida a mi novio”. Y los invitados se levantaron de la mesa, todos ellos, y se fueron a otras salas del castillo.
Cuando la recién casada cruzó el patio de armas, oyó un gran ruido y caos procedente de las cocinas. Un pinche había llegado a toda prisa y le había dicho al chef que el festín no se celebraría hasta dentro de varias horas. El chef se puso hecho un basilisco, pensando en todos los suntuosos platos que había preparado y que ahora se iban a arruinar (en aquella época en que no habían neveras). Lanzó una barra de mantequilla al fuego, aplastó una docena de huevos y echó al pobre pinche con cajas destempladas, pegándole por todo el cuerpo con la pala del pan.
Nuestra heroína se acercó a las cocinas y le suplicó al chef: “Deja al pobre pinche en paz, no es más que un niño inocente”. Sus palabras conmovieron al chef, que dejó que la pala de pan cayera al suelo. Los dos exclamaron: “¡Alabado sea el Señor, que te ha hecho tan hermosa!” Y el chef, mucho más tranquilo, conservó y vigiló todos los platos y los vinos durante horas, sin decir ni una sola palabra de ira ni de frustración.
La joven cruzó el puente levadizo, totalmente sola, y entró en el gran bosque espeso, pues quería visitar a su amado a pie y sin escolta, igual que quien va a la capilla a suplicar a los Cielos en caso de gran necesidad.
Pero en el bosque vivía un peligroso forajido, asesino de inocentes y buscado por la justicia… Emboscado en los arbustos, vio a nuestra heroína avanzar sola por el sendero. Vio su tiara de diamantes, sus diez dedos con anillos de gemas, su cinturón brocado en plata de ley y su collar de perlas barrocas de tres vueltas. “Sólo es una débil mujer joven, casi una adolescente. Cuando la degüelle y me haga con sus tesoros, podré por fin dejar esta vida de perros, irme al extranjero y partir de cero, viviendo esta vez como hombre honrado”.
Pero cuando ella se acercó y él le vio la cara, se quedó paralizado. Ella era tan bella como una diosa del Olimpo. “No puedo echarle encima ni un dedo meñique. Es una recién casada. No puedo dejar que ella muera, ni que vuelva viva y despojada de sus joyas a su castillo”. Era temeroso de los Cielos que le habían hecho tan hermosa, y le dejó ir ilesa y con todos sus tesoros, sin que ella le descubriera.
En el mismo bosque vivía un ermitaño centenario, que mortificaba su cuerpo pasando días y noches en vela y sin comer nada, sólo viviendo a base de agua, de lunes a sábados, y sólo dormía y comía un puñado de verduras los domingos. Se había jurado por lo que más quería que, si no podía pegar ojo ni tomar bocado durante un domingo, pasaría siete días más en vela y en ayunas. Decía que aquello era la Voluntad de los Cielos. Aquel domingo, ya estaba a punto de tirarse a la cama y de comerse las zanahorias, cuando vio pasar a nuestra heroína. Y pensó lo siguiente: “¿Cómo va esta pobre peatona a cruzar el río a pie? Ahora hay una crecida, con el deshielo de la primavera, y la corriente se ha llevado todos los puentes.” Se levantó de la cama, salió de la ermita, siguió a la joven hasta el río, que iba blanco de espuma, y la llevó sobre sus hombros, como un segundo san Cristóbal, a través de los rápidos: él era muy fuerte a pesar de su avanzada edad. Pero al volver a su ermita, se dio cuenta de que tendría que pasar siete días más en vela y en ayunas por el amor de esta desconocida. Él no se arrepentía de nada: era una joven tan hermosa que todos estaban encantados de sacrificar algo por ella.
La joven, por fin, llegó al castillo de su amado novio. Pero él se había atrincherado en sus aposentos y había cerrado la puerta con siete llaves. Cuando ella llamó a la puerta, él no se atrevía a abrir: había sacado la espada y estaba a punto de suicidarse.
Nuestra heroína no podía decir ni una palabra, pues la angustia le oprimía la garganta. Pero sus lágrimas caían como un aguacero sobre el suelo de granito, y él oía sus sollozos a través de la puerta de roble. El joven no podía ni siquiera hacerse un rasguño, mientras escuchaba a su amada. Por fin, le abrió la puerta.
Los dos estaban de pie, frente a frente, ella con las manos entrelazadas, y le contó que su padre le había forzado a casarse con aquel viejo desconocido. Cuando el chico vio que ella aún poseía todo su corazón, le juró, de nuevo con su sangre, que nunca se iría a suicidar. Los dos se acercaron y se besaron apasionadamente, sintiendo a la vez toda la pena y toda la alegría que pueden caber en dos corazones enamorados.
El joven caballero, al final, se desprendió del largo abrazo y le dijo a su querida: “No quiero ofender al marido que te ha dejado venir aquí y salvarme la vida. Al fin y al cabo, él también te quiere”. Hizo ensillar a dos caballos y los dos jóvenes volvieron juntos a caballo al castillo del señor padre de ella.
Al leer esta bella, tierna y feliz historia, pensé largo y tendido en todos los personajes. Y vi que todos menos la heroína personificaban a los pecados capitales. Y, si yo decidía si el señor padre o el marido o los invitados o el chef o el forajido o el ermitaño o el enamorado habían sacrificado más por amor, sabría si la soberbia (del señor padre) o la envidia (del marido) o la gula (de los invitados) o la ira (del chef) o la codicia (del forajido) o la pereza (del ermitaño) o la lujuria (del enamorado) era mi pecado regente.
Pensé algo más al respecto y vi que de verdad no es nada fácil responder a esa pregunta trucada. Me parece, al final, que todos los personajes han hecho el mismo sacrificio. Todos se merecen mis mejores elogios: felicidades a todos. No considero nada liviano lo que ninguno de ellos ha hecho por amor, desde el fondo de sus corazones y del mío. No puedo elegir un sacrificio en particular.
Esta antigua historia de la Edad Media fue adaptada y publicada por Selma Lagerlöf en la Belle Époque, pero ya había sido empleada, incontables veces y a través de los siglos, para explorar las luces y las tinieblas de la naturaleza común a todos los humanos, sin importar su rango, su sexo, su raza ni la época en que han vivido. Si se emplea bien esta historia y se piensa bien en ella, es como una red de pescadores: igual que la red se lanza al agua para atrapar pescados y mariscos, este tierno y sabio cuento está hecho para lanzarse a cualquier corazón y sacar a los pecados y debilidades a la luz, para tratarlos y aprender de ellos.
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