LA CADENITA DE ORO - Ada María Elflein
En aquellos días llegó a hablarse en la casa de un acontecimiento que interesó mucho a Carmen. Decíase que las señoras y niñas mendocinas regalaban sus alhajas al gobernador, para comprar caballos, mulas, ropas y armamentos.
Se mencionaba especialmente como iniciadora del ofrecimiento a la señora doña Remedios, esposa del señor gobernador.
Las señoras hablaban con entusiasmo de los montones de oro, plata y piedras preciosas que habían visto acumulados en la mesa del gran salón del Cabildo.
Carmen solía escuchar estas conversaciones, cruzada de brazos, mientras esperaba el mate para cebarlo; las entendía sólo a medias, como es de imaginar, porque en su cabecita de doce años no podía darse cuenta cabal de los acontecimientos de aquella época extraordinaria y heroica.
La verdad era ésta. El coronel don José de San Martín, gobernador de Cuyo, tenía en su mente el plan grandioso de formar un ejército, con el que tramontaría la gigantesca cordillera para atacar y destruir el poder de los españoles en Chile, y luego pasar al Perú, centro principal de la resistencia realista. Para llevar a cabo este proyecto inaudito, que nadie conocía aún en sus principales detalles, necesitaba recursos abundantes. Todo lo proporcionaba la provincia de Cuyo. San Martín pedía hombres, y Cuyo le daba sus hijos; pedía armas, y se fabricaban armas; exigía acémilas, y en filas interminables llegaban las recuas de mulas; necesitaba víveres, y venían los carros repletos de carne, harina, verduras, fruta, pastas, vino, aceite. Y si el gobernador pedía dinero, los cuyanos abrían sus arcas y cada cual daba lo que podía. Tan bien administrada se hallaba la provincia, que, como una mina inagotable, jamás se cegaron sus fuentes de riqueza.
Las mujeres también quisieron demostrar su espíritu de sacrificio, abnegación y patriotismo, y cuando la esposa del gobernador, doña Remedios Escalada de San Martín, lanzó la idea de que hiciesen donación de sus alhajas, respondieron con entusiasmo. No hubo una sola que dejara de acudir al Cabildo para ofrecer sus joyas a la patria naciente.
Por la noche, acurrucada en el miserable colchón que le servía de cama, Carmen seguía tejiendo el hilo de las ideas que la preocupaban. Había comprendido que eso de entregar al gobernador sus alhajas debía ser algo muy grande y generoso; una acción noble y digna de aplauso. ¡Oh, si también ella pudiera dar alguna cosa! ¡Deseaba tanto, tanto! hacer algo para que vieran que no era mala, ella a quien todos trataban de perversa, mentirosa, ladrona y otras muchas cosas indecorosas. Pero, ¿qué podría dar que fuese de valor? No tenía nada... Sí, sí, sí tenía algo. ¿Cómo había podido olvidarse de eso? Se sentó en la cama y desprendió de su cuello una delgada cadenita de oro con una medalla que representaba a la Virgen del Carmen. Su padre, antiguo arriero de la cordillera, se la había traído de Chile, y su mamita querida se la colgó al cuello diciéndole que le traería suerte. ¡Buenos tiempos habían sido aquellos en que vivieron sus padres! Nunca faltaron en su ranchito, el puchero, el pan, el mate, el arrope ni las frutas; nadie la reñía ni le pegaba y vivía feliz y contenta. Pero llegó el día en que hallaron a su padre helado en la cordillera; su madre, al saberlo, se enfermó de tal manera que no volvió a sanar, y murió al poco tiempo.
De todo esto se acordaba Carmen mientras hacía brillar la cadenita a la luz de la luna. Era de oro, el señor cura se lo había dicho, y puesto que era de oro, debía ser de gran valor. Quizá el gobernador pudiera comprar con ella un caballo o una mula o tal vez un cañón entero. ¡Qué cosa magnífica sería eso! Pero, ¿no se enojaría su madre si supiera que se desprendía de la cadenita? ¡Oh, no!, puesto que hacía una buena acción, y su madre misma le había dicho a menudo que debía ser muy buena y obediente.
Se durmió. En sueños creyó ver a la Virgen del Carmen sonriéndole; y cuando miró bien, vio que la dulce Señora tenía las facciones de su propia madre querida.
Por la mañana guardó la cadenita en el seno, y fue a su trabajo diario. No sabía bien cómo arreglárselas para que su alhaja llegara a manos del gobernador. No tenía a quién pedir consejo ni menos a quién confiar el encargo. Después de mucho pensar y revolver el asunto en su cabecita, decidió valerosamente ir ella misma.
Muy entrada la tarde pudo escabullirse sin peligro de que notaran su ausencia; y por las calles que invadían las primeras sombras de una tarde nublada de primavera, se dirigió rápidamente a casa del gobernador. La conocía, porque en la casa frontera vivía una familia amiga de sus patrones, adonde con frecuencia tenía que acompañar a las niñas cuando iban allí a jugar.
El paso ligero de Carmen se volvió un poco más lento y su corazón comenzó a latir muy fuerte.
Llegó al sitio que buscaba. En la calle hacía guardia un soldado del regimiento de granaderos, y en el marco de la puerta se apoyaba un joven oficial que vestía igual uniforme.
Carmen creía que en casa del gobernador se entraba así no más, e iba a pasar adelante sin preámbulos, cuando el oficial la sujetó del brazo.
-¡Eh, chica! ¿Adonde vas?
-Voy a ver al señor gobernador -repuso un poco asustada y al mismo tiempo con aire de importancia.
-¿Al señor gobernador, eh? ¿Y qué quieres con Su Excelencia?
-Yo..., yo venía a traerle una cadena de oro.
-¿Una cadena de oro? -repitió el joven, sorprendido-. ¿A verla?
-¡Ah, no! -dijo la chica retrocediendo con desconfianza.
-¡Pero si el señor gobernador ha mandado que todo lo que le traigan lo vea yo primero! -insistió con algo de impaciencia el oficial.
-Yo no quiero que la vea nadie más que él -replicó Carmen, apretando contra su pecho algo envuelto en un papel, mientras sus ojos negros miraban al joven con una expresión mezcla de temor y desafío.
Al oficial le hizo gracia la chiquilla, que resueltamente pedía hablar con el gobernador, y haciéndole seña de seguirle:
-Bueno, ven conmigo -le dijo-, vamos a ver si Su Excelencia está.
Llamó a una puerta y cuando respondieron “¡Adelante!”, abrió.
-¡Mi Coronel! Aquí hay una chica que está empeñada en hablar con usted.
-Veamos -contestó el coronel, dejando a un lado la pluma-. Hágala entrar.
Un segundo después, Carmen se hallaba en una pieza sencillamente amueblada.
-Qué querías, chiquilla?
Alzó ella un poco las pestañas y vio sentado, junto a una mesa llena de libros y papeles, a un oficial de rostro moreno, fino, y ojos negros, rasgados, que la miraban con bondad.
-No me tengas miedo -prosiguió don José de San Martín; pero la chica había perdido todo su aplomo. No sabía cómo empezar, y su idea de venir a ofrecer al gobernador la cadena le pareció de pronto un atrevimiento sin igual.
-Yo... yo... -comenzó, y se detuvo.
-Vamos a ver -animóla el coronel sonriente, y haciendo a su secretario seña de retirarse un poco-. ¿Me quieres dar algo? -agregó al notar un papelito en su mano.
Carmen hizo un signo afirmativo con la cabeza. San Martín atrájola a su lado, tomó el papel y lo desdobló.
-¡Qué linda cadena! ¿Y qué quieres tú que haga yo con ella?
-Yo... es para usted -contestó en voz tan baja, que el coronel tuvo que inclinarse mucho para oírla-. Yo creía que..., que usted..., que a usted le serviría para comprar cañones.
-¡Ah...! Has oído que las señoras ofrecieron al gobierno sus alhajas, y tú has querido dar algo. ¿No es así?
-Sí, señor -repuso tímidamente-. ¿Y podrá comprar cañones con ella? ¿Podrá hacerlo, señor?
-¡Cómo no! -replicó el coronel, disimulando la impresión profunda que le causaba aquel acto. Pesó gravemente en la mano la cadenita, que representaría apenas unos cuantos gramos-. Es oro verdadero -agregó-, y vale mucho. Pero, ¿tú tienes permiso para desprenderte de esta cadena?
-¡Oh, sí, señor, sí! -respondió, temerosa de que no se la aceptase-. Sí, señor; es mía.
-¿Pero puedes darla? ¿Quién te la regaló?
-Mi madre.
-¿Y tienes permiso de ella para regalarla?
-Ha muerto.
-¡ Ah, pobrecita! ¿No tienes madre? Y entonces, di: ¿cómo se te ocurrió venir aquí? ¿Quién te inspiró la idea? Vamos, cuéntame eso, no me tengas miedo.
Carmen paseó su mirada del coronel al secretario, con gravedad infantil. Luego la fijó en los ojos del coronel, y cobrando ánimo le refirió cómo había oído conversar a las señoras del ofrecimiento de sus alhajas para ayudar al gobernador; su aflicción por no poder dar algo ella también, hasta que de pronto se acordó de la cadenita; de las dudas que había tenido acerca, de si viviendo su madre le habría permitido desprenderse de ella; sus recelos y temores hasta el momento de decidir la difícil cuestión.
Una vez roto el hielo, se atrevió a desahogar su corazoncillo oprimido, confiando al coronel su triste vida desde la muerte de sus padres.
-¿Y no te cuesta desprenderte de la cadenita? -preguntó San Martín cuando terminó Carmen.
-Como todos le regalan a la patria, yo también quiero hacerlo.
Profundamente conmovido, el coronel estrechó a la chica entre sus brazos y la besó en la frente, pensando que el modesto tributo de esta niña valía más que los brillantes y perlas donados por personas que sólo daban algo de su abundancia, como en el eterno motivo de la parábola cristiana.
-Esta cadenita, Carmen -díjole-, yo te la agradezco en nombre de la patria. ¿Sabes tú lo que es la patria? No, porque todavía eres muy chica; pero cuando seas más grande lo comprenderás. Has entregado lo único que tienes, y eso da a tu regalo más valor que el de un montón de diamantes. ¿Quieres quedarte conmigo? Aquí nadie te reñirá ni pegará y aprenderás muchas cosas. ¿Quieres?
¡Que si quería Carmen! Desde que había muerto su madre nadie la había mirado ni hablado de esa manera. Se estrechó al coronel como lo habría hecho una hija, y prendida de su mano fue a presentarse a la señora doña Remedios.
Y en el mismo instante recordó que su madre le había dicho, al colgarle la cadenita, que ésta le traería suerte.
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