La niña de la caja de cristal
En nuestro pueblo vivía una maravillosa y pequeña muchacha. Era tan delicada que su preocupada madre la encerró en una caja de cristal. Esta caja debía proteger a la niña del viento y de la lluvia, de la enfermedad y de todo peligro. Ni el menor polvillo podía tocar su blanco vestido, ninguna palabrota ofender su oído. La buena madre quería proteger a su hijita de toda la maldad del mundo.
La caja de cristal estaba montada sobre cuatro ruedas, y de esta manera se podía sacar también al jardín. En éste la niña podía contemplar, a través de los cristales de su casita, las flores; alegrarse cuando las aves cantaban y los niños brincaban alegremente. Ella, en cambio, estaba sentada inmóvil en su sillita; estaba delicada, y de día en día se volvía más pálida.
La madre no perdía de vista ni por un momento la caja de cristal. Pero un día tuvo que alejarse de la casa por un par de horas. Entonces penetró por los cristales un pequeño duende y le dijo solamente:
-¡Jujujui!
Como un latigazo sobre un caballo, este grito hizo estremecerse a la niña encerrada en la caja de cristal. Sus ojos se movieron a derecha e izquierda, hacia arriba y hacia abajo, y lo que vieron a su alrededor era alegría y vida.
Afuera reinaba el otoño, y el viento celebraba una fiesta. El viento invitó a ésta a cien mil huéspedes: a todas las hojas pardas, rojas y amarillas de los árboles.
-¡Vengan! -les gritó-. ¡Vamos a bailar!
Las hojas saltaron de las ramas y danzaron. Danzaban solas y en parejas, y danzaban también en grandes corros. Vinieron los niños de la calle y danzaron también alegres con ellas.
Entonces la pequeña niña olvidó que estaba tan delicada que ningún viento ni lluvia ni polvo podían tocarla, ni podía oír ninguna palabrota. Sin poder contenerse, gritó:
-¡Espérenme, voy también con ustedes!
Pero las puertas de la casita de cristal estaban cerradas. Fue inútil que las sacudiera y tirara de ellas.
-¡Ábranme! -rogó la niña.
Al oír sus gritos, todos los niños cesaron de danzar y rodearon la pequeña casita de cristal; pero nadie la supo abrir pese a sus esfuerzos.
Entonces vino el viento. Éste no trató de levantar el pestillo. Sacudió e hizo estremecer toda la casita de vidrio. Y, finalmente, hizo sencillamente: ¡Plaf!, golpeando con sus fuertes puños contra los cristales. ¡Oh, cuán alegre sonó! La casita de cristal quedó rota, y la pequeña prisionera salió de un brinco de su interior.
¡Qué maravilloso era el aire allí afuera! ¡Y cuán grande y amplio era el mundo! Allí se podía danzar. Las hojas danzaban, los niños danzaban. Los delantales y las faldas y las cabelleras danzaban, y, más alegre que ninguno, danzaba también el corazón de la niña. El viento silbaba una cancioncilla, y los niños gritaban jubilosos de alegría.
De repente apareció la madre. Al ver a la niña fuera de la casita, juntando las manos derramó grandes lágrimas. Temía que ahora se enfermara la delicada niña… y moriría.
Pero la niña no se puso enferma ni tuvo tampoco que morir. Sus mejillas se colorearon, brillaron más claros sus ojos, y toda ella floreció y se hizo cada día más bella.
-¡Jujujui! -rio el duendecillo, mientras la madre recogía los pedacitos de cristal.
Luego saltó a horcajadas sobre el viento, y éste se lo llevó consigo. ¿Adónde? Esto no lo he sabido yo nunca, pues en su gran prisa se olvidó de contármelo.
FIN
El hada de los deseos
La pequeña Margarita estaba sentada junto al arroyuelo debajo de una florida mata de saúco. Las vacaciones, el verano, el resplandor del sol y el libro de cuentos sobre el regazo: esto constituía todo su paraíso. Pero allí, enfrente, en la casita, su madre tenía trabajo a manos llenas.
Margarita contemplaba las luminosas olas, y soñaba. De repente exclamó en voz alta:
-¡Oh, yo desearía ser el hada de los deseos! Poder decir: “Madre, ¿qué quieres tú? ¡Madre dime tus deseos! Todo lo tendrás tú.” ¡Sería maravilloso!
-¡Así sea! -dijo una voz a sus espaldas.
¿Había descendido el hada del libro de cuentos? Por su aspecto, no lo parecía ciertamente. No llevaba ningún vestido tejido de rayos de sol, ni tampoco ninguna diadema en los cabellos, pero sí dos ojos llenos de bondad, aunque, claro está, un hada puede adoptar toda clase de figuras. Esta vez se parecía, sin embargo, a la anciana mujer del mensajero, con su tosca falda de lana gris. Llevaba un pesado cesto del brazo y dijo, sonriendo a la niña, al alejarse:
-Tú eres ya un hada de los deseos. Lo que ocurre es tan sólo que no has probado nunca, hasta ahora, tu poder. ¡Ve hacia tu madre! Tú puedes convertir en realidad todos sus deseos.
La pequeña Margarita la contempló asombrada. ¿No sería un sueño? Alargó los brazos, miró hacia la radiante luz del sol y exhaló luego un profundo suspiro. Después se apresuró, a grandes saltos, por el sendero de la pradera, al encuentro de su madre.
-¡Madrecita! ¿Tienes tú algún deseo?
-¡Oh, sí! Ve corriendo hasta la aldea y compra sal para la sopa.
La niña se rió y voló montaña abajo. ¡Cuán maravilloso era poder convertir en realidad los deseos!
-¡Madrecita, desea otra cosa! -rogó Margarita a su regreso.
-Si alguien me pusiera la mesa, estaría yo muy contenta.
Se rió de nuevo la chiquilla. Mantel y cubiertos fueron rápidamente colocados, sin olvidar tampoco los vasos ni el cestito del pan, y todo le salía tan ligero de la mano como es propio de una deliciosa hada de los deseos.
-¡Y ahora, el tercer deseo, madrecita!
-Niña, que no hables siempre tanto durante la comida. Papá necesita un poco de tranquilidad en las vacaciones.
-¡Sea! -dijo Margarita sonriendo a la madre-. Y así fue: durante la comida no pronunció una sola palabra, si no era preguntada.
-¿Qué le ocurre a nuestra Margarita? Está completamente cambiada -se admiró el padre.
-Soy el hada de los deseos -gritó, jubilosa, la niña-, y desde ahora realizaré siempre los deseos de mi madrecita.
Entonces la madre, llena de alegría, juntó las manos. Miró a su hija como si la viera por primera vez. Margarita estaba junto a la ventana y los rayos solares resplandecían sobre la blonda cabellera. Toda la muchacha resplandecía. Parecía verdaderamente una pequeña hada, por lo que la madre exclamó:
-¡Cuán grande es mi suerte!
FIN
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