LA REINA DE LAS NIEVES
Sandra Dermark
18 de marzo de 2016
Érase que una vez
se rompió un espejo
que sólo mostraba
el lado oscuro de la realidad
e incontables astillas se esparcieron
por la atmósfera terrestre...
y dos niños que no eran hermanos
pero cuya amistad era fuerte
como un lazo de sangre
estaban observando una puesta de sol
cuando a él le entró algo
en el ojo izquierdo:
era una astilla del espejo,
que se alojó en su corazón
y lo volvió de hielo.
Desde entonces, no tenía ojos para la belleza
y sólo buscaba la perfección
la lógica
la ausencia de sentimientos,
y los cristales de hielo
le parecían mucho más hermosos
que las deformes flores de las plantas...
Y la Reina de las Nieves
quiso tener un chico así
como si fuera hijo suyo,
y vino a él una tarde de invierno
en su blanco carruaje,
y, robándole un beso,
le dejó sin recuerdos...
se lo llevó a su fortaleza de hielo
en el Círculo Polar Ártico
a aquel muchacho indiferente...
Cuando llegó la primavera
el calor del sol le aseguró a ella
de que él aún estaba vivo,
así que ella partió a buscarle
por esos mundos
pero hizo un alto
en casa de una bruja buena
pero muy solitaria
en cuyo vergel siempre era primavera
y donde había toda clase de plantas con flores...
menos rosas.
Y, tras despachar cierta infusión,
ella también perdió los recuerdos
y disfrutaba cada día de aquel edén
hasta que vio la rosa blanca
que la bruja tenía entre los rizos:
la flor favorita de su amigo...
y, ahora que la primavera
se había hecho verano,
reanudó su búsqueda...
La joven continuó hacia adelante
La joven continuó hacia adelante
cuando se encontró con unos cuervos
cerca del palacio real
y se enteró de que la princesa heredera
al fin se iba a casar
con un joven provinciano
apuesto, valiente e inteligente:
el único pretendiente
que había venido sólo para conversar con ella,
el único que no se había ofuscado
con el esplendor rococó
cuando ella abrió las puertas de la corte
para encontrar a un esposo digno de ella.
Creyendo que este era su amigo,
consiguió nuestra heroína
que la contrataran de sirvienta,
pero imaginad su desilusión
al ver que se trataba de otro muchacho,
cinco años mayor.
Aún así, la familia real
tuvo piedad de la muchacha:
la dejaron dormir en un cuarto de invitados,
le regalaron elegantes ropas de invierno
y le dieron un carruaje
cargado de provisiones, con una escolta.
Y ella agradeció mucho
la bondad de la realeza.
Cuando el verano se hizo otoño,
en una tétrica foresta,
la carroza cayó en una emboscada:
pasaron a toda la escolta por las armas
y habrían degollado a nuestra heroína
si la hija de la capitana,
una muchacha salvaje, obstinada y morena,
no hubiera intercedido por ella
y la hubiera querido viva
para convertirla en su amiga o hermana...
de modo que sólo la cogieron prisionera
y se la llevaron a su guarida.
Allí, la joven bandolera tenía
por montura un viejo reno
que, cuando la cautiva le explicó el relato
de la desaparición de su amigo,
le explicó que había visto al muchacho
en una calesa blanca, voladora,
que se dirigía al palacio de hielo
de la Reina de las Nieves.
También la bandolera oyó el relato,
y, la mañana siguiente,
mientras los demás dormían la resaca,
ella liberó al reno y a la cautiva,
entregándoles provisiones,
y pronto dejaron los bosques atrás
y se adentraron en la tundra.
Y el reno fue a ver a una chamana
y le pidió una forma de
darle poderes a la muchacha,
pero la sabia les contestó
que ella ya tenía un poder inmenso:
el del calor de su corazón.
Y siguieron cabalgando
hasta las puertas del palacio de hielo,
donde el reno dejó a la chica
pero ella fue rodeada
por un regimiento de guerreros de hielo.
Recitó una canción de su infancia,
y los monstruos se batieron en retirada,
mientras ella entraba en la glacial fortaleza,
cruzando dilatadas y austeras salas,
buscando a su amigo perdido
y al fin lo encontró
en el interminable salón del trono,
delante de un trono de hielo vacío
(pues la Reina había vuelto al sur
a traer el invierno),
combinando piezas planas de hielo
de las formas más abstractas,
ya que, si resolvía el rompecabezas,
lograría su libertad.
Aunque ella le llamó por su nombre,
con lágrimas en los ojos
y la voz cortada,
él seguía indiferente
hasta que ella le abrazó,
estrechó su pecho contra el suyo,
y llorando, le cantó aquella canción.
Entonces, algo se movió en su interior:
el calor de ella desheló aquel corazón
y volvió a sacar a la sangre el cristalito,
que salió por su ojo izquierdo
dentro de una lágrima.
Él la abrazó y la reconoció,
y, ebrios de euforia,
resolvieron el puzle a cuatro manos.
Y, al dejar el palacio de hielo,
dejaron un brillante sol en el pavimento,
sin ningún príncipe cautivo a su lado.
Se montaron en el reno
y se dirigieron de regreso al sur,
y volvieron a ver a la bandolera,
que había partido para ver mundo,
y ella les contó que la princesa se había casado
con su prometido
y los dos estaban de luna de miel,
viajando por tierras extrañas.
Y al final, llegaron los dos chicos
al portal de sus hogares
y vieron que había vuelto la primavera
y las rosas volvían a florecer
y sus sillitas se les habían quedado pequeñas.
Y se miraron a los ojos
y se besaron por un instante,
comprendiéndolo todo al final.
Eran adultos, pero niños de corazón,
y era primavera,
una cálida y agradable primavera.
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