NO-ME-OLVIDES
Por Sandra Dermark
Un fic de Vocaloid basado en la novela homónima de Putlitz.
4. LA BATALLA FINAL
Era yo la benjamina de entre muchas hermanas. Todas ellas se marchitaron durante la primavera y el verano de aquel año, acunándome con recuerdos de aquellas felices estaciones. Yo conocía sólo los días tristes y fríos del otoño, y desde el páramo donde crecía mi flor sólo veía un sol débil y cubierto de brumas. Todas las demás flores que antaño se vanagloriaban de su salud y belleza estaban pálidas y marchitas. No pude evitar llorar por ellas, porque no entendía por qué sólo yo era diferente a ellas.
El sol, similar a una enorme calabaza escarlata, había descendido más allá del velo de brumas que cubría el páramo.
Esperando a una nublada noche, pude oír en la distancia muchos rítmicos pasos humanos, cascos al trote y entrechocar de objetos de acero. Aquellos sonidos se acercaban a mi flor cada vez más. Pronto pude ver las armas relucir a través de la niebla y del crepúsculo.
En formación sólida, como si fueran uno, los militares avanzaron tan cerca de mi flor que, para evitar ser aplastada por unas botas de reglamento, me deslicé al borde de una roca, desde donde les continué a observar.
-¡Compañía, alto! -gritó un joven teniente, y un destacamento se detuvo como enraizado en el páramo. No pude distinguir lo que ordenaron los oficiales a continuación, pero vi que, llenos de vida y agitación, rompían filas. Pude distinguir tras la plomiza niebla sus siluetas. Unos cuantos asentaban sus armas y morrales y se detuvieron.
Al silencio de la disciplina, roto tan sólo por las palabras de los oficiales, sucedieron una alegre y agitada confusión de voces y una actividad metódica. Unos corrían al cercano bosquecillo a por leña, con la cual formaron una pila. Otros sacaban galletas y avena de sus morrales. Los oficiales hicieron corro aparte, y no pude distinguir si conversaban o se pasaban órdenes. No muy lejos de ellos, los suboficiales anotaban las palabras en sus respectivos cuadernos.
Se rehizo la calma, pero no duró mucho. Pronto unos cuantos fueron a por estacas y las clavaron, entre todos, al suelo. No pude observar todo lo que hacía el regimiento, porque entonces comenzaba a oscurecer.
Se acercó un yesquero a la pila de leña y de ésta empezaron a surgir volutas de humo, seguidas de llamaradas naranjas y chispas que, disparadas, hendían la oscuridad. Todos se agruparon en torno a la hoguera, con preferencia de la oficialidad, y se inició una descarada conversación, con bastantes chistes seguidos de alocadas risas. Se pasaban la cantimplora entre ellos, alguno les entretuvo con una canción castrense que los aplausos hacían difícil oír.
Los oficiales, sentados sobre una roca cada uno, reían, bebían coñac y se contaban chistes.
¡Era una estampa llena de vida y de diversidad!: Los muchos grupos, iluminados por la lumbre; los caballos aparte en sus pesebres, los relucientes fusiles apiñados a un lado, los uniformes (chacó, guerrera azul y pantalones rojos; los oficiales, con penacho y galones)...
Pronto la velada se fue silenciando cuando un oficial tras otro se acostaba para luego cerrar los ojos y quedarse dormido. El fuego se fue también apaciguando. En la distancia, yo podía oír los pasos de los centinelas.
Sobre la roca que yo tenía por atalaya estaba sentado un joven teniente rubito y lampiño, que parecía más un hombre de letras que de armas (al sentarse el teniente, me deslicé hasta el borde de la roca). Él estaba conversando tête-à-tête con el cirujano del regimiento, un oficial peliazul más alto y de hombros más anchos que los suyos.
Se trataban de amigos el uno al otro. Tal vez se hubieran vuelto a reencontrar tras largos años.
El galeno parecía muy contento y satisfecho, mientras que su interlocutor, a pesar de la alegría del reencuentro y de la conversación, llevaba en esos azules ojos los rastros de un profundo pesar.
Habían recordado días felices como hermanos de universidad. Recordaron las anécdotas más alegres y preguntaron por los demás, por el resto de la fraternidad dispersada. Repararon en su encuentro fortuito, la víspera de una batalla, en circunstancias que ni uno ni el otro habían previsto.
El serio servicio militar les había hecho recordar los duelos a espada de sus años universitarios y sacaron de nuevo la espada con mutuas sonrisas:
-En garde!
-Prepárate, Kaj, ¡que ahora vas a ver...!
De pronto, el cirujano le preguntó al teniente:
-Sólo por curiosidad, Lennart: ¿qué te llevó a entrar en el ejército?
Entonces Lennart palideció, volvió el rostro y trató de evadir la respuesta.
De repente, llamaron a Kaj para curar unas ligeras heridas y el teniente se quedó solo frente a la hoguera. Permaneció allí sentado largo tiempo, soñando despierto. Sentía yo que le comprendía.
Los recuerdos de días felices le transportaron de nuevo a aquellos días que guardaba en el corazón. Finalmente, volvió en sí, se apartó el flequillo de la frente como si quisiera apartar sus penas y sacó su reloj de bolsillo para ver la hora que era. Lo hizo con tanta fuerza que la cadena se le rompió y un eslabón cayó al suelo, ensartándose en el tallo de mi flor y atándome a ese tallo.
Lennart se agachó y, a la luz de la fogata, buscó el eslabón entre hierbas y flores. Al encontrarlo y recogerlo, rompió el tallo y me prendió con mi flor y todo.
-Otro nomeolvides... -susurró. -¡La casualidad lo ha puesto en mis manos! ¡Me lo quedaré como amuleto para la batalla de mañana!
Se desabotonó el tercer ojal de la guerrera y el de la camisa, me ensartó aún atada a mi flor por los ojales y luego los volvió a abotonar antes de acostarse.
Allí yacía una servidora, sobre el corazón del teniente. ¡Cómo palpitaba, y cómo subía y bajaba su pecho! Me puse, acurrucada entre pelitos rizados, a escuchar sus latidos, pegada tras su esternón como quien escucha secretillos tras una puerta cerrada. El pulso era tranquilo y suave, a veces acelerado e intenso cuando soñaba con algo emocionante.
Rompió el alba y se disipó la niebla. Se podían ver los primeros rayos del sol, de un color que presagiaba trágicos destinos. Tocaron a diana y el regimiento despertó para luego formar en orden de batalla. Desde mi nueva atalaya podía ver la explanada surcada de empalizadas. Eran trincheras enemigas.
-¡Tercera Compañía, a la vanguardia! -gritó un oficial de superior graduación, y Lennart se pasó a la primera línea seguido de su sargento y de sus efectivos. Estuvimos quietos un buen rato, antes de que le llegara la orden de pasar a la acción.
Entonces los azules ojos de mi teniente supervisaron a sus hombres sin perder la calma, y su voz resonó alta y clara delante de la trinchera. Su mirada era fría y fija, sus pasos eran firmes, nada traicionaba la más ligera agitación interna. Sólo yo sentía el frenesí con que latía su corazón. ¿Era por la emoción de la batalla? ¿Era un presentimiento de la despedida eterna de seres queridos? ¿Era simplemente la demanda de oxígeno lo que agitaba su pecho? Lo ignoraba.
Habíamos avanzado apenas unos cinco pasos, cuando recibimos una descarga de fusilería. Muchos de nosotros cayeron, pero Lennart seguía animándonos y gritando: ¡Adelante!
La empalizada estaba a nuestro alcance, pero la Tercera Compañía se había reducido considerablemente. El teniente siguió exhortando a los suyos.
Ahora no era yo sólo capaz de oír las desenfrenadas pulsaciones, sino también de descifrarlas. ¡Su corazón latía así no por temer él a la muerte, sino porque él la buscaba! ¡Su intención era la de suicidarse!
De nuevo fue rechazado el ataque, pero la Tercera Compañía lo volvió a intentar. La muerte nos llamaba desde los cañones de incontables fusiles. Me estremecí por mí y por él, por los dos.
Entonces una bala golpeó a mi oficial en pleno pecho y me arrastró consigo dentro de la sangrienta herida. Golpeada por la ardiente esfera de plomo, choqué contra su esternón para despertar en lo que parecía un lago de sangre cercado de paredes rosadas.
Lennart suspiró y luego se quedó inerte.
-¡Teniente! ¡Responde! -pude oír con dificultad.
Aquel corazón no volvería a latir de pena ni de alegría. ¡Me ahogué en la sangre de su corazón!
Y entonces me reencarné...
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