El libro de canciones
Las clases en la escuela habían terminado. Al aire bailaban los copos de nieve. Los niños irradiaban de júbilo. Las bolas de nieve volaban de uno a otro lado, y las mejillas ardían.
Sólo la hija del maestro seguía tranquilamente su camino. Miraba las blancas y oscilantes estrellitas sobre su cabeza.
De pronto, algo brilló ante sus ojos. Por entre los copos oscilaba una dorada corona. Esta subía y bajaba como si tuviera alas invisibles. La niña alargó sus brazos. Entonces descendió la bola. Era tan ligera como el mismo aire y de ella se desprendía una claridad como la de las estrellas. La niña la llevó a su oído.
- ¡Navidad! ¡Navidad! ¡Dulce Navidad! - se oía cantar dentro de ella.
- ¿Quién eres tú? - preguntó la niña.
- Una canción prisionera. ¡Líbrame!
- ¡Sal! - rogó la pequeña.
- ¡Pronto, pronto! - cantaban en su interior.
La niña se dirigió a su casa. Colocó la bola con cuidado sobre la mesa en la habitación de los niños. La bola no permaneció, sin embargo, inmóvil, sino que oscilaba arriba y abajo, y su luz llenaba toda la estancia. La niña se sentó en silencio sobre un banquito y cogió el dorado destello en su corazón. Un aroma de abetos recorrió la estancia, y el aire todo empezó a murmurar una canción. La niña escuchó. Entonces llegaron hasta ella sencillas palabras, y, de repente, cantó ella también:
Sólo la hija del maestro seguía tranquilamente su camino. Miraba las blancas y oscilantes estrellitas sobre su cabeza.
De pronto, algo brilló ante sus ojos. Por entre los copos oscilaba una dorada corona. Esta subía y bajaba como si tuviera alas invisibles. La niña alargó sus brazos. Entonces descendió la bola. Era tan ligera como el mismo aire y de ella se desprendía una claridad como la de las estrellas. La niña la llevó a su oído.
- ¡Navidad! ¡Navidad! ¡Dulce Navidad! - se oía cantar dentro de ella.
- ¿Quién eres tú? - preguntó la niña.
- Una canción prisionera. ¡Líbrame!
- ¡Sal! - rogó la pequeña.
- ¡Pronto, pronto! - cantaban en su interior.
La niña se dirigió a su casa. Colocó la bola con cuidado sobre la mesa en la habitación de los niños. La bola no permaneció, sin embargo, inmóvil, sino que oscilaba arriba y abajo, y su luz llenaba toda la estancia. La niña se sentó en silencio sobre un banquito y cogió el dorado destello en su corazón. Un aroma de abetos recorrió la estancia, y el aire todo empezó a murmurar una canción. La niña escuchó. Entonces llegaron hasta ella sencillas palabras, y, de repente, cantó ella también:
Los blancos copos caen.
Enmudece el corazón
escuchando una canción,
que clara quiere resonar.
Viene de una santa lejanía:
un niño, pobre y pequeño,
que desea, con amor,
estar en nuestro corazón.
Los ojos de la niña irradiaban cuando se sentó para cenar entre su padre y su madre.
- ¿Por qué estás tan contenta? - preguntaron los padres.
- Por la Navidad.
- ¿Por los muchos regalos? - sonrió la madre.
- No, por las muchas canciones.
Al día siguiente resonó claramente por toda la escuela la canción: "¡Noche feliz, noche de paz!".
Y así todos los días, hasta que llegó el último con el júbilo de sus fiestas.
Pero donde la hijita del maestro cantaba más a gusto era en su pequeña habitación. Allí seguía oscilando todavía la dorada bola arriba y abajo. Su luz dominaba la estancia, y cada noche se liberaba una canción. Sonaba primero por el aire, hasta que los labios de la niña la habían captado. Luego la escribía en un pequeño librito. Este librito se llenó finalmente, y en la noche santa lo encontraron los padres sobre la mesa de los regalos.
- ¿De dónde has sacado tú estas canciones? - preguntó el padre.
Su hijita miró hacia lo alto, y vio oscilar allí la dorada bola. Los padres no la veían, sin embargo, pero vieron el resplandor en los ojos de su hijita. Entonces leyeron los dos el librito hasta altas horas de la noche, y su corazón se sintió lleno de la alegría de Navidad.
- ¿Por qué estás tan contenta? - preguntaron los padres.
- Por la Navidad.
- ¿Por los muchos regalos? - sonrió la madre.
- No, por las muchas canciones.
Al día siguiente resonó claramente por toda la escuela la canción: "¡Noche feliz, noche de paz!".
Y así todos los días, hasta que llegó el último con el júbilo de sus fiestas.
Pero donde la hijita del maestro cantaba más a gusto era en su pequeña habitación. Allí seguía oscilando todavía la dorada bola arriba y abajo. Su luz dominaba la estancia, y cada noche se liberaba una canción. Sonaba primero por el aire, hasta que los labios de la niña la habían captado. Luego la escribía en un pequeño librito. Este librito se llenó finalmente, y en la noche santa lo encontraron los padres sobre la mesa de los regalos.
- ¿De dónde has sacado tú estas canciones? - preguntó el padre.
Su hijita miró hacia lo alto, y vio oscilar allí la dorada bola. Los padres no la veían, sin embargo, pero vieron el resplandor en los ojos de su hijita. Entonces leyeron los dos el librito hasta altas horas de la noche, y su corazón se sintió lleno de la alegría de Navidad.
La muñeca Lilia
Una pequeña chiquilla sentía la alegría de la Navidad, pues confiaba en que ésta le traería a ella una muñeca. Cuando yacía por la noche en la cama, la veía ante sí. Tenía los cabellos rubios, y como los de una persona de verdad. Los ojos azules podían abrirse y cerrarse, y pronunciar claramente "mamá". La pequeña niña soñaba todas las noches con ella.
Pero la madre era una pobre mujer. Trabajaba todo el día fuera de casa, y cuando regresaba por la noche al hogar estaba muy cansada. A pesar de ello, cosía todavía una pequeña falda y tejía una roja chaquetilla de lana, en cuanto la niña cerraba los ojos. Contaba también el dinero, y se alegraba de que bastara para unos zapatos nuevos, pero no pensaba en una muñeca.
Así llegó la noche de Navidad. Cuando todas las velas ardían en el pequeño arbolillo, hizo entrar la madre a su hija en la habitación, y le regaló todas las cosas útiles. La pequeña niña sonrió y dio las gracias, pero en sus ojos había, sin embargo, un dolor.
- ¿Qué te falta todavía? - preguntó la madre, estrechando a su hija entre sus brazos.
- La muñeca - dijo la pequeña niña, tímidamente.
- ¡También la tendrás! - aseguró la madre.
Se inclinó hacia el cesto de la madera junto a la estufa, y cogió de él un taco liso de madera. Le pintó con lápices de colores dos ojos azules y una boca roja.
- ¡Dame tu delantalillo! - dijo a su hijita.
Envolvió con él el trozo de madera; luego cogió un pañuelo limpio y rojo del cajón de la cómoda, y le hizo con él un bello gorrito.
- ¡Mira, qué hermosa es! - dijo la madre -. Nos sonríe a las dos. Una muñeca exactamente igual la recibí yo por Navidad, cuando tenía la misma edad que tú; imagínate, fue la única que yo tuve jamás, y vivía, y me comprendía también. Ella me consolaba, cuando yo estaba triste, y yo la amaba también mucho. La tendría hoy todavía, si mi madre no la hubiera arrojado un día por descuido a la estufa. Oí llorar todavía a la pobre, y no pude dormir en toda la noche. Aun hoy pienso en los hermosos días en que era ella mi hijita. Era exactamente como ésta, y se llamaba Lilia.
La pequeña había escuchado atentamente a su madre. Ahora contempló a la muñeca en sus brazos. Las velitas vacilaban, y los ojos azules de la muñeca se abrían y cerraban de verdad.
- ¡Lilia! - exclamó la pequeña niña, y estrechó a la muñeca contra su corazón.
Entonces oyó claramente como ésta decía mamá.
- Yo te haré vestiditos. ¡Oh, muy bellos! - gritó jubilosa la niña -. ¡Lilia, querida hija mía! Ahora no estaré nunca más sola.
Pero de repente calló la niña, y miró a su madre con expresión de terror en sus ojos.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó ésta.
- Tú no arrojarás nunca a Lilia al fuego, ¿verdad? ¡Oh, yo lloraría! La quiero tanto, y también ella me quiere. Ahora justamente me lo acaba de decir.
Entonces la madre prometió, bajo el árbol de Navidad encendido, ser una buena abuela para Lilia. Y así lo ha hecho también. Lilia vive todavía hoy.
Pero la madre era una pobre mujer. Trabajaba todo el día fuera de casa, y cuando regresaba por la noche al hogar estaba muy cansada. A pesar de ello, cosía todavía una pequeña falda y tejía una roja chaquetilla de lana, en cuanto la niña cerraba los ojos. Contaba también el dinero, y se alegraba de que bastara para unos zapatos nuevos, pero no pensaba en una muñeca.
Así llegó la noche de Navidad. Cuando todas las velas ardían en el pequeño arbolillo, hizo entrar la madre a su hija en la habitación, y le regaló todas las cosas útiles. La pequeña niña sonrió y dio las gracias, pero en sus ojos había, sin embargo, un dolor.
- ¿Qué te falta todavía? - preguntó la madre, estrechando a su hija entre sus brazos.
- La muñeca - dijo la pequeña niña, tímidamente.
- ¡También la tendrás! - aseguró la madre.
Se inclinó hacia el cesto de la madera junto a la estufa, y cogió de él un taco liso de madera. Le pintó con lápices de colores dos ojos azules y una boca roja.
- ¡Dame tu delantalillo! - dijo a su hijita.
Envolvió con él el trozo de madera; luego cogió un pañuelo limpio y rojo del cajón de la cómoda, y le hizo con él un bello gorrito.
- ¡Mira, qué hermosa es! - dijo la madre -. Nos sonríe a las dos. Una muñeca exactamente igual la recibí yo por Navidad, cuando tenía la misma edad que tú; imagínate, fue la única que yo tuve jamás, y vivía, y me comprendía también. Ella me consolaba, cuando yo estaba triste, y yo la amaba también mucho. La tendría hoy todavía, si mi madre no la hubiera arrojado un día por descuido a la estufa. Oí llorar todavía a la pobre, y no pude dormir en toda la noche. Aun hoy pienso en los hermosos días en que era ella mi hijita. Era exactamente como ésta, y se llamaba Lilia.
La pequeña había escuchado atentamente a su madre. Ahora contempló a la muñeca en sus brazos. Las velitas vacilaban, y los ojos azules de la muñeca se abrían y cerraban de verdad.
- ¡Lilia! - exclamó la pequeña niña, y estrechó a la muñeca contra su corazón.
Entonces oyó claramente como ésta decía mamá.
- Yo te haré vestiditos. ¡Oh, muy bellos! - gritó jubilosa la niña -. ¡Lilia, querida hija mía! Ahora no estaré nunca más sola.
Pero de repente calló la niña, y miró a su madre con expresión de terror en sus ojos.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó ésta.
- Tú no arrojarás nunca a Lilia al fuego, ¿verdad? ¡Oh, yo lloraría! La quiero tanto, y también ella me quiere. Ahora justamente me lo acaba de decir.
Entonces la madre prometió, bajo el árbol de Navidad encendido, ser una buena abuela para Lilia. Y así lo ha hecho también. Lilia vive todavía hoy.
La olvidada velita de Navidad
"No es agradable estar sola en la noche de Navidad", pensaba la pequeña criadita. Cuando se oyeron fuera las campanillas del trineo, una magnífica troika tirada por cuatro caballos, y toda la familia de señores partió para celebrar las Navidades en casa de la abuela, dos gruesas lágrimas le rodaron a la muchacha por las mejillas. Toda la había pasado en la cocina. Ahora contemplaba el árbol de Navidad, pero todas las velitas estaban ya consumidas.
- ¡Limpia bien la habitación! - había gritado todavía la señora antes de marcharse.
Y ahora se afanaba la muchacha, recogía papeles con estrellas de plata y cintas de colores, y puso muchos, muchos juguetes bajo el árbol de Navidad, y cogió finalmente una muñeca en sus brazos.
“¡Qué riqueza! - pensó la muchacha -. Mi pobre hermanita en casa estaría contenta, si recibiera una muñeca así. Si fuera rica, se la regalaría yo. Como ésta tendría que ser.
Cuando la muchacha pensó en la hermanita inválida, de nuevo corrieron las lágrimas por sus mejillas, pues sentía nostalgia en su pobre corazón. Se sintió tan abandonada, que exclamó:
- ¡A mí me ha olvidado el mundo entero!
- ¡También a mí! - oyó entonces que decía una suave voz.
La muchacha levantó la mirada. La voz había salido del árbol de Navidad.
- ¡Consuélate! - oyó decir aún la muchacha -. ¿Quién sabe para qué es bueno?
La muchacha dio la vuelta al árbol asombrada. Entonces vio una velita, blanca como la nieve, sobre una rama. Se mantenía erguida, y estaba completamente entera. No había duda: de allí había venido la voz.
- A todas les estuvo permitido lucir; sólo a mí no. A mí me ha reservado el Niño Jesús para ti. ¡Hazme brillar también a mí ahora!
Claramente pudo distinguir la muchacha estas palabras. Se dirigió presurosa a la cocina, y trajo cerillas. Luego apagó la lámpara y encendió la velita. Se sentó delante del árbol y contempló su dorado destello, y cada vez se hizo más claro, en la habitación y también en su corazón.
La muchacha vio, como a través de una ventana abierta, a la madre en su hogar. Justamente estaba preparando el paquetito de Navidad para su hija en la casa extraña, y la hermanita de los pies inválidos estaba sentada en su sillita junto a ella y le ofrecía con los ojos brillantes sus pastelitos, para que los pusiera también en el paquete. Y la oyó hablar: Hablaban de ella, de la muchachita al servicio de la mansión, y lo que decían estaba lleno de amor.
Entonces gritó de júbilo su corazón, y la velita vaciló, como si quisiera volar también, en su felicidad, al cielo. La muchachita apretó la muñeca contra su corazón, y contempló fijamente el claro resplandor, hasta que vio ante sus ojos un destello como de mil estrellitas. Entonces se cerraron sus ojos a causa de tanta luz. La velita brilló todavía una vez, luego se entregó también al descanso.- ¡Limpia bien la habitación! - había gritado todavía la señora antes de marcharse.
Y ahora se afanaba la muchacha, recogía papeles con estrellas de plata y cintas de colores, y puso muchos, muchos juguetes bajo el árbol de Navidad, y cogió finalmente una muñeca en sus brazos.
“¡Qué riqueza! - pensó la muchacha -. Mi pobre hermanita en casa estaría contenta, si recibiera una muñeca así. Si fuera rica, se la regalaría yo. Como ésta tendría que ser.
Cuando la muchacha pensó en la hermanita inválida, de nuevo corrieron las lágrimas por sus mejillas, pues sentía nostalgia en su pobre corazón. Se sintió tan abandonada, que exclamó:
- ¡A mí me ha olvidado el mundo entero!
- ¡También a mí! - oyó entonces que decía una suave voz.
La muchacha levantó la mirada. La voz había salido del árbol de Navidad.
- ¡Consuélate! - oyó decir aún la muchacha -. ¿Quién sabe para qué es bueno?
La muchacha dio la vuelta al árbol asombrada. Entonces vio una velita, blanca como la nieve, sobre una rama. Se mantenía erguida, y estaba completamente entera. No había duda: de allí había venido la voz.
- A todas les estuvo permitido lucir; sólo a mí no. A mí me ha reservado el Niño Jesús para ti. ¡Hazme brillar también a mí ahora!
Claramente pudo distinguir la muchacha estas palabras. Se dirigió presurosa a la cocina, y trajo cerillas. Luego apagó la lámpara y encendió la velita. Se sentó delante del árbol y contempló su dorado destello, y cada vez se hizo más claro, en la habitación y también en su corazón.
La muchacha vio, como a través de una ventana abierta, a la madre en su hogar. Justamente estaba preparando el paquetito de Navidad para su hija en la casa extraña, y la hermanita de los pies inválidos estaba sentada en su sillita junto a ella y le ofrecía con los ojos brillantes sus pastelitos, para que los pusiera también en el paquete. Y la oyó hablar: Hablaban de ella, de la muchachita al servicio de la mansión, y lo que decían estaba lleno de amor.
La muchachita no oyó resonar fuera las campanillas del trineo. No oyó tampoco como se abría la puerta y no vio como se encendía la luz. Pero toda la familia vio a la muchacha dormida, y la niña más pequeña exclamó:
- ¡Tiene mi muñeca en sus brazos!
- ¡Pst! - hizo la madre -. ¡No la despertéis! Nosotros en nuestra alegría de Navidad nos hemos olvidado por completo de la pobre muchacha.
- Yo le regalaré mi chocolate - susurró la hermana mayor y dejó todo el paquete en su delantal.
- ¡Y yo mi gran corazón de jengibre al mazapán! - dijo el hermano mediano.
- ¡Y yo mi muñeca! - gritó, entusiasmada, la pequeña.
Entonces se despertó la muchachita y miró a su alrededor con ojos de terror.
- Sí, sí, puedes quedártela - dijo la pequeña -. Yo he recibido otra de la abuela.
- ¿No tienes tú una hermanita enferma? - preguntó la señora -. ¡Regálasela a ella! ¡Y a tu madre dale este pañuelo para el cuello! Mañana irás a tu casa y celebrarás con ellas la Navidad. ¡Ahora, vete a tu habitación! Estás cansada.
Cuando la muchachita llevaba ya largo rato en la cama, seguía viendo todavía el dorado destello de la velita olvidada, y finalmente vio también los brillantes ojos de la hermanita inválida. Luego se durmió y soñó. Estos dos ojos eran en sus sueños dos radiantes estrellas. En una de ellas estaba su hermanita, y sobre la otra estrella estaba ella misma, y entre las dos estaba la luna, que, riéndose, se parecía como dos gotas de agua a la madre en el hogar. La luz de la luna se hizo cada vez más clara, y finalmente tan clara como el sol. Entonces abrió los ojos la muchacha, y ya era pleno día. Nadie la había despertado. La habían dejado dormida. Pero ahora saltó de la cama, cogió su cesto de viaje y apretó la muñeca contra su corazón, y, antes de que hubieran sonado las campanadas del mediodía, estaba la pequeña estancia del hogar llena de felicidad.
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